61

Había movimiento en la estación, gente que iba y venía con prisa desde los trenes o hacia los trenes, desde las salidas o hacia las bocas. En medio, ellos tres formaban un pequeño cogollo que estorbaba y obligaba a sortearlos, alterando ligeramente el tránsito de los viajeros que pretendían avanzar en línea recta.

—De paso quería pedirle también disculpas; desconocía que Luciano Barona tenía en mente pedirme que la ayudara —añadió él—. Tan sólo me sugirió que me acercara a su local…

En su español se mezclaban armoniosas cadencias caribeñas y asperezas peninsulares, una combinación de acentos con los que a diario convivía. Y no estaba mintiendo, de veras fue eso lo que Barona le propuso: sin tenerlo previsto de antemano, algo impulsó al tabaquero a intentar arrimarlo a su nueva familia. A lo largo del par de horas que pasó con él en aquel bar del Village, intuyó que la vida que llevaba el hijo de su viejo amigo Carreño no apuntaba hacia ningún sitio bueno desde que —según le contó el propio Tony—, a una semana de los exámenes del trimestre de otoño en su segundo año de universidad, decidió que los libros y las aulas no eran lo suyo, abandonó el muy católico College of Our Lady of the Elms que sus tíos maternos le buscaron en Chicopee, Massachusetts, se subió a un autobús y se plantó en Nueva York.

No conocía a nadie, pero no le resultó difícil encontrar gente como él, de los que se movían con comodidad absoluta entre dos lenguas, dos culturas y dos maneras de vivir, comer y mirar al mundo. Estableció contactos, hizo amigos, anduvo enredado en distintos negocios de poco lustre, trabajó de camarero, empezó a meterse en el mundo de los juegos de azar clandestinos de los inmigrantes hispanos. Con la bolita no se roba a nadie, se lo juro, le aseguró a Barona para defenderse de posibles suspicacias. No se estafa ni se engaña, no se abusa de la inocencia de ningún pobre incauto, todo es limpio y transparente. Simplemente, los premios no cotizan, son humo para las autoridades. Gana la banca y ganan los afortunados que aciertan, punto final. Y yo, como intermediario, tras pagar a mis chicos y cumplir con mis jefes, me ingreso un beneficio; en eso consiste mi trabajo. El dinero se limita a volar de un extremo a otro de la cadena sin que ni las instituciones locales, ni las estatales, ni las federales trinquen un solo centavo. Por eso queda al margen de lo legal y por eso se persigue con tanta saña. Pero no es tan malo, ¿verdad? Y si me llegaran a agarrar, estoy relativamente protegido: los de arriba me tienen prometido pagar mi fianza, hasta un abogado si la cosa se pusiera comprometida.

Igualito que su padre, se dijo Barona cuando unos segundos después le oyó anunciar: y además tengo un objetivo, un plan. Cuéntamelo, hijo, replicó tras dar un largo trago a la segunda cerveza. Verá, yo aspiro a llegar a montar mi propia banca, a tener a mi propia gente: mis propios controladores, mis propios recaudadores. Convertirme en un banquero de bolita dentro de un territorio concreto en el que sólo funcione yo, ésa es mi gran ambición. Dejar de ser un mero eslabón entre los runners y los poderosos, entre los que se trabajan uno a uno a los clientes en la calle y los que después se hacen de oro sin moverse de su casa. Porque yo ahora mismo estoy en el medio, e igual que empecé en lo más bajo, sé que puedo subir hasta arriba del todo, ¿me entiende, Luciano?

Te entiendo, chico; claro que sí, musitó el tabaquero. Y anticipo también cómo vas a acabar si sigues emperrado en moverte por ese pantano. Eso último no lo dijo en voz alta, claro estaba. Pero lo pensó. En el penal de Sing Sing, con un poco de suerte, aunque sin que ninguno de esos en los que tú confías acuda a llevarte siquiera un paquete de cigarrillos. O con un par de balas en la barriga, ésa es otra opción: como terminó sus días tu pobre padre, desangrado en cualquier acera al amanecer. Porque el tabaquero también tenía mucha calle a las espaldas y sabía cómo funcionaba el asunto: esos banqueros en cuyo selecto grupo Tony aspiraba a integrarse nunca funcionaban por libre, siempre contaban con alguien detrás. Mafias que cubrían las apuestas, que respaldaban las bancas y estaban al tanto de todos los movimientos de la cadena. Gangs, crime syndicates. Redes perfectamente coordinadas, organizaciones claramente estructuradas de italianos, de irlandeses, de latinos o judíos, a veces incluso interrelacionadas entre sí. Todos en busca de su jugosa porción del pastel, siempre chocando con lo legal.

Aquello fue lo que Tony le contó la tarde previa y a raíz de ello Barona pensó que algo había que hacer. Por la memoria de ese viejo amigo a quien tanto estimó en su día y por el propio muchacho, que era calcado al padre, algo tenía que poner de su parte el tabaquero para intentar que saliera de esa tentación envenenada. Y como la desazón por aquel demencial invento del night-club de su cuñada le seguía quemando por dentro, se le ocurrió que tal vez, uniendo ambos problemas, podría encontrar una solución.

—Pues ya le aclaro yo que no necesitamos ayuda, ni ahora mismo, ni para mi negocio —repitió Mona en medio de la estación recuperando aquel aire un tanto altanero—. Y a Luciano Barona no le haga ni caso porque en esto ni pincha ni corta, por muy marido de mi hermana que sea.

—Ok, queda entendido. Y lamento haberme metido en donde no me llaman.

Eso dijo Tony el tampeño con una fingida sonrisa conciliadora, porque en realidad no lamentaba nada; más aún, le complacía enormemente haberse acercado a la Catorce y enterarse de cómo se movían las cosas por allí. Gracias a la insistencia del viejo amigo paterno, ahora sabía lo que aquella atractiva chica española se traía entre manos, y eso le llenaba en partes proporcionales de asombro, admiración y curiosidad. No conocía a muchas mujeres dispuestas a agarrar las riendas de un negocio ruinoso en una ciudad tan compleja, y menos a sacar las uñas para intentar cambiarle el paso y reconducirlo hacia un porvenir más prometedor.

El silencio que quedó flotando entre ambos duró sólo unos instantes, lo quebró la voz de Luz con una pequeña venganza hacia su hermana por estar obligándola a ir con ella.

—Pretende ir a Central Park South, acaba de decirlo. Estaba buscando cómo llegar.

Mona le dio un pellizco disimulado. Calla, idiota, susurró mientras le retorcía la carne del brazo y la otra fruncía una mueca de dolor. No necesitaba que él fuera consciente de lo ignorante que era, prefería batallar sola con sus torpezas y sus inseguridades.

—Hacia allá más o menos voy también yo —aseguró él ahora con un impostado tono de sorpresa, qué casualidad—. Let’s go; no es que insista en acompañarlas, es que no nos queda más remedio que tomar el mismo tren.

Mentía Tony de nuevo, claro. Como tampoco había sido fortuito el encontrarse en la estación: de hecho, llevaba aguardando a Mona un buen rato; antes de separarse de Barona, éste le había indicado que vivían allí. En la esquina, sin ocultarse del todo pero discretamente apartado, la estuvo esperando, hasta que la vio salir del edificio rojo de apartamentos peleando a viva voz con su hermana.

Estaban ya los tres en el andén, cercanos pero no juntos; él silbaba algo con un falso aire distraído mientras Luz seguía envuelta en sus dudas y Mona, con los ojos fijos en la negrura de las vías, sentía un creciente desasosiego. El destino de aquel viaje le pareció de pronto absurdo: en qué momento se le ocurriría a ella, una muerta de hambre que nada sabía de cómo se movía el mundo, pensar en pedirle a ese conde de Covadonga que le echara una mano para sobrevivir. Por fortuna, todavía no había puesto al tanto a su hermana de sus intenciones así que, cuando subieron al vagón atestado de gente y éste empezó a avanzar tambaleante por las profundidades del subsuelo y Tony preguntó como quien no quiere la cosa adónde iban exactamente, Luz se encogió de hombros con fastidio y señaló a Mona con un desdeñoso golpe de barbilla.

—Ella sabrá, no me lo ha querido decir.

El tren traqueteaba violento en la oscuridad, los tres permanecían en pie entre la multitud de pasajeros, agarrados a las argollas colgantes, bamboleándose a sacudidas. Si Tony vio el pómulo violáceo de la hermana menor, lo disimuló; aunque ella se esforzaba para colocarse el pelo una y otra vez sobre ese lado de la cara, el movimiento brusco a veces se lo dejaba a la vista. A diferencia de Luz, Mona se mantenía férrea en su postura y su silencio. Llegaron a una parada, entró gente, salió gente, volvió el zarandeo de cuerpos. Hasta que ella cedió. Un poco sólo. Por pura educación.

—A ver a un conocido, a eso vamos.

Y añadió unos segundos después:

—A un compatriota que vive en un hotel.

Tony la siguió mirando con sus ojos medio verdosos, como si quisiera saber más. O como si no se cansara de contemplar aquel rostro serio y contraído bajo las cejas espesas, y las pestañas largas y negras que le cubrían los ojos mientras ella miraba al suelo, y su pelo oscuro mal peinado porque no le había dado tiempo a arreglárselo en condiciones tras el largo día de faena, y su cuerpo esbelto dentro del mismo vestido floreado que llevaba la última vez que la vio. Tenaz, obstinada, desconcertantemente cautivadora, iba pensando él mientras empezaban a chirriar los frenos y todos los pasajeros se tambalearon y Mona perdió el equilibrio sobre los zapatos de tacón que no estaba acostumbrada a llevar. La última sacudida la hizo volcarse unos segundos sobre él: choque de cuerpos, roce de miembros, una cálida sensación de piel con piel a pesar de la ropa que los envolvía. Tony, rápido, la sostuvo. Ella musitó perdón y recuperó turbada la postura.