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El tabaquero ansiaba regresar junto a Victoria tras su paso por Las Hijas del Capitán, incluso cuando en paralelo hubiera de soportar la cara larga de Remedios. A ver cuándo me lleváis de vuelta al barrio, no quiero que las otras dos sigan solas el día entero, seguro que andan por ahí como pollos sin cabeza, ojalá acaben de una santa vez la maldita inspección los del ayuntamiento y podamos volver a abrir…

Aquél era el embuste que le habían contado entre todos a la crédula mujer: que unos oficiales de sanidad del ayuntamiento tenían que inspeccionar las instalaciones y autorizarlas para seguir con el negocio. Aun de mala gana, se lo tragó.

Los planes de Barona, sin embargo, cambiaron de rumbo cuando, tras despedirse de Tony, se cruzó con Al el escocés, el propietario de la taberna vecina a Casa María al que también surtía él de tabacos. Un compatriota abre un negocio en Sullivan Street, cerca de la relojería española, puede ser una oportunidad, amigo, le dijo el robusto pelirrojo mientras él hacía unas rápidas componendas mentales. Por un lado estaba Victoria, sus ojazos, su olor a hembra joven y sus silencios, su compañía. Por otro, los vaivenes del negocio tabaquero, el coste nada despreciable de la boda, los gastos futuros en su nueva vida de casado, la intuición de que debería echar un cable económico a Chano ahora que, aun sin haberlo anunciado abiertamente, parecía que el chico estaba por dejar el boxeo. Colocando ambos lotes en la fría balanza de la responsabilidad, el segundo pesó bastante más que el primero, y por eso el tabaquero agarró sus cajas de habanos atadas con sus sempiternas cintas y le dijo al escocés que sí, que allá iba directo a ver si lograba hacerse con ese nuevo cliente del que le hablaba aun a costa de demorar el regreso a casa al menos un par de horas.

En Brooklyn, entretanto, Victoria y su madre habían matado el tiempo con una interminable caminata. Ver calle, gente y cielo, que le diera el aire en el rostro, eso era lo que la mayor de las Arenas ansiaba, escapar de entre las paredes de esa casa que la oprimía como un compartimento estanco en el que siempre, de alguna manera, todo estaba lleno de Chano.

Cuando él andaba presente, su atención plena giraba en torno al hijo de su marido: los ruidos que hacía al entrar o salir, al recorrer el pasillo, al abrir un cajón de la cocina en busca de un rollo de alambre o unas tijeras; todo se le clavaba a ella en el alma y en los oídos. La espalda ancha, las manos machacadas que agarraban pomos de puerta, grifos y cubiertos, el cuello fibroso, los labios agrietados que bebían agua, las huellas de mil golpes que le surcaban la cara: todo aquello también lo absorbía Victoria con la mirada mientras notaba esos ojos suyos que la contemplaban silenciosos cuando él creía que ella no se daba cuenta, los ojos callados que la perseguían, la aquilataban, la taladraban.

Estaba luego su ausencia, el rastro que dejaba cuando desaparecía trotando por la escalera, esas trazas que Victoria rescataba después una a una como si recogiera restos desperdigados por una playa tras el temporal. El olor de la almohada que abrazaba y olía cuando se adentraba sigilosa en su dormitorio, el saco lleno de su ropa sucia que él no permitía que le lavara, las camisas colgadas en el armario entre las que hundía el rostro, el peine de hombre que ella se pasaba lentamente por la melena frente al espejo, la cuchilla de afeitar que él deslizaba por su mandíbula cada mañana y que ella rozaba luego despacio con la yema de un dedo.

Aunque su madre, sin ser consciente, la mantenía al margen del despeñadero, el boxeador no se le destrababa del pensamiento; por eso quería Victoria salir a airearse a pesar de las protestas de Remedios, atemorizada ante esta nueva zona que no conocía aun cuando todo alrededor de Atlantic Avenue era infinitamente más reposado que el bullicio incesante de Manhattan.

Logró su propósito tras una larga insistencia: salieron a la avenida y empezaron a recorrerla dando la espalda al río, pasaron frente a algunos establecimientos con almas cercanas a su mundo, señal de los cuantiosos compatriotas que por allí había: una tienda de víveres españoles que se llamaba La Competencia, otra que respondía a La Bodega de Paco y otra cuyo propietario se llama Pidal; un pequeño teatro con el nombre Flora en grandes letras, un establecimiento bajo el cartel de ALCÁZAR BAR & GRILL.

—Ya tenemos bastante, ¿no? —preguntó seca Remedios tras este último.

Pero Victoria se resistía a volver, prefería esperar a que llegara Luciano para evitar mayor desazón, Chano no tenía horarios fijos, andaba buscando trabajo, se presentaba sin aviso y luego desaparecía otra vez; quería esquivarlo, sabía que era mejor así. Por eso insistió a su madre, la arrastró prácticamente y continuaron avanzando sin un destino claro. Vamos a recogernos de una santa vez, seguía refunfuñando Remedios de cuando en cuando, no sé qué leches hacemos dando bandazos de acá para allá… Pero Victoria se negaba, un poco más, madre, sólo un poco más. Quebraron la esquina en algún momento, por aquí volveremos antes, mintió para dejar de oír sus protestas.

Descendieron por la Quinta avenida de Brooklyn, nada era demasiado distinto de lo que llevaban visto hasta ahora: modestos inmuebles de tres y cuatro alturas, simples y estrechos, de ladrillo rojo visto o estuco pardo, casi todos con escaleras delanteras voladizas, algunos con negocios en los bajos: una droguería, el establecimiento de un chino que planchaba, la tienda de cachivaches de un judío, una candy store, un taller. Habían alcanzado para entonces la entrada de un edificio de fachada roja y tres plantas, uno de tantos que no habría llamado su atención de no ser porque un grupo de mujeres plantadas frente a la puerta les bloqueaba el paso. Se saludaban a voces, reían, cruzaban exclamaciones en su misma lengua y con acento cercano, iban vestidas modestamente pero con esmero.

Pararon en seco, desconcertadas. Miraron a las mujeres y las mujeres las miraron a ellas: tres de ellas las reconocieron tras unos instantes. Habían estado en la boda, eran paisanas de Luciano procedentes de Alhama, de aquel rincón cercano al Mediterráneo donde la falta de agua les ajó los parrales y empujó a sus gentes rumbo a la emigración.

Treinta o cuarenta familias del mismo origen se concentraban en Brooklyn alrededor del cruce de la Quinta avenida con Lincoln Place, algo al margen del resto de la colonia española, compartiendo eternamente memorias de su pueblo y empapando a sus hijos en los recuerdos de aquella tierra en la que habían dejado la mitad del corazón: la iglesia, la calle de los médicos, las fiestas de San Nicolás en diciembre, el cerro de la Cruz. Como si nunca hubieran salido de su mundo de casas blancas y bancales, perpetuaban los modismos, los nombres y los motes, los afectos y costumbres, las comidas cotidianas: fritada de pescado los viernes, papas con costillas y migas de harina, roscos y mantecados por Navidad.

Abrieron camino los hombres solos, ellas se les sumaron después, a los primeros niños los trajeron en brazos, casi todos nacieron luego. Los padres de familia salían de amanecida rumbo a sus trabajos, algunos a los astilleros y a las fábricas, muchos cargando con sus cuchillos rumbo a Manhattan; en las cocinas de los restaurantes y cafeterías duplicaban turnos, triplicaban a veces, bregaban en sindicatos y jamás se llevaban las sobras, tan sólo de tanto en tanto aquellos sacos de arroz ya vacíos e impresos con letras chinas que luego sus mujeres relavaban con lejía hasta dejar suave la tela para coserles a sus criaturas la ropa interior. Entregaban los sueldos íntegros en casa, iban a cazar conejos a Farmingville en temporada, asistían a los mítines políticos del Ateneo Hispano, bebían café de Bustelo porque decían que el americano les sabía a agua de fregar y mostraban ante sus hijos una ética de trabajo impecable, orgullosos de no tener que vivir de fiado a pesar de los esfuerzos, agradecidos a las oportunidades, sin quejarse nunca.

Ellas, por su parte, se quedaban en casa al tanto de todo, a veces incluso compartían las viviendas llenas de muebles de segunda mano. Con un ojo puesto en aquellos que dejaron y otro atento en los hijos que crecían, desayunaban tazones de leche caliente con pan migado, guisaban con aceite Ybarra, compraban en las tiendas de los italianos, lavaban la ropa a mano en las pilas de las cocinas, se resistían a aprender inglés y cosían en casa para talleres ajenos a centavo la pieza. No se concedían ni lamentos ni caprichos, se apoyaban unas a otras en los quebrantos, pagaban religiosamente sus alquileres, usaban a sus niños como intérpretes cuando necesitaban abrirse al mundo y tiraban hacia delante con coraje y dignidad, enviando cada tanto al otro lado del océano cartas que narraban pequeños y grandes aconteceres mientras escondían zozobras, preocupaciones y melancolías. Que todo marchaba en orden, relataban casi siempre aunque la crudeza del destierro les siguiera enseñando a menudo los dientes. Que llevaban una vida buena, relataban aunque a veces se sintieran monstruosamente solas en esa tierra ajena, tan lejos de los suyos, de sus campos y sus balcones, de sus hermanos, sus macetas, sus sabores y su sol. Que esperaban regresar dentro de no mucho, aunque con los días les fuera creciendo por dentro la amarga certeza de que esa vuelta que tanto ansiaban quizá nunca acabara llegando. Apenas ninguna hacía mención a los sacrificios y las renuncias, las adversidades, las nostalgias y el llanto callado que las asolaba algunas madrugadas; había, sobre todo, que sobrevivir.

Luciano y su mujer nunca residieron en el barrio porque a él le ofrecieron años atrás la vivienda encima de la tabaquería en la que empezó a trabajar, pero se conocían, cómo no iban a conocerse si casi todos los hombres llegaron juntos y en los años venideros compartieron billares y nochebuenas, tertulias políticas y pícnics de domingo en Prospect Park.

No hubo escapatoria: aunque no todas fueron invitadas por aquello de mantener los números, sí estaban al tanto del reciente casamiento de su paisano con aquella hermosa veinteañera, y las trataron con suma amabilidad.

—Suban si quieren un rato —les ofrecieron—. Aquí arriba, en el segundo, tenemos la sede del Grupo Salmerón. Hoy vamos a reunirnos para organizar una excursión a un campo en Long Island al que llamamos La Sartén; vamos a hacer una matanza y…

—No, muchas gracias, nos vamos ya porque…

No había terminado Victoria cuando notó el codo de su madre clavado justo debajo de las costillas.

—Pero ¿qué pasa? —susurró confundida.

—¿Por qué no me quedo yo? —propuso Remedios con timidez.

La aceptación fue unánime: pues claro que sí, mujer, cómo no. Eso le contestaron, aunque todas tuvieran presente el recuerdo de la difunta Encarna y entre unas y otras cruzaran miradas cómplices y alguna frase queda. Ay, hijica, si la pobre levantara la cabeza…

—Yo no… no… mi… ma… mi marido… —tartamudeó Victoria.

Sonaron varias voces de inmediato: váyase usted, muchacha, nosotras nos encargamos de su madre, nosotras la acompañaremos luego, no se apure. Sin dar todavía crédito, en apenas un minuto, madre e hija se vieron separadas: Remedios, siempre tan timorata y tan refractaria a lo desconocido, impulsada escaleras arriba, arropada por un buen montón de féminas a las que no había visto en su vida; Victoria, plantada junto a la puerta, desconcertada, sin asumir del todo lo que acababa de pasar.

Una necesidad orgánica de comunicarse con alguien que la entendiera fue lo que hizo flaquear los habituales recelos de Remedios y la empujó a dejarse arrastrar por aquellas mujeres tenaces que hablaban parecido a sus propias vecinas de La Trinidad. Escuchar palabras cercanas y expresiones conocidas, reencontrarse unos minutos con lugares comunes y anhelos similares. Nada más.

Y así, mientras Remedios, sentada en la silla que le indicaron, se sentía momentáneamente arropada por una mullida capa de imprevista familiaridad al escuchar a aquellas extrañas, Victoria emprendía sola el regreso a casa, turbada aún. Se iba haciendo tarde, se les había ido la hora, Luciano estaría de vuelta preguntándose dónde se habrían metido…

En eso seguía pensando un buen rato después, mientras abría la puerta y oía ruidos dentro: sí, ya estaba su marido en casa. Incapaz de retener el estupor por la insólita decisión de su madre, recorrió el pasillo narrándole en voz alta lo que había pasado. Oyó movimiento dentro del dormitorio, sería él cambiándose; continuó hablando mientras empezaba a desabrocharse la blusa para sustituirla por algún viejo vestido de percal, no fuera a manchársela al enredar con los peroles.

Alcanzó la puerta mientras terminaba de sacar de su ojal el último de los botones, quedó petrificada en el umbral. No era el padre quien estaba dentro, sino el hijo, bajando una gran maleta vacía de lo alto del armario. Ninguno emitió ni una palabra, los dos permanecieron mudos, como congelados ante la mirada del Cristo que colgaba flaco y doliente sobre el cabecero. Cuando lograron reaccionar, Victoria tragó saliva y se cerró la blusa, juntando los delanteros ante el esternón con las dos manos, él dejó la maleta en el suelo.

Sólo se oía el ruido del despertador en la mesilla de noche del tabaquero.

—¿Te vas a ir entonces?

Le costó un mundo a Victoria sacar de dentro las palabras; Chano asintió, se fue acercando.

—He encontrado trabajo en Manhattan, me mudo a un cuarto en el mismo edificio.

Ella no se había movido de debajo del dintel, él se aproximó hasta quedar frente a frente. Apenas los separaban dos palmos cuando le agarró las muñecas. Sin las manos de ella, la blusa quedó abierta en dos caídas paralelas, a la vista asomaron la combinación y el sostén sobre la carne desnuda. La contempló unos instantes, sin decir nada.

Despacio, en silencio todavía, el boxeador bajó el rostro hasta su escote limpio, rozándola con una delicadeza masculina y rasposa que a ella le erizó la piel. Descendió la nariz hacia el nacimiento del pecho, la olió como si en ello le fuera la vida. Subió luego acariciándola con la mandíbula, como si no quisiera rozarla con aquellas manos que tantas veces habían abierto heridas, partido dientes, roto quijadas. Se alzó hasta su cuello esbelto, deslizó por él la boca, se hundió en el hueco caliente del arranque del pelo. Con la garganta seca y una ola de calor que le ascendía desde las entrañas, Victoria se dejó hacer. Sintió entonces los labios resquebrajados transitando hacia los suyos, inconscientemente cerró los ojos y se pegó al cuerpo firme del hombre encendido.

Fue entonces cuando oyeron la llave en la cerradura.