Coincidieron Mona y Luz en la esquina de la Séptima, arrastrando cada una su pesadumbre como quien tira de un saco cargado de piedras negras. Turbadas, frustradas, rabiosas. Una salía del trabajo, otra llegaba desde la parada del autobús. Al tenerse frente a frente, ambas dudaron unos instantes, vacilando entre seguirse ocultando sus pesadumbres o compartirlas como siempre hicieron. Habían sido tantos los desaciertos y los errores, tan profundos el desencanto y el dolor, que ambas parecían haber perdido la capacidad de sincerarse.
Qué te pasa, iba a preguntar Mona al ver el rostro apesadumbrado de Luz; por qué tienes esa cara descompuesta, iba a decir la pequeña de las Arenas. Pero ninguna lo hizo porque, tan pronto estuvieron cara a cara, alguien se interpuso.
—A su casa iba a buscarlas ahora mismo, señoritas. Sor Lito quiere verlas, dice que es urgente.
Era una de las chicas de Casa María, poco más que una niña rescatada de la depravación y la crudeza de las calles.
Se miraron las hermanas, conscientes de que las dos silenciaban algo. Sin palabras aún, acordaron postergar el contarse lo que a cada una la corroía. Tanto llevaban callado que no iba a hundirse el mundo por demorarse otra media hora.
Ni se les ocurrió subir al apartamento a poner al tanto a su madre y a Victoria del aviso de la monja; para qué, si la una resultaría más que una carga latosa y la otra iba a negarse a bajar.
No encontraron a sor Lito tras su mesa, sino reclinada en un sillón orejero. Tampoco vieron el barullo de legajos, libros y trastos que antes siempre campaba a sus anchas por todos los rincones: parecía como si una mano voluntariosa hubiera apaciguado el caos. Todas las superficies lucían ahora ordenadas, los volúmenes cerrados y colocados verticalmente, las carpetas formaban pilas compactas en un orden melancólico: tristes evidencias de que la religiosa incendiaria ya no podía trabajar.
A duras penas consiguieron morderse la lengua y no soltar un exabrupto compasivo. Pero, hermana, por Dios bendito… Su cuerpo parecía haberse consumido dentro del hábito, la carne cetrina se le desparramaba en pliegues por los carrillos y la papada.
Al lado, sentado en una simple silla, había un hombre que al verlas llegar se apresuró a ponerse en pie. Corbata discreta, lentes redondas de montura fina y cabello claro con entradas. Treinta y tantos, ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo.
—Adelante, muchachas, adelante.
La voz cascada de la religiosa, en otros tiempos tan llena de ironía, sonaba ahora fatigosa y frágil.
—Pensaba decírselo más adelante yo sola, cuando todo estuviera ya rematado, pero según me encuentro, creo que es mejor que lo conozcan ya.
Alzó los hombros con gesto de impotencia. Se agotaba sor Lito, se le iba la vida.
El tipo se adelantó un par de pasos, William Lanford, pleased to meet you, dijo con tono educado, profesional. O así sonó al menos. Les tendió la mano apretando los labios y estirándolos luego, asintiendo con el mentón aunque no había nada a lo que asentir: era su forma de indicar con cortesía que no hablaba español. Ellas respondieron al saludo alargando lentamente unos dedos flojos, sin alma: no supieron reaccionar de otra manera.
Economizando frases para evitar ahogarse, sor Lito las puso al tanto.
—Trabaja para un despacho que lleva algunos casos similares, mis niñas. Cada vez que necesite reunirse con ustedes, dejará recado en La Nacional. —Hizo una pausa, respiró hondo un par de veces—. Irá con un traductor, el bufete de mister Lanford correrá con esos gastos.
Giró el rostro hacia el abogado, volvió a absorber aire.
—Es buen profesional —musitó—, seguro que va a esforzarse…
Apenas la escuchaban, habían captado el grueso de la noticia y todavía estaban asimilándolo: sor Lito traspasaba su suerte a unas manos ajenas porque la vida se le iba de entre las suyas. Así de penoso era, así de real. Si el orden de la habitación rezumaba tristeza, el rostro de la religiosa lo verificaba más todavía: no sólo por los estragos de la enfermedad, sino también por la sensación de fracaso que tenía grabada entre las arrugas, la frustración por no haber logrado cumplir con su responsabilidad hasta el final. Derrotada, así se sentía aquella mujer que escapó de las más hondas miserias y a la que nada ni nadie, ni las adversidades más amargas, ni los desaprensivos más ruines, consiguieron nunca tumbar. Hasta ese día.
Prosiguió un penoso rato de conversación entrecortada sobre plazos y maneras, el abogado se acabó marchando llevándose bajo el brazo una carpeta de cartón granate repleta de papeles: todos los expedientes y documentos legales relativos a la muerte de Emilio Arenas. Allá iban las denuncias, las declaraciones, las cartas exculpatorias de la Trasatlántica, las ofertas dolorosamente rechazadas, los reclamos posteriores, las preocupaciones de los largos meses que llevaban a la espera. A esas alturas, mejor no preguntarse si todo aquello había valido la pena, si no habría sido más sensato haberse embarcado de vuelta con los pasajes y los dineros que desde un principio les pusieron encima de la mesa. Tantos pesares se habrían ahorrado, tanto desconsuelo.
Tampoco tardaron ellas en retirarse, sor Lito estaba exhausta, debía descansar. Conmovidas, con la sangre helada, apenas salieron se quedaron paradas junto a la puerta de Casa María, como si les faltaran las razones para moverse hacia ningún sitio.
Fue Luz quien tomó la iniciativa. Enlazando su brazo con el de Mona, se apretó contra su cuerpo y la impulsó a caminar en dirección contraria a su casa, abriéndole por fin el corazón. Hacia el río iban sin rumbo fijo, se alejaban de su entorno más cercano, serias y abstraídas, intentando serenar sus mentes alteradas, recomponer entre ellas la confianza que los golpes y los quiebros les habían obligado a perder.
A punto estaban de cruzar la Novena cuando Mona tiró bruscamente de su hermana, sacándola de la acera. Ambas quedaron medio escondidas en el hueco del escaparate de una farmacia.
—Pero ¿qué haces? —preguntó Luz alarmada.
—¡Calla! ¡Calla y mira!
Señalaba con la barbilla hacia la puerta de un café vecino, de él salían dos individuos. En cuestión de segundos, se estrecharon las manos, musitaron unas brevísimas palabras de despedida y separaron sus caminos: uno avenida arriba, el otro hacia un Chevrolet aparcado junto a la acera.
El primero era el abogado Lanford con el que acababan de reunirse en el despacho de sor Lito; llevaba las manos vacías.
El segundo, un joven achaparrado, anodino, moreno de frente estrecha, con el cabello rizado y brillante. Del cuello le colgaba una corbata chillona y bajo el brazo portaba algo que ambas reconocieron al instante. Su identidad la aclaró Mona en un susurro nervioso:
—Es Tomasso, el sobrino de Mazza.
No hizo falta que vieran cómo, momentos antes, un fajo de billetes había pasado de mano en mano por debajo de la mesa que ocuparon, ni cómo el americano dejó estampada su firma en el documento que el otro le puso delante por orden de su tío. La carpeta granate que ahora agarraba Tomasso fue evidencia suficiente: abusando de la debilidad de sor Lito y engañándolas a ellas con insultante descaro, Lanford acababa de traicionarlas. Todo debía de estar previsto: el encuentro en el café, la entrega de los documentos. Después de codiciarla tanto, la suerte de las Arenas era por fin propiedad del miserable Mazza. Y con la constancia de ese burdo trueque, Mona y Luz tuvieron plena consciencia de que sus opciones de salir a flote se encogían hasta hacerse chiquitas chiquitas. Los medios, los asideros, la ansiada indemnización que les permitiría retornar a su mundo con un respaldo para sobrevivir se volatilizaban delante de sus propios ojos. Sin que ellas reaccionaran. Sin posibilidad de volver atrás.
Se apretaron cuerpo con cuerpo todavía, ocultas tras los cristales del escaparate de la botica, compartiendo estupor entre anuncios de tabletas de magnesio y botes de ungüentos musculares. Algo sin nombre empezó a recorrerlas por dentro, trepando desde los pies.
Hartas. Hartas. Hartas estaban de hombres que no las querían o las querían malamente. Hombres que pretendían usarlas a su antojo sin que les importara si las defraudaban, o las humillaban, o las degradaban, o las herían. Frank Kruzan y sus abusos. El doctor César Osorio y su vergonzante engaño cuando estaba a punto de comprometerse, sin tener la hombría de confesarlo, con otra mujer de su mismo nivel social. Aquel abogado oportunista que acababa de venderlas, el sobrino achantado y cobarde de la corbata amarillo limón. Y por encima de ellos, con su ciega brutalidad homicida, Fabrizio Mazza. El peor. El más perverso.
La voz de Mona sonó sorda y seca, pero firme.
—¿Y hasta cuándo vamos a seguir nosotras tragando mierda? ¿Hasta que ese cerdo nos ahogue una a una y se libre de las tres?