Emprendieron el retorno a Manhattan atravesando el puente de Brooklyn, aún no eran las cinco de la mañana, apenas se cruzaron con nadie salvo algún anónimo vehículo. Ninguno abrió la boca, todos llevaban la vista al frente, concentrada en las luces majestuosas que esbozaban el perfil de la ciudad.
Aún no habían empezado a sonar las sirenas de los talleres y las plantas industriales, los negocios y oficinas todavía no habían abierto, apenas circulaban los transportes públicos, las obras seguían paradas. Pero Nueva York tardaría poco en despertarse, en breve siete millones de seres abrirían los ojos y se pondrían en pie. Más de una tercera parte eran gentes llegadas de otros mundos, nacidas en tierras distantes en las que se hablaban otras lenguas y la vida se percibía de una manera distinta. El hambre, la incertidumbre, las guerras, los anhelos e inquietudes los arrastraron a aquel nuevo mundo y ahora formaban parte imprescindible del tejido de la ciudad. Desde los primeros holandeses que arribaron en esas costas llamándolas Nieuw Amsterdam, «Nueva Ámsterdam», hasta las hermanas Arenas llegadas desde el sur de la vieja España, Nueva York había sido a lo largo de los siglos un imán.
Ucranianos, franceses, polacos, cubanos, ingleses, albaneses, griegos, alemanes, noruegos, italianos, irlandeses, argentinos, salvadoreños, suecos, portugueses, puertorriqueños, rumanos, españoles… Todos habían tenido cabida y, con su esfuerzo diario, todos habían aportado un grano de arena para que la ciudad siguiera funcionando engrasada. Lavaban platos, conducían camionetas, adoquinaban las calles, freían pollo y patatas, barrían las aceras y descargaban las mercancías, servían ríos de café, subían a los andamios y ponían ladrillos en los rascacielos, empaquetaban azúcar y echaban paletadas de carbón a las calderas, imprimían diarios y revistas, vigilaban accesos, fregaban con brío suelos y escaleras: de todo hacía aquella gente. Y a su vez creaban hogares y traían hijos al mundo que después llenarían las escuelas, trasegaban añoranzas y establecían con sus compatriotas redes entrañables de solidaridad colectiva, prosperaban en la medida en que su audacia y su tesón se lo permitía: unos cuantos triunfaban, muchos lograban mantenerse a flote, pocos fracasaban del todo, algunos conseguían volver, otros se quedaban. Se deslomaban casi todos, en definitiva, y retornaban cada noche a sus humildes hogares con el cuerpo entumecido y los pies hinchados, soportando un presente duro como las piedras en busca de un futuro mejor. Y a veces la fortuna les daba la cara y en otras ocasiones les ponía la zancadilla y les plantaba en medio del camino a individuos despreciables como Fabrizio Mazza, cuyo cadáver acababan de dejar dentro del cobertizo antes de partir.
Callados todavía, los seis retenían la imagen del muerto en el pensamiento mientras cruzaban el puente sobre el East River y por debajo navegaban algunas barcazas; aún no había empezado el tránsito febril de embarcaciones que vendría con el nuevo día. Mucho tiempo habría de pasar para que la siniestra estampa se les desvaneciera de las memorias.
Para impacto de todos, Tomasso acabó reaccionando con una frialdad suprema. Let’s get out of here —vámonos de aquí—, dijo tan pronto como quedó patente que el alma del abogado vagaba ya camino de las tinieblas. Antes de marcharse, le sacó la cartera del bolsillo y le quitó el reloj, la sortija de la piedra granate y la cadena con el crucifijo. El hijo del funerario, más por pura deformación profesional que por piedad verdadera, se agachó a fin de enderezarle los miembros al cadáver hasta dejarlo en una postura medio digna, luego le cerró el único ojo intacto y lo tapó con unos cuantos sacos. Tardarían seguramente varios días en encontrarle, el cobertizo no tenía aspecto de ser muy transitado. Además, sin identificación y con el rostro destrozado, lo más probable era que acabase entre los pobres desgraciados de la morgue del Bellevue, donde Barona buscó en su día a su suegra.
La serenidad de las Arenas resultó conmovedora. Se equivocaron al pensar que matar a un hombre era sencillo y se les heló la sangre al ser testigos de la reacción imprevista del sobrino, pero asumieron sus papeles en consecuencia y no permitieron que el pánico les royera las entrañas. No hubo gritos, ni aspavientos, ni sollozos desatados; mantuvieron la calma y apretaron las muelas, supieron estar en su sitio. Tony devolvió las armas al bolsón de cuero del judío, Chano al salir se agachó a lavarse las manos en un balde de agua; por sucia que estuviera, siempre sería menos inmunda que la sangre de Mazza. Después, mientras Tomasso les daba la espalda y se perdía entre las sombras, ellos subieron a los autos y retomaron el camino de vuelta.
Seguían traqueteando sobre el puente, se iban acercando a la orilla del Lower East Side, a los alrededores de Cherry Street donde en sus primeros tiempos se instalara Emilio Arenas. Pero no pensaban en él: en esos momentos, anonadados como estaban todavía, ninguno era capaz de enfocar su pensamiento hacia algo que no fuese lo que acababa de acontecer.
La vida, sin embargo, ya tenía unas coordenadas previstas para cada uno de ellos a partir del cierre de esta historia, mientras terminaban de cruzar el puente de Brooklyn y se adentraban en Manhattan con el sol a sus espaldas empezando a despuntar.