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El maître los recibió con maneras exquisitas, como probablemente había hecho con todos los grupos, parejas e individuos solos que aquella noche llenaban la imponente Sert Room del hotel Waldorf Astoria. Antes se habían reunido con el conde de Covadonga en el St Moritz; únicamente Tony se adentró en el lobby en su busca; apenas unos minutos después, salieron de nuevo. El uno, ágil e impecable dentro del frac que dejó empeñado en la tienda del judío Bensalem algún pobre diablo al que un mal día se le torcieron las líneas del destino. El otro, con una vestimenta idéntica aunque de su propio guardarropa: levita negra con faldones y solapas de seda, chaleco de piqué marfil, white tie y zapatos de charol: el clásico attire masculino para acudir en la ciudad a cualquier entorno de empaque después de las seis. Sólo que, a diferencia del irrefrenable bolitero de Tampa, el que fuera heredero de la corona de España en la mano derecha llevaba un bastón. Sobre él se apoyaba para sostenerse, aunque no logró enderezar la visible cojera y en la comisura de la boca se le plantaba a cada paso un gesto de dolor.

—¿Está seguro de que puede conducir, señor?

Junto a la acera los esperaba un imponente Aston Martin color verde malaquita; no era el mismo Lincoln al que Mona le ayudó a subir meses atrás. Omitió que no era suyo en propiedad, sino una cesión temporal del concesionario de autos británicos para el que se suponía que trabajaba.

—¡Muero si no lo hago! —dijo tomando las llaves que le tendía un empleado—. Lamento decirles, señoritas, que irán un pelín estrechas en la parte trasera; espero que no se sientan incómodas en exceso.

Ni una protesta salió de las bocas de las hermanas Arenas a pesar de que verdaderamente iban como piojos en costura dentro de aquel minúsculo espacio más destinado a maletines, perros o sombrereras que a dos jóvenes mujeres de talla normal. En la cabeza de Mona seguía bullendo la necesidad de convencer al conde para que accediera a asistir a la inauguración de Las Hijas del Capitán; en la de Luz, Frank Kruzan seguía presente en un tira y afloja de sentimientos, pero recorrer las principales arterias del Midtown en un descapotable con la noche ya entrada fue una experiencia tan estremecedora que no se atrevieron ni a parpadear. Demorándose en recorrer bastantes más tramos de calles y avenidas de los que en verdad necesitaba para llegar desde el St Moritz hasta Park Avenue, el volante diestro del conde las arrastró entre rascacielos plagados de luces, centelleantes anuncios luminosos y concurrencias de automóviles de lujo, vestidos largos y trajes de etiqueta parados frente a las entradas de los elegantes clubs. Los hombros y las nucas de los dos varones en los asientos delanteros les servían de parapeto en las frenadas, el rugido del motor les retronaba en los oídos con cada acelerón, no pudieron evitar chillar en las curvas cerradas al quebrar esquinas, ni que sus melenas recién peinadas ondearan al viento por la velocidad. Tan deslumbradas, tan apabulladas iban, que recorrieron el trayecto entero con los costados pegados como si las hubieran cosido a puntadas, agarradas con fiereza de la mano, muertas ambas de miedo y de euforia y de nervios y de estupor.

El auto se detuvo con un chirrido de frenos. Hemos llegado, anunció el conde exultante. Cuando lograron poner los pies sobre la acera frente a la fachada art déco del Waldorf Astoria, las cabezas de las chicas giraban como si el mundo se les tambaleara alrededor.

Flanquearon las puertas doradas, las acogió un gigantesco hall con techo de altura infinita y el suelo enteramente enmoquetado en color sangre; por decoración, grandes jarrones de alabastro, columnas de estuco y palmeras frondosas de tamaño natural. Sobre sus cabezas se elevaban cuarenta y siete pisos y las mil cuatrocientas habitaciones más caras de toda Nueva York. Covadonga, conocedor del entorno, las dirigió hacia los escalones que conducían a la Sert Room.

Good evening, ladies; good evening, gentlemen. This way, please, indicó el maître con una leve inclinación del espinazo y una sonrisa profesional. Y ellas le siguieron aturdidas, escoltadas por Tony y el expríncipe, Mona enfundada en el vestido largo y granate que le quedaba como hecho a su exacta medida, con la melena oscura cayéndole sobre los hombros huesudos, con los ojos negros más negros y más brillantes que nunca a la luz de los centenares de bombillas que alumbraban la estancia; Luz, resplandeciente y sinuosa envuelta en el de lamé dorado, soltando destellos al caminar. Los acomodó alrededor de una mesa en un sitio excelente; en el momento en que dos atentos camareros les retiraban las butacas tapizadas en terciopelo para que se sentaran, ellas titubearon. Un guiño de Tony les indicó que todo iba bien.

El salón estaba rebosante: docenas de mesas redondas como la suya congregaban a lo mejor de la alta sociedad neoyorkina, a potentados empresarios de Chicago o de Dallas o de Pittsburgh que andaban de negocios por la ciudad y a acaudalados turistas europeos recién desembarcados del Queen Mary o el Normandie. En un flanco se alzaba una amplia tarima llena de instrumentos, pero estaban en el intervalo entre una y otra orquesta, por eso nadie tocaba y la pista de baile se veía vacía. Covadonga preguntó algo relativo a la siguiente actuación a un camarero: cuando éste asintió, él sonrió complacido.

En el aire sin música planeaban las conversaciones, el tintineo de copas y los ruidos de los cubiertos al chocar contra la porcelana, un grupo en un costado estalló súbitamente en una carcajada colectiva, apenas a unos metros de distancia sonó el descorche de una botella de champagne.

—Well, well, well…

Las palabras del conde sonaron a satisfacción gozosa mientras abría el menú: carpetas enteladas en color azafrán llenas de sugerencias que ellas fueron incapaces de entender no sólo porque estaban escritas en inglés, sino porque además ofrecían delicadezas cuyos nombres jamás habían oído: sabores de otras latitudes y propuestas que nunca saldrían de la mísera cocina de El Capitán. Brocheta de vieiras con salsa de calvados y arroz pilaf; gallina de Guinea au gratin potatoes. Pichón glaseado. Grilled chateaubriand.

Tony tomó las riendas con su naturalidad abrumadora, como si llevara media vida en comedores semejantes aunque fuera también la primera vez que pisaba un lugar de esa categoría. Pero le sobraba calle y cintura para adaptarse a lo inesperado con ligereza de prestidigitador y, en apenas un minuto, había cartografiado hasta el milímetro todo lo que le rodeaba: el ambiente en su conjunto, los gestos, maneras y humores del compañero de mesa y el impacto de las preciosas hermanas Arenas mordiéndose el labio inferior mientras se esforzaban por descifrar lo indescifrable pasando las yemas de los pulgares entre las líneas del menú, preguntándose qué demonios sería el glazed smoked ham. O el medallion of young lamb. O el lenguado a la meunière.

—¿Qué pedimos, Tony? —susurró Luz abrumada.

El conseguidor de fortunas clandestinas las salvó del mal trago y decidió por ellas.

—Pienso que a las señoritas les gustará empezar con el consomé.

El conde cerró el menú con un carpetazo súbito y se despreocupó; seguía fumando en su boquilla con una fina sonrisa plasmada en los labios, sin dejar de mirar a través de aquellos inmensos ojos azules, saludando de tanto en tanto a alguien que se acercaba unos segundos a la mesa o lanzando al aire un gesto cordial en respuesta a algún ademán que le llegaba desde la distancia.

La Sert Room los envolvía con sus grandiosos lienzos colgados en las paredes, quince murales pintados en grisalla y oro alternados entre las ventanas, vinculados todos a su patria aunque ellas no lo supieran y probablemente el resto de los presentes tampoco: por allí pululaban don Quijote y Sancho Panza en las bodas de Camacho, arropados por forzudos, funámbulos y trapecistas, toros, borrachos, danzarines, castellers y caballeros, dormilones de siesta, charangas bullangueras y gitanas que leían la buenaventura. Por todo aquello más la decoración completa de la sala, había pagado el hotel al catalán Josep Maria Sert unos años atrás la desorbitada cantidad de ciento cincuenta mil dólares, una fortuna en toda regla.

Ajeno en cualquier caso a los detalles artísticos, el entorno seguía burbujeante mientras los hábiles camareros les servían los primeros platos: consomé color ámbar para los tres. Con gusto habría pedido Tony media docena de ostras de Blue Point como las de Covadonga, total para una vez que alguien lo invitaba a un sitio así. Pero quería ponérselo fácil a las chicas, evitarles el mal trago de enfrentarse a viandas complicadas que intuía que no sabrían de qué manera comer, así que se les sumó al caldo concentrado de carne, algo que entrañaba escaso riesgo. Con todo, miró a derecha e izquierda para comprobar que ellas actuaban correctamente, advirtió a Mona alzando una ceja cuando vio que agarraba las asas de porcelana con ambas manos dispuesta a llevarse la taza a la boca, y musitó entre dientes suave suave a Luz al oírla sorber con un ruido excesivo.

Si lo que pretendían era no dejar en mal lugar a su ilustre anfitrión, no obstante, toda cautela estaba de sobra porque a Alfonso de Borbón lo mismo le daba si sus acompañantes desentonaban o no con el ambiente: estaba empeñado en disfrutar el momento y en apartar durante un rato de su cabeza los problemas que le machacaban de noche y de día. Verdaderamente le importaba entre poco y nada si las hermosas compatriotas que le acompañaban esa noche, a pesar de sus esfuerzos por estar a tono, usaban mal el tenedor y el cuchillo, gesticulaban en exceso, se reían más alto de lo correcto o señalaban con el dedo tieso todo aquello que les llamaba la atención.

—¿De verdad están buenos, señor conde, esos bichos con la pinta tan asquerosa que tienen?

La pregunta de Luz, acompañada por un indisimulado gesto de asco, hizo que los dos hombres se echaran a reír; a Mona le entraron primero ganas de propinarle una patada por debajo de la mesa, pero se acabó sumando. Todavía le escocía el no haber estado pendiente del camino pedregoso por el que había transitado su hermana de la mano de Frank Kruzan, le tranquilizaba verla por unos momentos desinhibida y graciosa como siempre, aunque aún le doliera el lado magullado de la cara que llevaba escondido tras el maquillaje y la cortina de pelo.

Los bichos a los que Luz se refería eran las ostras que estaba tomando el conde. Entre grises y verdosas, brillantes, amorfas.

—Exactamente lo mismo solía decir mi mujer.

A medida que escuchaba sus propias palabras, la sonrisa de Covadonga se le congeló en un rictus. Solía, había dicho, y el tiempo del verbo resonó en sus oídos como una pedrada contra un cristal. Solía decir mi mujer, ésas fueron sus palabras: había hablado de ella en pasado, como si ya no existiera, como si inconscientemente él hubiera asumido que su divorcio no tenía vuelta atrás. En verdad, el desenlace había sido algo natural: a pesar de lo mucho que se querían, el matrimonio había empezado a precipitarse por un despeñadero pocos meses después de la boda en Ouchy, cuando los cambios de humor de él comenzaron a enseñar el rostro y ella lo acabó plantando temporalmente frente a la jubilosa reacción de su padre y su entorno, que ya hablaban en público de una separación con todas las de la ley.

El aire del Atlántico y unos cuantos cables preñados de súplicas lograron por fortuna hacerla reflexionar durante la travesía y, cuando por fin Edelmira desembarcó en Nueva York en su tránsito hacia Cuba envuelta en el fastuoso abrigo de marta cibelina que él le compró para intentar reconquistarla, anunció risueña a la prensa que todo había sido un malentendido, que estaban juntos de nuevo. Seis meses después se reencontraron en Manhattan y viajaron juntos a La Habana y reemprendieron la vida común. Menos de un año más tarde, hacía apenas unos meses, ante las continuas desavenencias, peleas, ingresos hospitalarios y escenas desagradables, a pesar de los constantes reclamos de los suyos para que regresara a Europa, Alfonso de Borbón se trasladó otra vez a Nueva York. Solo, con su secretario y asistente por única compañía: Edelmira no podía ya con ninguno de los dos. Y acá seguía, enzarzado en una maraña de cablegramas, cartas, abogados, familia y amigos que intervenían en nombre de ambos a veces ayudando, a veces incordiando con sus mediaciones, a la espera ya de ninguna solución.

—¿Y dónde está ella ahora, si no es mucho preguntar?

Ahora sí que Mona estuvo a punto de lanzarle a Luz un currusco de pan para que dejara de ser tan indiscreta. Al conde, en cambio, no pareció incomodarle su descaro.

—En La Habana sigue. —Sonrió con un rictus entre el sarcasmo y la amargura—. Acostumbrándose a su nueva vida sin mí.

Se hizo un silencio mientras les retiraban las entradas y les servían los platos principales, el comedor continuaba animado, seguían flotando las charlas mullidas propias de la gente educada: un ambiente diametralmente distinto al de las bullas españolas, gritonas, acaloradas y jaraneras a las que ellas estaban acostumbradas.

Ignorando de momento la descomunal media langosta que le acababan de poner delante, el conde abrió la pitillera de plata, extrajo un nuevo cigarrillo y lo volvió a insertar en su boquilla. Un camarero solícito le acercó una llama, la profunda chupada le adelgazó el rostro.

—No puede soportarme más.

Los impedimentos de su condición física, aquellos dolores que no daban tregua, sus largos días inmovilizado sin poder abandonar la cama, las injerencias externas, su dependencia de las inyecciones que Gottfried le proporcionaba.

Apenas dio la segunda calada a la boquilla, Covadonga aplastó el cigarrillo en el cenicero al tiempo que a la cabeza retornaba el eco de las quejas de su mujer, sus enfados, sus llantos. Mientras la langosta seguía intacta, ninguno de los compañeros de mesa osó empezar su segundo plato. Ternera a la parrilla había pedido Tony para los tres, la más jugosa que jamás habían probado ellas dentro de las muy escasas veces que se habían permitido el lujo de comer buena carne en su vida. Y se les estaba enfriando.

Creyó que serían capaces de superarlo, pero no: eso rememoraba Alfonso de Borbón mientras por fin se decidía a atacar el crustáceo y los demás le imitaban agarrando los cubiertos. La brecha entre Edel y él se fue haciendo cada día más grande. Todas las promesas, todas las generosas renuncias que ambos juraron asumir se acabaron desvaneciendo como volutas en el aire. La realidad se impuso veloz con toda su crudeza, y las palabras dulces y alentadoras que se habían susurrado durante aquellos días de idilio arrebatado a orillas del Lac Léman y en el viaje a Italia y en las semanas londinenses se tornaron en descarnados reproches mutuos y amargas acusaciones.

Mona y Luz cortaban los pedazos de carne a su manera, Tony había desistido de controlar a esas alturas el escaso conocimiento que las chicas tenían de las más elementales normas de etiqueta. Hablaban con la boca llena, bebían agua alzando el codo y haciendo ruido, rebañaban los platos con grandes trozos de pan. Estaban los tres demasiado concentrados escuchando al conde, atentos a lo que les narraba una vez que optó por desprenderse de la melancolía e hizo un esfuerzo por retomar la divertida velada que había planeado. Con humor sarcástico y pinceladas de agridulce desdén les siguió hablando acerca de las desavenencias con su mujer, con su familia política, con las amistades leales o interesadas: como si el suyo hubiera sido un matrimonio malavenido cualquiera y no el colosal escándalo que pasmó a Europa entera y a medio mundo civilizado tan sólo tres años atrás.

—Verdaderamente fue una lástima tener que dejar La Habana…

El movimiento que atisbó en ese instante en el escenario le hizo parar y volver el rostro hacia él. Tras la actuación de la primera orquesta de la noche, los componentes de la segunda se disponían a ocupar sus lugares y, como si fuera un niño que sustituyera un capricho por otro sin un parpadeo, el conde abandonó la langosta y zanjó la conversación, dibujó en la cara una sonrisa de oreja a oreja y arrancó a soltar unas sonoras palmadas.

El resto del comedor aplaudió también en cuanto subió al estrado el director. Cara ancha, nariz prominente, calvo y con fino bigote; sobre la camisa blanca plagada de chorreras, llevaba puesta una extravagante chaqueta de lentejuelas. Saludó entre los aplausos, soltó unas frases en inglés que ellas no entendieron pero que debían de ser bastante graciosas porque todo el mundo las acogió con una monumental carcajada.

El alborozo del público se fue apaciguando, tan sólo se oía a los músicos acomodando sus instrumentos. Ya estaba alzando el director la batuta cuando un grito masculino rasgó el aire de la sala, haciendo que todas las miradas se tornaran súbitas hacia la mesa de las hermanas Arenas.

—¡Cugui, canalla!

El director paró el movimiento, volteó la cabeza y detectó al instante al conde de Covadonga. En lugar de mostrarse irritado, o al menos sorprendido, lanzó una carcajada.

—¡Alfonsito, bandido, qué bueno verte otra vez!

Apenas medio segundo después, culminó el ascenso de la batuta y los bongós, las maracas y las trompetas atestaron la Sert Room.