Deambularon con paso raudo por una maraña de calles cortas y oscuras, haciendo deliberados quiebros al camino por si acaso se les ocurría seguirlos. En algunos portales había tertulias de italianos en camiseta que hablaban a voces mientras fumaban; en algunos tramos, grupos de varones adolescentes que se metían unos con otros y reían soltando gallos.
No se detuvieron en ningún momento, no hablaron entre ellos, tan sólo se dejaron llevar por el impulso de sus piernas jóvenes hasta llegar a las luces de la Séptima avenida.
—Hijo de perra… —musitó Mona cuando el horizonte por fin se le hizo más ancho y menos siniestro.
—¿Y ahora qué vamos a hacer? —preguntó Luz todavía anonadada.
—Volver a casa y pensar. No se me ocurre otra cosa. —Hablaba Mona con tono desfallecido, como si todo lo visto y hecho le hubiera consumido la energía—. Y además, a madre estará a punto de darle un síncope, sin saber de nosotras a estas horas.
La mención de las horas hizo a Fidel darse un palmetazo en la frente.
—¡La esquela!
Ellas le miraron sin entender a qué se refería.
—A partir de las once de la noche no admiten más esquelas ni más anuncios ni más nada en La Prensa, ¿qué hora es?
Se abalanzó contra un viandante para preguntarle, pero no llevaba reloj; paró luego a una pareja. Las once y diez, dijo la señora.
—La esquela de la portuguesa, damn it, mi padre me mata como no salga publicada mañana, pero ya no me contestan al teléfono seguro —masculló encadenando frases con un ritmo arrebatado—. Tengo que bajar a Canal Street, a las oficinas del periódico, ¿os importa subir solas hasta la Catorce? Estamos cerca, no va a llevaros más de…
—Fidel, eso de los anuncios y las esquelas —le interrumpió Mona dubitativa— ¿cómo funciona?
Todo lo acontecido en las últimas horas había empujado hasta el fondo de su memoria el amargo trago en casa de doña Maxi: la ratificación de que César Osorio era un cretino que le juraba un afecto apasionado mientras en paralelo pedía la mano de una joven aristócrata. Otro canalla, el doctor, otro mal hombre sin escrúpulos, dispuesto a pisotear su dignidad.
—Pues tú los encargas, dices qué quieres que pongan…
—¿Y hay que pagarlos a toca teja?
—Depende —dijo precipitado—. Otro día te lo cuento, ahora he de apurarme.
Mona lo agarró imperiosa.
—Espera —ordenó—. Necesito que me contestes ahora mismo.
El otro suspiró resignado.
—Pues si eres alguien a quien no conocen, una persona cualquiera que quiere sin más un anuncio o un aviso o una esquela, supongo que sí, que lo tendrás que pagar en cash. Nosotros en cambio no porque somos clientes fijos, no pagamos nada de momento y nos pasan la factura a fin de mes.
—Y tú, tú, tú, Fidel —tartamudeó Mona—. ¿Tú podrías hacer por mí una cosa?
Le contó lo que se le acababa de ocurrir, el hijo del funerario se rascó con furia detrás de una oreja: lo hacía siempre que las cosas le venían grandes.
—Como decís los españoles, me metes en un lío de cien pares de cojones.
—Ya. Pero para mí es importante. Importante de verdad.
Mentía porque no, no lo era. No era importante ni urgente; no iba a pasar nada si Mona se tragaba su desengaño y su humillación, si dejaba que el tiempo calmase la decepción que le generó saber que el doctorcito, tan solvente y tan atento como parecía, jugaba con dos barajas, el muy ruin. A modo de réplica, la idea espontánea era tan sólo un fugaz resarcimiento contra la déspota de la madrina y el cobarde de su ahijado. Carecía de medios para defenderse pero tenía claro como el agua que no quería volver a ver a ninguno de los dos en su vida. Y Fidel, sin saberlo, había prendido en ella una pequeña llama, una ocurrencia imprevista para sacarse rápidamente la espina de aquel desprecio.
Suspirando profundo, el hijo del funerario se sacó del bolsillo de la camisa un pequeño cuaderno y un pedazo de lápiz roído.
—Dime deprisa lo que quieres que pongan.