Con gesto resuelto y andares decididos: como si fueran unas distinguidas clientas alojadas en una de las mejores suites del St Moritz, así recorrieron el lobby Mona y Luz. Tony las seguía unos pasos por detrás; se cruzaron con algunos de los empleados que habían participado en la escaramuza previa y los ignoraron alzando la barbilla, cerca de la salida encontraron al calvo encargado de velar por el buen nombre del hotel, Mona le guiñó un ojo mientras a la cara del hombre asomaba un agrio desconcierto.
Caía la tarde cuando salieron, ya habían encendido las farolas y los focos de los autos proyectaban conos luminosos sobre la calzada.
—Yo ya sí que no voy a ningún sitio —advirtió de nuevo Luz.
Se había comportado correctamente en la habitación del conde, abrumada como los otros por su figura. Ahora que todo había pasado, sin embargo, sus propios problemas recuperaron el lugar principal.
—¿Ya estamos otra vez?
Ante un Tony atónito, entre peatones que desviaban el paso y huéspedes que entraban y salían, las hermanas Arenas se enzarzaron en una gresca a voz en grito. Otra más.
Con dificultad, a tirones casi, agarrando a cada una de un brazo, Tony logró separarlas de la entrada mientras ellas seguían escupiéndose reproches; una vez que estuvieron lo suficientemente alejados, las interrumpió sin contemplaciones.
—Señoritas, me temo que no es ni el sitio ni el momento.
Eran casi las ocho, tenían tan sólo dos horas por delante. Los espero a las nueve y media, les había dicho Alfonso de Borbón; no, mejor a las diez, que no tengo ayudante y tardaré en vestirme. Yo los invito, cenaremos tarde, horario español, no importará, ¿verdad? Los tres negaron con la cabeza, un tanto incrédulos todavía. ¿Adónde podríamos ir? Frotándose sus manos largas y huesudas mientras paladeaba anticipadamente el imprevisto plan, el conde dio un repaso a sus locales favoritos. ¿El Fornos quizá, que está cerca, tiene una cocina magnífica y siguen abiertos hasta medianoche? ¿O Jai-Alai tal vez, que su dueño Valentín Aguirre organizó el mes pasado un almuerzo en mi honor y seguro que nos sirve a pesar de la hora? O tal vez podríamos optar por algún sitio cubano con espectáculo; me muero por un buen daiquirí. ¿El club Yumurí? ¿La Conga? ¿Havana-Madrid? Aunque puede que a las señoritas les apetezca algo más americano, más… más… Dio una palmada sobre la colcha, sonrió. Decidido, vayamos al Waldorf, me vuelve loco su langosta con salsa de mantequilla y además seguro que está Cugui con su orquesta, pasaremos una noche estupenda, ya verán…
Ésas fueron las palabras del conde antes de que abandonaran la habitación; comentándolas descendieron los veintiséis pisos, incrédulos aún los tres. Por eso Tony las apremiaba ahora, metido como ellas hasta el cuello en el delirante plan.
—Pero yo… —protestó Luz otra vez.
Tony la cortó con un punto de ironía.
—Para que el mamarracho que te ha hecho eso en la cara te ponga igual el otro pómulo siempre hay tiempo, honey. Si tanto interés tienes en que te zumbe de nuevo, seguro que puedes esperar hasta mañana. Así que venga, en marcha.
—¿En marcha para qué? —preguntó atónita Mona—. Es temprano todavía…
—Para prepararnos; no pensaréis que vamos a ir al Waldorf Astoria así.
Con las manos abiertas, Tony abarcó los atuendos de los tres. Mona bajó la mirada hacia su vestido repleto de flores, hacia las medias de seda y los zapatos forrados: un dechado de sofisticación para unas muchachas que habían pasado media vida descalzas y habían desembarcado en Manhattan compartiendo una mísera maleta llena de burdas prendas caseras.
—Esto es lo mejor que tenemos —confesó.
—Podremos mejorarlo si logramos movernos, let’s go.
Luz, ajena a lo que Mona y Tony discutían, daba vueltas en la cabeza a las palabras de él. No iba a haber más golpes, de eso estaba segura; lo de aquella tarde se había salido de madre tontamente. No conocían a Frank, ninguno tenía ni idea de lo que estaba haciendo por ella, de sus esfuerzos. Con todo, dudaba que pudiera encontrarlo a estas horas, era demasiado tarde para que anduviera en la oficina, las tiendas de discos habrían cerrado y no tenía otra manera de dar con él: a pesar de habérselo preguntado varias veces, jamás había sabido dónde vivía, ni cómo, ni con quién. Así que, aun con desgana y sin pronunciar palabra, optó por ceder y, cuando Tony silbó a un taxi y éste frenó junto al bordillo de la acera, ella se acomodó en silencio junto a su hermana en el asiento de atrás.
El trayecto fue breve; el tampeño no les dijo adónde iban, quizá pretendía sorprenderlas o simplemente se le pasó por alto, enredado como estuvo con el conductor en sus asuntos de siempre: números, anotaciones, billetes que cambiaron de mano. Se bajaron frente a un local comercial en la Tercera avenida, no entendieron el letrero que decía PAWN SHOP ni adivinaron qué se trajinaba en aquel negocio cuyo escaparate lucía atiborrado con los objetos más dispares: aparatos de radio, sillones de barbería, lámparas, paraguas, violines, sombrereras.
Tony llamó con los nudillos sobre el cristal de la puerta cerrada, tardó poco en acudir a abrir un anciano encorvado que apenas le llegaba al hombro. Shalom, mister Bensalem, saludó con simpatía. Intercambiaron unas frases cordiales en inglés, probablemente él insertó alguna broma porque el viejo rió con timbre asmático.
Oh, you’re coming from old Sepharad!, dijo cuando él las presentó como unas amigas españolas. Y empezó a hablarles en un extraño español que sonaba dulce y viejo, hasta que Tony le propinó en la espalda una palmada afectuosa.
—Tenemos un poco de prisa, mi querido amigo, ¿pasamos al almacén?
Avanzando delante de ellos con pasitos rápidos y dejando ver la kipá que llevaba en la coronilla, los condujo al interior. La cueva de Alí Babá les pareció a las Arenas la trastienda del sefardí: estanterías desbordadas, baúles y maletas por docenas, montones de cachivaches, pilas de trastos y enseres. Del techo colgaban bicicletas, trineos, cunas infantiles; en una esquina había cinco o seis pianos.
—¿Todo esto es suyo? —susurró Luz a la espalda de Tony.
—Temporalmente, sí; mientras sus dueños intentan reunir el dinero necesario para recogerlo, si es que lo logran alguna vez.
Una casa de empeño, eso era el negocio. Y al fondo del fondo, allí donde el desbordado almacén hacía un recodo, se encontraba la zona que Tony buscaba. Colgadas de largas barras se acumulaban centenares de prendas estrictamente organizadas. Abrigos, uniformes, ropa de niño, trajes de novia…
—Aki, prensesas, pueden bushkar y eligir —anunció el anciano usando el viejo judeo-español de sus ancestros mientras apoyaba una mano sobre la zona que sostenía colgados docenas de trajes de noche.
Tafetas, terciopelos, rasos, sedas; todas las hechuras, los colores y tamaños. Mona y Luz no salían de su estupor.
—Y para mi amigo de la bolita —añadió—, ven por aquí.
Se llevó a Tony unos metros más allá en busca de ropa de hombre mientras ellas, una vez superado el asombro inicial, comenzaron a rebuscar con manos ávidas. Revolvían, tocaban, sacaban, soltaban admiraciones, se ponían las perchas sobre el cuerpo para mostrarse una a otra sus hallazgos.
—¿Listas? —preguntó Tony al cabo de unos breves minutos. Él sí parecía estarlo: en una mano alzada llevaba una percha con varias prendas, en la otra un sombrero de copa.
Ambas respondieron con un rotundo no.
—Come on, ladies; cinco minutos y volamos, aún hay mucho que hacer.
Mona acabó eligiendo un vestido de seda color vino con los hombros al aire; Luz, más audaz, optó por un modelo en lamé dorado con la espalda descubierta. Ninguna se preguntó para quién fueron hechos, ni qué cuerpos los vistieron otras noches: no les dio tiempo a entretenerse con conjeturas porque las reclamó la voz del viejo judío.
—Sapatos agora, prensesas.
Les mostró entonces unas estanterías repletas y a ellas se les volvieron a llenar los ojos de deslumbramiento. Sandalias de piel teñida, escarpines forrados, calzado cerrado y abierto, tacón alto, tacón medio, tacón bajo. Dudaron, se probaron, descartaron, discutieron mientras Tony las espoleaba, vamos, chicas, vamos, vamos, que se nos echa el tiempo encima… Busque un par de bolsos para las señoritas, mister Bensalem, haga el favor.
Un cuarto de hora más tarde estaban de nuevo en un taxi, cargados de ropa y complementos sin haber desembolsado ni un solo dólar: un simple intercambio de papeletas y unas cuantas anotaciones fueron suficientes para sellar el trato. ¡Mañana por la mañana se lo traigo todo sin falta!, gritó Tony a través de la ventanilla abierta. El anciano diminuto asintió desde la puerta, sonreía, levantó la mano. Shalom.
El siguiente destino fue la Ciento dieciséis, bastante más al norte, en pleno corazón de la zona que algunos ya llamaban el Spanish Harlem. Había gente por la calle, olor a arroz con gandules y chicharrón frito, corrillos de viejos que fumaban mientras parlamentaban y reían con pocos dientes. Plantado sobre la acera, con los brazos desbordados de prendas y flanqueado por las chicas, Tony alzó la cabeza y, dirigiéndose a una ventana superior en un modesto edificio, gritó repetidamente:
—¡Adela!
Tardó poco en asomarse una mujer madura y rotunda con un vistoso pañuelo atado a la cabeza.
—¿Qué tú quieres a estas horas, loco?
—Un servicio para mis amigas.
—¡Ave María! Pero ¡si hace ya un buen rato que cerré!
—Tú sabes que voy a devolvértela; es una urgencia, mi amor.
La tal Adela contempló a las chicas desde arriba y reflexionó unos instantes.
—Van a darme trabajo esas melenas, mejor llamo a mi prima Josefita para que me eche una mano.
Era la segunda vez en su vida que Mona pisaba una peluquería, la tercera ocasión para Luz. La primera visita común fue para la boda de Victoria, las atendieron unas italianas en un establecimiento en la Dieciséis que les aconsejaron en Casa Moneo. A Luz la llevó después Frank Kruzan a un moderno salón pintado en un rosa rabioso próximo a Times Square; acá vienen todas las aspirantes a estrellas, baby, las encargadas conocen mejor que nadie qué deben hacer. Salió de allí con la melena peroxidada, la piel enrojecida allí donde antes estaban sus cejas y un gurruño de confusión en las tripas.
En poco se parecía a aquel otro sitio lleno de globos de luz, espejos enormes y jóvenes teñidas de rubio aparatoso al local que la puertorriqueña Adela ocupaba en el piso bajo de su bloque de apartamentos, un humilde negocio con dos destartaladas butacas caseras en el puesto de sillones profesionales, un par de espejos desparejados con manchas opacas, un único lavabo y una secuencia de recortes de revistas clavados en las paredes a modo de decoración. Pero aquello era todo lo que Tony conocía en la esfera de la estética femenina, porque la propia Adela le hacía de corredora de lotería entre sus clientas. Él se pasaba por allí todas las semanas para ajustar cuentas y, antes de irse, ofrecía a la mujer unos minutos de cháchara; por eso sabía que ella no iba a negarle el favor a pesar de que fueran más de las nueve de la noche y aún tuviera que acostar a un padre inválido, mantener la cena caliente para un marido que trabajaba en el segundo turno de una empaquetadora y contender con las llegadas sucesivas de tres hijos y dos sobrinos que aún vivían bajo su techo.
Siéntense, muchachas; vamos a ver qué logramos hacerles en el poco tiempo que el chivo loco del bolitero nos concede; ¿un recogido o cabello suelto, qué prefieren? Suelto, dijeron las dos a la vez. A golpe de cepillo, hierros calientes y tenacillas, afanadas a cuatro manos mientras con su acento dulce bromeaban y les narraban sin parar cosas del barrio y de su isla, entre las dos mujeres tardaron poco en conseguir unas brillantes melenas con raya a un lado y ondas marcadas. Y ahora, anunció Adela, un poco de make-up. Labios, pestañas, algo de crema coloreada para esconder el pómulo amoratado de Luz. Deja a ese hombre, chica; olvídate de ese canalla antes de que vaya a más, mira que una vez que empiezan no tienen fin… Esas frases le susurró la baqueteada peluquera mientras le pasaba cuidadosa la yema del índice por encima de la magulladura y Luz contenía un gesto de dolor. En ese instante entró Tony y la menor de las hermanas se libró de responder.
—¿Listas?
Las cuatro mujeres giraron las cabezas; tres de ellas estallaron en risas y entusiastas exclamaciones. El broker de lotería clandestina ya no llevaba el arrugado traje de lino claro con el que las había acompañado a lo largo de toda la tarde, sino un magnífico frac, pechera almidonada con corbata de lazo blanco y el pelo castaño claro peinado hacia atrás con brillantina.
—¡Imponente varón! —gritó Adela entre carcajadas.
Mona fue la única que no hizo ningún comentario. Sólo le miró.
Terminado el trabajo con las cabezas, lo único que les faltaba ahora era vestirse, y para ello les ofrecieron un oscuro cuarto trasero lleno de trastos. Sobre un jergón que seguramente ocuparía de tanto en tanto algún pariente llegado desde Puerto Rico, las chicas dispusieron sus vestimentas; delante de la peluquera y la asistente, se despojaron de las prendas de todos los días hasta quedar en ropa interior.
—¡Virgen del Carmen, pero así no pueden salir, muchachas!
El grito partió de la boca de Josefita, la treintañera de piel café con leche que había ayudado en el quehacer, y la causa la generó Luz al quitarse la camisola por la cabeza. Sin más razones, salió del cuarto y regresó con una cuchilla en la mano. Alcen los brazos, chicas, les dijo, que voy a dejarlas limpitas como culo de bebé. Con las axilas depiladas por primera vez en su vida, Mona y Luz se enfundaron los vestidos; las puertorriqueñas les ajustaron espaldas, largos y escotes, abrocharon corchetes y botones.
—Míralas, muchacho, ¿no están bellas? —le dijo orgullosa Adela a Tony cuando por fin salieron del cuarto trasero.
Él las contempló sin palabras, por un momento se le volaron las urgencias.
—Hasta con el rey de España podrían cenar esta noche si el buen hombre estuviera en Nueva York.