Encontraron los datos labrados en una placa de latón bruñido, subieron al segundo piso para dar con lo previsible: una puerta cerrada. Dudaron entre llamar o no al timbre, optaron por hacerlo; de haber abierto alguien, habrían aparentado una inocente equivocación. Pero nadie atendió, ni a la primera, ni cuando insistieron con largos timbrazos para asegurarse. Bajaron de nuevo, retornaron al parque. Ya tenían el sitio exacto localizado, el segundo paso dado tras averiguar la dirección.
El tercero se le ocurrió a Luz.
—¿Y si llamamos a Fidel?
Tenía habilidad con las manos, tenía herramientas en el negocio, y era tan imprudente y tan arrebatado como ellas mismas; si lograba zafarse del padre, no se negaría. Al fin y al cabo, aquello también era asunto suyo, a él también le había hecho un boquete en el alma el destrozo de Las Hijas del Capitán.
Lo telefonearon desde un establecimiento cercano; por suerte fue él quien respondió al teléfono. Ok, ok, ok, dijo a todo; cómo iba a negarse el pobre Fidel al reclamo de aquellas chicas que habían entrado en su vida para sacudirle entero aunque todo el proyecto que montaron en común hubiera acabado en el fracaso más monumental. Lo que ellas quisieran pedirle era ley para él, la vida entera habría dado por aquellas tres hermanas osadas y cautivadoras que durante un tiempo le ayudaron a soñar con un futuro al margen de su patético quehacer, un porvenir lleno de tangos, aplausos y hermosas mujeres que nunca llegó a cuajar, pero a cuya quimera seguía él cada noche durmiendo aferrado en su triste dormitorio. Cualquier cosa por ellas. Y, sobre todo, por Luz.
Llegó en breve, sin resuello pero pletórico, estaba ya anocheciendo. Prefirió no contarles cómo se había escapado saltando por dos patios traseros y la que iba a caerle encima cuando su padre se diera cuenta de que tendría que contender a solas con el cadáver de una vieja portuguesa de la Dieciséis. El contenido de la bolsa de cuero que le colgaba del hombro sonó metálico al darle un par de palmadas: en él cargaba su utillaje de palancas y ganzúas.
Se escurrieron de nuevo dentro del edificio, retornaron a la planta precisa. Los cuerpos de Mona y Luz le sirvieron de parapeto para ocultarse, aunque la precaución fue innecesaria: durante el breve tiempo que tardó en forzar la puerta, nadie pisó el descansillo ni salió de ninguna vivienda contigua. Ni cuando entraron los tres de golpe en el domicilio ajeno. Ni cuando cerraron tras de sí.
El alivio se les mezcló con el pánico al verse en el oscuro recibidor, olía a falta de ventilación, a sudor y a humo estancado. En silencio absoluto, acobardados, guiados por la intuición de una leve claridad al fondo, avanzaron por un pasillo central pisando la tarima cuidadosamente, intentando evitar que crujiera sin conseguirlo del todo. Al final del breve corredor se abría la estancia que hacía de despacho, con tres ventanas voladas sobre la plaza. Ya había caído la noche, a través de ellas entraba tan sólo el resplandor flojo de las farolas, se negaron a encender la luz eléctrica.
Mona se asomó a una, lanzó el aviso.
—Hay que ir mirando, por si regresan.
Empezaron la búsqueda entre las sombras, su objetivo primario era la carpeta granate de sor Lito con los expedientes. El secundario no lo sabían: cualquier cosa.
Mona y Luz se inclinaron sobre la mesa grande y pesada, tanteando medio a ciegas sobre la superficie; Fidel se alejó hacia las otras habitaciones, oyeron cómo encendía un mechero.
Calladas como tumbas, las cuatro manos de las Arenas alzaron cuidadosas otras carpetas y carpetillas, legajos, archivadores, documentos cosidos, documentos sueltos. Nada. Allí no estaba lo suyo. En algún momento, sin querer, Mona dio un codazo a un tomo que se estampó sonoro contra el suelo, creyeron que el corazón se les paraba. Alternativamente, una ahora, otra después, se fueron asomando de tanto en tanto a observar la calle a través de los cristales sucios, no los vieron. Abrieron luego cajones, de todo hallaron en ellos: facturas, lápices, secantes, sobres, botes de tinta, plumines. Al llegar al tercero de la parte izquierda, Luz clavó los dedos en el brazo de Mona.
—Mira —susurró con voz ahogada.
Dentro se vislumbraba el volumen oscuro de una pistola.
Todavía la contemplaban acobardadas cuando oyeron los pasos de Fidel resonando en la distancia, acercándose sin asomo de cautela; se dirigía hacia ellas rezumando urgencia, traía algo entre las manos.
—Esto estaba en el armario de un dormitorio, al fondo, tapado con una manta.
Las distinguieron inmediatamente bajo la luz del encendedor. Luz se tapó la boca para frenar un grito, Mona apretó los ojos con fuerza, como si quisiera evitar que aquella imagen siniestra le entrase en la retina.
Tres cajas apiladas de cigarros Cuesta-Rey, con la inconfundible imagen de la casa tabaquera sobre las tapas: el perfil de una hermosa joven de traje blanco, perlas al cuello y flores rojas insertadas en la melena. Made in Tampa, leyeron. Venían atadas con aquella tira de tela que tan familiar les era: el testimonio de que Luciano Barona había estado en esa casa con su mercancía.
—Vámonos, vámonos… —susurró Mona con voz desmayada.
Los otros, aterrorizados, no se movieron.
—¡Venga, vámonos! —insistió alzando el tono—. ¡Fidel, deja esas cajas en su sitio, Luz asómate a la ventana!
Ella entretanto dio otro barrido febril a la estancia, recorriendo las superficies entre las sombras mientras sentía una opresión en el pecho que casi la ahogaba. La certeza le machacaba las sienes como un tambor alocado: ahí había estado el pobre de Luciano cargando por última vez con sus cajas de tabacos, apretando por última vez el cordón de algodón entre las manos.
Hasta que vio súbitamente lo que llevaban buscando ya un rato largo: la carpeta con sus expedientes, sobre un estante junto a la puerta, como si estuviera aguardando a que alguien la trasladara a otro destino tan pronto arrancase la mañana. En ese preciso instante, oyó el grito aterrado de Luz.
—¡Vienen! ¡Ya vuelven los dos!
Fidel llegó a la carrera, Mona plantó las manos sobre la carpeta, dudando, con la mente medio atrofiada, esforzándose por recobrar la calma. Demasiado previsible, acertó a pensar finalmente con un ramalazo de lucidez. Demasiado acusador contra ellas mismas si se la llevaban. La devolvió a su balda, lanzó una orden en tres palabras:
—¡Vamos, fuera, ya!
Salieron sin precaución, como potros.
—¡Arriba! —ordenó.
Subieron en tropel, alcanzaron el descansillo del piso superior en el momento en que los hombres enfilaban la escalera. Con las espaldas apretadas contra la pared, apelotonados entre ellos con la respiración contenida, escucharon los pasos del tío y el sobrino llegar a su planta, acercarse a su vivienda, proferir una blasfemia al ver la puerta violentada.
—What the hell!
En cuanto los oyeron adentrarse en el apartamento, las hermanas y Fidel se precipitaron hacia la planta baja saltando de tres en tres los escalones como si los persiguiera el mismo Satán. Pisaban las baldosas del portal cuando Tomasso asomó la cabeza y medio cuerpo por el hueco, lanzó entonces un grito amenazante, pero no logró verlos. Aún retumbaba su bramido entre las paredes cuando ya estaban fuera.