AGRADECIMIENTOS

Como en mis novelas anteriores, vuelven a ser sinceros, profundos y cuantiosos los agradecimientos a todos aquellos que me han acompañado a lo largo del fascinante proceso de reconstrucción de unos escenarios y unas coyunturas vitales sobre cuyos andamiajes me he tomado la libertad de construir una ficción.

A James Fernández, profesor de la New York University, descendiente de asturianos, conocedor como nadie de aquel mundo neoyorkino y co-autor de Invisible Immigrants, Spaniards in the US 1868-1945, quiero expresar —first and foremost— mi gratitud infinita por su trabajo ingente y apasionado, y por haberse convertido en mi generoso y valiosísimo informante, asesor, confidente y, sobre todo, cómplice y amigo. A Marisa Carrasco, su media naranja mexicana y heredera también de otras diásporas, por su inmensa calidez. A Luis Argeo, la otra pieza fundamental en el tesoro que compone ese archivo, por contar conmigo para la ilusionante muestra que está a punto de llegar.

A Luz Castaños, hija de Avelino Castaños y nacida en La Bilbaína de la Catorce, mi reconocimiento por recibirme en su casa de Rocky Point, Long Island, y por brindarme sus nítidos recuerdos y sus preciosos álbumes fotográficos. A Max Vázquez, hijo de comerciantes de la misma calle, por haberme proporcionado algunas coloridas pinceladas. Por ayudarme a imaginar lo que fue La Nacional en los años de la colonia, un guiño a Robert Sanfiz, Elizabeth Fernández, Michelle Mirón, Elena Markinez y Elena Pérez-Ardá, que se dejan la piel para mantenerla activa. Y a Celia Novis, por ese documental que arrojará una mirada maravillosa sobre el devenir del edificio y la institución.

Por ayudarme a restaurar la memoria de Cherry Street y su entorno, mis más sinceras gracias a mi colega Teresa Morell, neoyorkina y profesora de la Universidad de Alicante, hija y nieta de inmigrantes y autora del estudio Valencians a Nova York. A la memoria de su padre, Claude Morell, que dejó su entrañable autobiografía en The Lower East Side Kid That Made It Good. A Manuel Zapata, coruñés emigrado en la infancia, por acogerme con cordialidad en su casa de Woodside, Queens, y permitirme acceder a su copioso arsenal de datos sobre aquel rincón que tristemente dejó de existir.

A Manuel Alonso —nacido en Brooklyn de padres asturianos—, a Dolores Sánchez —nacida de padres gallegos en el Lower East Side y verdadera recepcionista del doctor Castroviejo— y a su hija Andrea —orgullosa legataria del mundo de sus mayores—, mi gratitud por su hospitalidad y sus recuerdos en Shoreham, Long Island, y por arrancarnos carcajadas con algunas anécdotas que me reservo.

A Maruja Gulias por atenderme tan cariñosamente desde Washington DC.

Por ayudarme a descubrir otro capítulo esencial de esta aventura migratoria, mi afectuoso aprecio a Mari Carmen Amate, autora de El grupo Salmerón en Brooklyn, alhameños en Nueva York. Y entre los propios protagonistas de aquel admirable núcleo, transmito mi cariño a Virtudes Arcos, Manolo López, Enriqueta Gálvez, Ángel Castillo y Hetty Castillo por abrirme en Elwood, Long Island, el arcón de sus nostalgias; a Chris y Mary Tortosa por su afectuosísimo recibimiento en Aguadulce y por tantos detalles jugosos en la correspondencia posterior; a Elisa Castellón por nuestras charlas plagadas de memoria junto a la catedral de Almería y en las calles de Nueva York.

Aunque a un nivel menos personal, me han resultado también de gran interés el libro de The Basques of New York de Gloria Totoricaguena y los documentales Little Spain de Artur Balder y Del Montgó a Manhattan. Valencians a Nova York, de Juli Estévez, por lo que agradezco a los autores sus esfuerzos y logros. Igualmente, a fin de adentrarme en el mundo de los tabaqueros, me han sido enormemente ilustrativos los testimonios personales del escritor Prudencio de Pereda recogidos en su novela Windmills in Brooklyn.

A mi agente neoyorkino Tom Colchie —que aún se acuerda de algunos de aquellos viejos establecimientos españoles—, deseo hacer llegar mi afecto y mi respeto por leer y valorar estas páginas con su criterio siempre acertado. Y a Elaine, por ser partícipe también en el resultado final de mis letras.

Mucho más al sur de Nueva York pero igualmente cálidos y cercanos han estado a lo largo de este camino unos cuantos tampeños que me han brindado su apoyo para recomponer tiempos pretéritos y difundir mis historias. Mi admiración al gran Tony Carreño —que cualquier día se nos vuelve también bolitero— y a Bill Wear, por su entusiasmo y su hospitalidad. A John Rañón, presidente del Centro Español de Tampa, por velar para que el legado de aquel viejo mundo permanezca vivo. A Aida González, por sus testimonios tan desgarradores como tiernos y emotivos. A Laura Goyanes, por sumarse.

Sin abandonar la Florida, de nuevo me quito el sombrero ante la eficiencia de mi colega Gema Pérez-Sánchez y de los bibliotecarios de la University of Miami Beatrice C. Skokan (Caribbean Collections) y Martin Tsang (Cuban Heritage/Latin American Collections), por proporcionarme un diligente acceso a las memorias de Edelmira Sampedro, primera esposa del conde de Covadonga.

De vuelta ya en el otro lado del charco, mi reconocimiento más cordial a Carolyn Richmond, viuda de Francisco Ayala, por abrirme su puerta y esforzar los recuerdos. A María Beguiristain y Javier Expósito de la Fundación Santander, por facilitarme la visita a los impresionantes murales de Josep Maria Sert que un día decoraron el comedor del hotel Waldorf Astoria. A Paloma Anso de Casso por su precioso mapa. Y a la orden siempre de Antonio Yelo y su tropa, por el ojo crítico y la camaradería.

A mi incombustible y querido equipo de Planeta, por mantener la pasión intacta libro a libro. A Raquel Gisbert y Lola Gulias por ver crecer a las hijas del Capitán, a Belén López Celada por confiar en ellas, a Carles Revés por lo enfático y por tanto más. A Isa Santos y Laura Franch por pergeñar la mejor manera de lanzarlas al mundo. A Ferran López Olmo y su equipo de Diseño por convencerme. A Dolors Escoriza, Esther Llompart, Merche Alonso, Maya Granero y Zoa Caravaca por sus ojos tan atentos y certeros. A Marc Rocamora, Lolita Torelló, Silvia Axpe y todo el equipo de Marketing por su entusiasmo contra reloj. A Raimon Català y el equipo comercial por expandir sus redes. A Rosa Pérez por su afectuosa atención. A los de arriba por mantener el circo abierto y a los de abajo por echar carbón a las calderas. A todos, uno a uno, gracias de verdad.

A Estela Cebrián y Luis Ortiz, activos también de la casa, por ayudarnos a remar para que algunos de los inspiradores de esta novela logren ver la luz.

A Antonia Kerrigan, por pelear con la garra de siempre para seguir paseando mis historias por el mundo. Y a sus estupendas colaboradoras, por hacerme la vida más fácil en tantas cosas de todos los días.

A los amigos que siempre andan cerca.

A mi familia, que ganaría un pulso a las Arenas en fiereza y corazón.

Y a mi padre, que nos ha dejado mientras esta novela entraba literalmente en su último tramo. Por el honor y el inmenso privilegio de haber sido su hija. Por todo lo que le vamos a extrañar.