Tan conmocionados estaban que nadie prestó atención a la camioneta que se detuvo al lado del grupo.
—Hombre, Sendra.
Luciano Barona fue el primero en reconocer al compatriota que salió de detrás del volante. A pesar de tratarse de un tipo bien conocido entre la colonia, no era común verle por la zona. Y menos a aquellas horas tempranas. Llegaba sin afeitar, sin corbata ni chaqueta, tan sólo en camisa sobre la camiseta interior, con los tirantes encima; daba la impresión de que le habían sacado precipitadamente de la cama.
Para extrañeza de todos, ni se molestó en mirar hacia el local, ni devolvió el saludo al tabaquero.
—He tenido que traerla casi a la fuerza.
Sin prolegómenos ni cortesías, se había dirigido a las hermanas mientras señalaba la camioneta, fue entonces cuando todos volvieron hacia ella la mirada. Tras el cristal de la ventanilla, encogida en el asiento con la cabeza gacha, estaba Remedios.
Luz lanzó un grito, Victoria abrió la boca con un grandioso suspiro de alivio y se llevó la mano al corazón, Mona amagó abalanzarse hacia la portezuela.
—¡Un momento!
Sendra sonó rotundo a la vez que abría los brazos como aspas de molino para frenarlas.
—Antes de nada, un consejo: no seáis demasiado duras con ella. Acaba de pasar la peor noche de su vida y para mí que anda un poco…
Hizo un gesto rotando la muñeca con los dedos abiertos: trastornada, quería decir. Las hijas le acribillaron a preguntas: ¿dónde estaba, por qué se fue sola, qué pretendía, cómo la encontró?
—Al parecer salió de aquí por la mañana con la intención de dar conmigo, pero las únicas indicaciones que tenía eran mi propio nombre, el de mi negocio, La Valenciana, y el de la calle, Cherry Street, pronunciado a la manera en que lo pronuncian los españoles que no hablan inglés: cherristrit. Aun así, con tan parcas referencias, sólo Dios sabe cómo se las arregló para casi llegar a su destino; lo habría logrado si no fuera porque, al atravesar Chinatown, la pobre mujer se asustó como un conejo, se perdió y se vino abajo.
Plantado en pie entre ellas y su vehículo como un muro de contención, Sendra les seguía bloqueando el acceso.
—Ha aparecido en nuestro barrio a eso de las cinco de la mañana, la traía una anciana pareja de cantoneses que la encontró acurrucada en plena madrugada en un solar. Que me muera ahora mismo si sé cómo coño llegaron a entenderse entre los tres, pero el caso es que la acompañaron el resto del recorrido hasta llegar a la puerta de mi negocio. Al verlo cerrado, los chinos la han llevado hasta la taberna de Castilla; por fortuna, ayer tarde atracó un vapor portugués y han mantenido la barra abierta toda la noche para la tripulación. Desde allí me vinieron a buscar, y luego yo…
—Pero ¿qué es lo que quería? —chilló Luz impaciente.
—Un montón de cosas sin pies ni cabeza. Que yo hablara con un abogado italiano para algo relativo al caso de la muerte de su padre, que consiguiera que las autoridades os cerraran este negocio, que os obligara a abandonar Nueva York…
Frenó unos instantes, aspiró aire ante la mirada atónita de todos los presentes.
—Mireu, xiquetes, jo crec que la vostra pobra mare no está muy en su sano juicio y por eso, casi a rastras, entre mi mujer y yo la hemos metido en la furgoneta y os la vengo a devolver. Les pasa a algunos inmigrantes, no es la primera ni la última vez que he visto y veré algo así: no logran adaptarse y acaban perdiendo el norte, llega un momento en que todo los supera y hasta se les deteriora la razón.
Las tres continuaban repartiendo las miradas entre Sendra y el vehículo, mordiéndose la lengua para no interrumpirle, agarrotando los cuerpos para vencer la tentación de ir a sacarla.
—A pesar de que le hemos insistido, no ha querido comer ni beber un simple sorbo de agua. Y… —El hombre bajó la voz incómodo—: Y más vale que le deis un buen baño y la cambiéis de ropa porque, además de cagarse metafóricamente en mis muertos por negarme a sus propuestas y empeñarme en traerla de vuelta, para mí que se ha hecho todas sus verdaderas necesidades encima.
La sacaron del auto entre las tres mientras el dueño de La Valenciana, consciente por fin de lo que allí pasaba, preguntaba a los hombres por qué demonios el local presentaba aquel aspecto inmundo.
Apestosa, mugrienta, hambrienta, exhausta, así regresaba Remedios tras su insensata aventura, sin fuerzas para quejarse ni oponer resistencia, con los oídos atronados por los gritos de sus hijas, que se pasaron por el arco de triunfo los consejos del alicantino y la increpaban desatadas las tres a una. Pero ¿cómo se le ocurre, madre, pero cómo nos ha dado este susto, pero es que se ha vuelto loca?
Apenas habían logrado erguirla en la acera cuando una voz se interpuso contundente.
—A ver, por favor, déjenme un momento…
Era César Osorio, el doctor. No le hicieron ni caso, siguieron con su embestida: pero ¡viene usted hecha un asco, pero en qué cabeza cabe largarse así!
—Por favor, señoritas —repitió con autoridad.
Cruzaron miradas entre ellas, dubitativas.
—Permítanme que le tome el pulso, es importante.
Aun sin estar convencidas, las tres dieron un paso atrás.
—Voy a examinarla, señora. Será sólo un segundo, ya verá.
Presupusieron que sería cosa de unos instantes, que su madre iba a mandar al joven médico a tomar viento con cajas destempladas, pero la incredulidad de las tres fue mayúscula cuando comprobaron que ella, mansamente, se dejaba hacer. La córnea, la pupila, las parótidas, la lengua. Y más confundidas quedaron todavía cuando César Osorio, en apariencia satisfecho tras su breve examen, le tendió con amable cortesía el brazo y ella se lo agarró. Ni una sola mirada dedicó Remedios a sus hijas o al local causante de su agonía: aferrada al doctor, a pequeños pasos, echó a andar.
Tan confusas estaban, tan desoladas, que no reaccionaron hasta que Barona las impulsó a que emprendieran el paso tras la chocante pareja.
—Venga, muchachas, ya veremos luego qué hacemos con este desaguisado; de momento hay que volver con ella a casa; venga, venga, vamos todos para allá…
Recorrieron despacio la acera en un grupo más o menos compacto, a ninguno le quedaba en los huesos ni ánimo ni energía para hacerlo de alguna otra manera. Remedios y el doctor por delante; Mona y Luz un paso atrás, a los costados. Cerraban la comitiva el tabaquero sosteniendo a una Victoria agotada, la vecina gallega y un pobre Fidel que ya no era ni la sombra del morocho del Abasto.
Avanzaban por la acera sur de la Catorce, algunos vecinos que abandonaban sus casas y aún no se habían enterado del incidente los miraron con gesto curioso, otros que ya estaban al tanto les lanzaron frases de aliento. Pasaban a la altura de Casa Moneo cuando él salió de la cercana boca del metro y los vio venir de frente, componiendo un grupo cohesionado aun con las piezas bien definidas.
Acudía el tampeño en busca de Mona, ansioso, nervioso, dispuesto a aporrear su puerta, a sacarla de la cama si hacía falta. No tenía la menor idea de lo que había ocurrido en Las Hijas del Capitán, tan sólo ansiaba contarle, ponerla al tanto del agrio percance en el Fornos, del golpe de Covadonga en la pierna, su doloroso derrumbamiento y su traslado urgente al hospital. De la situación crítica en que entró y de cómo él, Tony, con un súbito estupor, cayó en la cuenta de que el heredero del trono no tenía a nadie más. Ni familia, ni amigos verdaderos. Nadie excepto a él.
A lo largo de todas esas horas pavorosas en el Presbyterian Hospital junto a aquel hombre prácticamente desconocido de quien, por unas cuantas carambolas imprevistas, se había convertido en único valedor, sólo el recuerdo de Mona le sirvió a Tony de compañía y le proporcionó serenidad; ella era la única persona en el mundo que le unía al conde, la única que lograría entenderlo. Por eso iba en su busca cuando aún estaba entrando la mañana, con la esperanza de encontrarla ya despierta en el que creía que iba a ser el día del arranque de su valiente negocio: para hacerle saber que Alfonso de Borbón había escapado de la muerte por los pelos, para compartir con ella su alivio, reír a carcajadas ante el miedo pasado, sosegarla diciéndole que todo saldría bien en su gran noche, quizá besarla otra vez.
Traía el traje más arrugado que nunca y abierto el cuello de la camisa, el pelo endemoniado, la corbata en el bolsillo, un despunte de barba trasnochada y la euforia bulléndole en las sienes. Quería verla, necesitaba verla ya. El panorama del grupo a unos metros de distancia de la boca del metro partió su ímpetu de raíz.
Además de los rostros exhaustos y el andar alicaído, algo más chirrió al bolitero en aquella estampa. O mejor dicho, alguien más: el hombre joven de sweater azul que los acompañaba, el único miembro del grupo a quien no conocía. Con aspecto atildado y cuidado extremo, sostenía atento a la madre mientras ésta caminaba arrastrando los pies. El gesto solícito, sin embargo, le cambió al desconocido tan pronto oyó a Mona susurrar su nombre.
—Tony —dijo ella con voz ahogada.
Y el semblante del otro, al escucharla, se transmutó.
A pesar de la noche en vela y del tremendo susto pasado, el tampeño lo tuvo claro desde un primer instante, como si le hubiera iluminado un fogonazo de lucidez: a aquel tipo la pobre Remedios le importaba tres pimientos. Era Mona la que absorbía todo su interés.