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Aguardó paciente, hasta que los vio salir juntos media hora después; observó todos sus movimientos mientras ella acompañaba al doctor hasta un Ford aparcado, al tiempo que cruzaban unas cuantas frases a modo de adiós y el otro dudaba un instante, como si no quisiera irse todavía o pretendiera concluir la despedida de una manera distinta, menos distante, más cálida. Cuando Tony comprobó que el auto se integraba en el tránsito de la Séptima avenida, salió de su refugio en el portal vecino.

—Cuéntame despacio qué pasó.

Al verlo de pronto, inesperado, próximo, parado junto a ella en medio de la acera, Mona cerró los puños y se clavó las uñas en las palmas de las manos; necesitó coraje para contener el impulso de aferrarse a él, refugiarse en su cuello y echarse a llorar. Tenía los ojos enrojecidos y agotamiento en el rostro, entre los mechones del pelo, más revuelto y rebelde que nunca, se le habían metido ceniza y virutas de porquería.

—Ya te lo hemos dicho antes —susurró conteniéndose—. No han dejado nada en pie.

Habían puesto a Tony al tanto nada más encontrarse con él, escuetamente. Y después lo plantaron en la calle, ajeno y solo, mientras todos entraban en el edificio de ladrillo rojo; César Osorio les cedió el paso uno a uno y se encargó de cerrar la puerta a su espalda, consciente de que él se quedaba atrás. La reacción que el doctor percibió en Mona cuando ella vio a aquel tipo flaco de pelo claro y aspecto descuidado le había puesto en guardia: de forma instintiva notó que entre ambos manaba una corriente de complicidad. No sabía quién era, ya intentaría averiguarlo, pero desde luego no se trataba de un simple vecino como el bobo del tal Fidel; aquel tipo tenía otro porte a pesar de su desaliño, transpiraba otro talante, otra seguridad. De momento, en cualquier caso, lo que le interesó al médico fue que ella subiera con todos hasta el apartamento, sin detenerse con él. Los aconteceres de la noche y la mañana le iban proporcionando unas oportunidades insospechadas para implicarse en su mundo, no estaba dispuesto el doctor Osorio a esas alturas a que todo se le volviera del revés, y menos por un desastrado que a aquellas horas llegaba sin duda de farra, con el traje hecho una pasa, los ojos febriles y un pico de corbata saliéndole de un bolsillo.

—Según están las cosas, supongo que este asunto del conde ya no te afecta ahora que no habrá inauguración, pero quería que supieras…

En un intento desesperado por animarla siquiera una pizca, le empezó a narrar lo que había ocurrido en el Fornos y el hospital, quiso sacar empuje y sonar animoso, desplegó sus mejores artes de vendedor de ilusiones. No logró ningún efecto en ella, sin embargo: era como si la capacidad de reacción de Mona se hubiera consumido tras las horas tremebundas que llevaba a las espaldas.

Seguían en pie los dos en plena calle, cara a cara; sin decírselo uno a otro, ambos compartían la sensación de que fue casi en otra vida cuando se colaron en el St Moritz, recorrieron la noche neoyorkina a bordo de un descapotable y cenaron en el Waldorf invitados por un frágil príncipe que ahora reposaba sedado mientras su regia familia, al otro lado del Atlántico, volvía a ser alertada por cablegrama.

—Tony, tengo que irme.

Con apenas un murmullo, Mona optó por cortar de un tajo la conversación. Qué más daba todo eso ya. El príncipe que nunca reinaría, la disputa entre monárquicos y republicanos en el patio del restaurante, la hemorragia y las transfusiones… Covadonga estaba fuera de peligro, eso le bastaba. Todo lo demás quedaba a una eternidad del interés de la mediana de las Arenas a esa hora en la que la mañana del incipiente verano ya se había asentado en la Catorce con toda su contundencia: gentes, autos, ruidos, prisas. Y aunque el hombre de cuerpo de mimbre y mirar verdoso que tenía enfrente le seguía atrayendo y habría dado cualquier cosa por consolarse con el rostro hundido en su pecho, aún le quedaba la lucidez suficiente como para saber que lo que más le convenía era apartarse.

—No sé adónde pretendes ir pero ¿me dejas que te acompañe?

Se miraron largamente, cansados ambos, desolados cada cual a su manera.

La respuesta salió firme de su boca.

—Mejor que no.

 

 

En Casa María la noticia del destrozo estaba corriendo por la larga mesa del desayuno junto con el pan tostado y la mantequilla, por eso surgieron chisteos de aviso nada más ver a Mona y el bullicio de la conversación cesó de súbito. Todas las mujeres, monjas y no monjas, le dieron los buenos días disimulando, ella respondió entre dientes y prosiguió su camino.

Para su desconcierto, no encontró a sor Lito en su estudio. Ni en su dormitorio. Ni en la parca biblioteca. La orientó al fin una monja añosa con la que se cruzó por la escalera.

—Prueba en la capilla, hija mía; hace un rato me pareció verla entrar.

Hacia allá se encaminó, abrió la puerta con sigilo. Fresca, pequeña y oscura, la capilla olía a cirio encendido. Ahí estaba sor Lito, en efecto, arrodillada en un banco delantero, con su cuerpo chato echado hacia delante, los codos apoyados sobre la parte superior y la cabeza sin toca hundida entre ellos.

No se acercó, simplemente se sentó al fondo, a esperar a que la religiosa terminara con sus devociones. Fijó su mirada exhausta en una Virgen con manto celeste y las manos extendidas que se erguía sobre una peana con forma de bola del mundo. Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, musitó de carrerilla con la boca seca; nunca fue la familia Arenas muy de fervores y liturgias, pero Mama Pepa le enseñó a rezar de niña y aún tenía las oraciones clavadas en los huesos. Antes del ruega por nosotros pecadores, la venció el sueño.

Por su mente pasaron raudos montones de fogonazos deshilvanados: seres anónimos que jaleaban y batían palmas alrededor de una hoguera junto al mar, el conde de Covadonga caído en el suelo, ella misma conduciendo el automóvil del doctor Osorio por las calles oscuras del Village, Tony que la abrazaba dentro de un ascensor que no llegaba a ningún sitio…

Se despertó con una brusca sacudida al notar que una mano le apretaba la rodilla, aturdida, totalmente desorientada; pasaron unos instantes hasta que las piezas encajaron en su mente y logró reubicarse: Casa María, capilla, mañana siguiente al desastre. No había ninguna fogata, ni Alfonso de Borbón ni el sobrino de doña Maxi estaban allí y a Tony, en vez de abrazarle como habría querido, acababa de dejarlo plantado en medio de la calle. Sentada a su lado tan sólo encontró a sor Lito.

—Venías a buscarme, supongo.

Asintió con la barbilla, le costaba un trabajo infinito sacar las palabras, su cabeza seguía entumecida.

—Nos han… Nos han…

—Les echaron abajo el negocio, ya sé.

—Y fue… Y fue…

—Mazza, el abogado, sí. O los hombres que él mandó, da igual.

Se hizo de nuevo el silencio mientras seguían sentadas en el banco de madera con la vista perdida, frente a la Milagrosa y su mirada de escayola.

—Fue todo por mi culpa. Por mi cerrazón y mi testarudez.

—No diga usted eso, hermana…

—Lleva acosándome desde el principio, ya lo sabes tú. Y aunque no quisiste contarlo a nadie, sé que a ti te hostigó también.

Mona rememoró borrosamente la noche en que la metieron en un auto a la fuerza y la llevaron a aquel muelle, su carrera enloquecida, el inquietante sobrino, el terror. No hacía tanto de eso, pero le pareció que desde entonces hasta aquella mañana había transcurrido media vida.

—Tendría que haber cedido desde un principio, por el bien de ustedes —añadió sor Lito con voz apagada, como si hablara consigo misma—. Cuando un desgraciado semejante se te cruza en el camino, más vale tirar la toalla a tiempo. Pero me pudo mi propio orgullo, confundí sensatez con cobardía. Y me equivoqué.

—Ya da igual, hermana. Ya da todo igual…

La tajante negativa de la monja retumbó con eco entre las paredes de la pequeña capilla.

—¡No, no, no! —Detrás llegó un acceso de tos; cuando logró calmarla, volvió a bajar la voz—. Cada cual debe asumir sus errores y aunque…

Se paró unos instantes, respiraba con esfuerzo, Mona la seguía mirando. La penumbra envolvía el entorno, pero aun así podía apreciarla: demacrada, macilenta, con el pelo a trasquilones más cano y ralo que nunca, las carnes de la cara descolgadas, unas gigantescas bolsas bajo los ojos y centenares de arrugas profundas que le cruzaban la piel.

—Estoy enferma, muchacha. Llevo tiempo encontrándome mal, pero desconocía el alcance verdadero hasta anteayer. Fue entonces cuando supe que no iba a llegarme la vida para llevar hasta el final este caso de ustedes, y decidí que lo más sensato era claudicar. Quedé en verme con Mazza a mediodía para negociar finalmente; muy a mi pesar, iba a darle una inmensa satisfacción. Pero a media mañana vino Remedios con sus reclamos y sus asperezas… Y por la más pura e insensata insolencia, como si con ello le plantara a tu madre un sopapo en la cara, me envalentoné y no asistí a la reunión.

A Mona se le atoró la saliva en la boca, quería decir algo, cualquier frase de consuelo, pero no le salió.

—Lo que a ustedes les hicieron en el negocio no es más que una respuesta a mi espantada. Por pretender darle absurdamente una lección a la pobre mujer, puse a Mazza en el disparadero. Y, en un efecto rebote, yo, que tenía por misión protegerlas, mis niñas, acabé abriendo la puerta de los leones.

El silencio compacto volvió a llenar la pequeña capilla, ninguna se dio cuenta de que alguien las estaba escuchando tras la puerta entornada: un alguien que ahora lamentaba no haber tomado medidas tajantes, no haberse responsabilizado siendo ya como era, para lo bueno y lo malo, una parte integral de la familia.

La madera del banco crujió cuando ambas se pusieron en pie; Mona tuvo que ayudar a la monja tirándole de un brazo, le faltaban las fuerzas.

Luciano Barona, a sus espaldas, ya sabía lo que necesitaba y optó por marcharse sin hacer ruido. No llegó a oír la última frase de sor Lito cuando se persignó antes de salir y farfulló con el ceño contraído:

—Que me perdone el Altísimo, pero hay días en que la vida se vuelve un contradiós.