TARDE DEL JUEVES CUATRO DE NOVIEMBRE DE DOS MIL DIEZ

Lorenza se ve con Angélica tres o cuatro veces al mes. Toman un café, almuerzan, o comen, a veces beben unas copas, y cada una se entera de en qué va la vida de la otra. Bueno, a medias. A ratos Lorenza siente que su prima no le dice todo, y no se extraña, porque ella tampoco lo hace. Por ejemplo, en los últimos tres o cuatro encuentros sí le ha medio contado que se siente incómoda junto a Gonzalo, que a veces se aburre, pero jamás ha sido capaz de decirle que fantasea con dejarlo. Y no se trata de vergüenza.

Precisamente, mientras camina por la carrera quince hacia el lugar del encuentro —un nuevo café italiano en una casona que ha albergado todo tipo de locales— se pregunta por qué nunca se ha sentido capaz. La respuesta, inútil, es una imagen: está sentada en el sillón de la habitación y ve a Gonzalo roncar.

Mentiras. No es del todo inútil. Lo que pasa es que, en medio del enredo en el que está, le es difícil entenderla claramente: a lo mejor nunca se lo ha contado a Angélica ni a nadie porque no había sabido poner ese sentimiento en palabras. Hasta hace unas noches. Y eso que al final no se atrevió. Entonces, lo que piensa de inmediato es: «¿Se lo cuento a Angélica?». ¿Contarle qué?

Le pitan de un carro. No mira. Pero le alegra saber que valió la pena arreglarse. Todo cambió desde que renunció, hace… Dios santo, hace ya cinco meses a la subdirección de la Agencia Presidencial para la Acción Social. Vivía tan ocupada que apenas si podía llegar a los encuentros con su prima, y dos veces le tuvo que quedar mal. Ahora, desde el estudio de su casa (con uno que otro viaje de vez en cuando), asesora a empresas extranjeras que quieran vincularse a la ayuda a desplazados; se arregla poco o nada y tiene más tiempo, mucho más, del que esperaba. Así que cada encuentro, cada cita, cada salida, se convierte en una razón para volver a ser.

A lo mejor las cosas no salieron como Lorenza esperaba. Dejó aquel puesto porque estaba agotada. Pero también porque creía que ya era hora de hacer realidad ciertas imágenes que relacionaba con la felicidad: ir al gimnasio temprano, trabajar durante la mañana, almorzar con una amiga, estar en casa en la tarde cuando llegara Jerónimo, salir a caminar, ir a museos, o de compras, verse con Gonzalo, qué decir, a las tres de la tarde y terminar moteleando con él.

Bien podría haber hecho realidad algunos de aquellos planes, pero es como si se hubiera pasmado. Entonces la mañana, sí, se le va trabajando, en piyama, en el estudio; pero ya van varias tardes en las que, lo tiene claro, no ha hecho absolutamente nada, ni pereza. Los ojos puestos en un punto fijo, la mente en el pasado, y una sensación de horror ante el despeñadero del futuro. Se hace preguntas: ¿eso y nada más serían sus días de esposa de Gonzalo y madre de Jerónimo? ¿Fin de la acción? Se está muriendo por volver, a donde sea pero volver.

Llega al lugar. Se quita las gafas oscuras y entra. A la derecha, en un sillón de cuero, está sentada su prima. Lorenza, quién sabe por qué, lanza un suspiro.

*

—Una mierda. La vieja es una mierda. Lo que siempre ha sido y nunca dejará de ser —dice Angélica refiriéndose a su jefa, la directora del museo. Llevan unos minutos conversando y les acaban de traer lo que han ordenado: dos cafés holandeses bien cargados de ginebra—. Si pudiera, renunciaría ya y me dedicaría a lo mío, a mi obra, pero no puedo. Ay, Lore, ¡la envidia que te tengo! Esa es mi fantasía: levantarme, yo qué sé, un martes o un miércoles, y decir: puedo hacer lo que se me dé la gana, yo manejo mi tiempo. Pero esta vieja me tiene corriendo a toda hora; de buenas que todavía puedo sacar estas tardecitas pa’ verme contigo, pero te aseguro que no demora en llamarme…

—Sí, por eso dejé la Agencia. Porque me estaba enloqueciendo, me estaba envejeciendo ahí sentada —responde Lorenza.

—¿Y estás feliz? ¿Sí te está yendo bien con las asesorías?

—No me hago lo que me hacía con el sueldo que tenía, pero no importa, no me puedo quejar: ya han salido dos o tres cositas.

—¿O sea que por el lado de la plata no hay problema?

—Pues no. Yo sigo poniendo la mitad para la cuota del apartamento y me sigue quedando algo de plata para mí. Del resto: jardín infantil, servicios, mercado, se encarga Gonza. Como siempre.

—Pero pregunto de nuevo, ¿estás feliz?

Lorenza se encoge de hombros.

—Pues sí —y se mete un largo sorbo de café; está cargadísimo—. Qué te digo. Tampoco ha sido fácil. A veces hace falta la gente, la vida social, tener la mente ocupada para no pensar en… Ay, Angélica, uno nunca está contento.

—No creas, no se me ha olvidado lo que me habías contado.

—¿Qué?

—Que las cosas con Gonza no iban bien. ¿O han mejorado?

—No.

—Es que tengo una teoría.

—A ver —dice Lorenza, y de nuevo suspira.

—Es muy obvio. Desde que dejaste el trabajo, desde que estás en la casa, has tenido tiempo para pensar, y eso es terrible.

—¿Y entonces?

—Lo mejor es ser bruta y no pensar —responde Angélica, y suelta una carcajada—. Mentiras, no sé. No sé qué decirte porque no estoy casada ni me pienso casar nunca en la vida.

—Prométemelo. Prométeme que nunca te vas a casar.

Angélica levanta la mano derecha mientras bebe algo de café. Después dice:

—Pero ahora sí dime, ¿qué es lo que pasa?

—Quiero dejar a Gonzalo. —Y es como si vomitara.

—No te creo.

—…

—¿Es una decisión tomada?

—Sí. No. No sé, mejor dicho.

—¿Y qué te hizo ese hijueputa?

«Ahí está. Esa es la pregunta», se dice.

—Nada. No me ha hecho nada —y alcanza a ponerse roja.

—¿Entonces?

—Ay, olvidémonos del asunto, porfa.

—Hey, Lore, soy tu prima. Me puedes contar.

—Nada. Lo estoy pensando simplemente, es una idea que estoy comenzando a tener, pero tú sabes: Jerónimo, la familia…

—No seas boba. Si te puso los cachos o te dio en la jeta, o… déjalo.

—No me ha hecho nada. Lo quiero dejar, no quiero volverlo a ver, estoy mamada, y lo peor es que él no me ha hecho nada. Ya quisiera pillarlo con otra, o que me ponga una mano encima, o que llegue borracho, para tener de dónde agarrarme. Pero nada. Nada.

—¿Y el sexo?

—Tampoco. Todas las noches quiere. Y… digamos que no es traumático.

—Qué horrible. ¿Entonces?

—Entonces nada. Creo que es la crisis de alguna puta mediana edad. Ya se me pasará. Te lo apuesto.

Quedan en silencio. A la mente de Lorenza se viene la imagen de ese muchacho hallado en el caño. Un suicidio, parece. Piensa en Jerónimo. En unos años, no muchos, borracho, drogado, peleador, suicida. No. Sacude la cabeza, pasa saliva y dice algo, lo primero que se lo ocurre:

—Oye, ¿qué será de la vida de Marcelo?

La frase parece estremecer a Angélica.

—¿Qué es esa pregunta?

—No sé por qué, pero me he estado acordando de él.

—Mira tú. Hace poco me propuso que fuéramos amigos en Facebook. Llevaba años sin saber del tal Marcelo.

—¿Lo aceptaste?

—Sí —responde Angélica riendo—. Chateamos un rato…

—¿Qué te contó?

—Me dijo que estaba casado y viviendo en Italia. Que tenía un bebé y un negocio de vinos, o algo así. Me preguntó por ti y por Gonzalo.

—Qué descarado, ¿no?

—Sí, tanto así que el otro día lo eliminé de mi lista de amigos. Suficiente.

—Qué rico poder insultarlo —dice Lorenza, y recuerda:

No fueron sus padres quienes presionaron la boda, tampoco sus suegros. Jamás imaginó que la idea, así, naturalmente, como si fuera lo más común, saldría de Gonzalo. Ahora piensa que esos eran buenos tiempos. Vivían juntos en La Macarena sin prometerse nada; es más, con la certeza, al menos de su parte, de que aquello no duraría mucho. Como fuera, había un fluido, un aire. En fin, al menos en ella, una extraña sensación de felicidad. No solo por lo que le estuviera sucediendo o no junto a Gonzalo, sino también porque profesionalmente se había hallado. Se sentía al fin, y para siempre, encaminada. Y no se mentía, no del todo: terminaba dos mil cinco cuando la llamaron para ofrecerle un trabajo —que aceptó— en la Agencia Presidencial para la Acción Social. Le pagaban más del doble de lo que se ganaba trabajando con la Fiscalía y la Acnur. Eran buenos tiempos, sí. Y si todo andaba bien, en equilibrio, ¿por qué a Gonzalo se le ocurrió proponerle matrimonio? Alguna vez, hace apenas unas semanas, Lorenza se lo preguntó. «Porque ya era hora. ¿O pensabas que nos íbamos a quedar toda la vida en esas?», le respondió él. «¿Qué hubiera tenido de malo?», dijo ella. Él lo pensó por unos segundos, y al fin dijo: «Te confieso que jamás estuve cómodo», y ya no dijo más.

¿Por qué Lorenza aceptó casarse? No fue por sus papás, ni por Dios, ni por la fantasía de una gran boda, porque tampoco la hubo, sino por Jerónimo (ya sabía, desde hacía mucho tiempo, que lo llamaría así si era niño; Guadalupe si resultaba niña). Tenía en la cabeza, por allá, muy profundo —sí, en el inconsciente—, la idea de que un hijo nacido en una unión no matrimonial, no bendecida, era ilegítimo, bastardo. Menos. No quería que lo fueran a molestar en el colegio. Loca, alcanzaba a decirse que no podría llevar el apellido del padre, solo el de la madre, y aquello la hacía pensar en pobreza, en tragedia. Aguas sucias.

Puso condiciones. La boda sería por la iglesia, en el campo, con los invitados apenas necesarios, sin ruido, un almuerzo, música suave, y ya. Gonzalo aceptó sin inmutarse.

Marcelo, el por entonces novio de Angélica, les vendió el plan de luna de miel. El hombre vivía de hacer todo y nada. Un negocio aquí y otro allá; durante semanas podía hablar con emoción de un proyecto inmenso que lo haría riquísimo y después parecía olvidarse de todo aquello y arrancar con algo nuevo. En ese momento vendía pasajes, turismo, calor.

El negocio de la administración de los edificios iba bien, y Lorenza tenía un buen sueldo y posibilidades de ascenso en la Agencia. Compraron un apartamento usado, de ciento cinco metros, en el Antiguo Country (algún día terminarían de pagarlo), y negociaron con Marcelo la luna de miel en Marruecos. Ninguno de los dos conocía África.

Fue solo en el aeropuerto, dos días después de la boda, ya a la hora del registro, que se enteraron de que los pasajes eran falsos; también las reservas, todo. Terminaron de luna de miel en el apartamento de un primo del novio, en Cartagena. Y de Marcelo nunca más. Durante un buen tiempo, Gonzalo lo estuvo buscando dizque para matarlo, pero qué va: se esfumó.

—Nunca te lo he preguntado —le dice Lorenza a su prima—: ¿qué tan duro te dio que Marcelo se haya perdido? Porque a nosotros nos tumbó, pero tú…

—Bah, mejor. Yo estaba aburridísima andando con semejante loco y no sabía cómo quitármelo de encima. Se podría decir que salí ganando.

—¿Qué tal que lo hubiéramos nombrado padrino? Gonzalo estaba empecinado, decía que Marcelo nos había presentado y no sé qué.

—Sí, me acuerdo de ese día. La foto, la pizza…

—¿Pedimos otro café?

*

No, no lo pidieron. Ordenaron martinis y unas papas con queso para picar.

—Yo pensaba que la melancolía era una cosa de viejos, algo que le daba a uno cuando cumplía setenta, o algo así —dice Lorenza, y se pregunta cómo llegaron al tema—. Pero desde hace unos meses empecé a sentirla, y es horrible.

—¿Melancolía de qué?

—De ser joven, me imagino. Tengo treinta y tres años, estoy casada, tengo un hijo, trabajo desde la casa… ¿y ya? Eso es todo. ¿Ya ni pensar en…?

—¿En qué?

—No sé. En emborracharme con mis amigos, ir a Rock al Parque, trabajar en la Feria del Libro, fumar marihuana, meter a un novio a la casa, ponerme un piercing, hacerme un tatuaje, vagar todo un día por el centro, tomar cerveza sentada en un andén, darme besos con un amiguito… Tengo melancolía de todo. De todo lo que viví y se fue. Es más, me estoy sintiendo vieja.

—No, ni digas eso. Acuérdate de que yo soy un año mayor que tú —protesta Angélica.

—No. Corrijo, no me estoy sintiendo vieja. Lo que siento es que se me está yendo la última juventud, que me quedan unos añitos, poquitos, y que lo que viene es ya, cómo decirlo, la madurez, la plenitud. La quietud de la señora.

—¿Y por qué yo no siento eso?

—A ver, es obvio.

—¿Así de bravo es el matrimonio?

—No sé si para todas —le responde Lorenza—. Yo veo a mis amigas felices. Mírales los perfiles en Facebook: no pueden de la dicha.

—¿Y quién pone una foto triste en Facebook? Nadie. Esas amigas que ves tan felices, en la vida real deben estar comiendo más mierda que tú.

—¿Será? Lo cierto es que…

—Ah, pues no es tan complicado. Aunque te va a quedar difícil explicar tus motivos, sepárate y ya.

—Pues sí —dice Lorenza, y bebe. Después de aquella noche en el sillón, ha comenzado a fantasear con la escena: tiene que estar lloviendo, no sabe por qué, un aguacero de cataclismo, la ciudad en caos. Es de noche. Jerónimo ya duerme, y ella está ahí sentada, en aquel mueble, vestida, con la cortina completamente abierta: la ventana llena de vapor helado. Siente frío. Gonzalo entra. «Hola», le dice como siempre, y como siempre, la besa en la frente. Ella se deja. Quieta. Lo ve quitarse la chaqueta y los zapatos, y vaciarse los bolsillos. Las monedas golpean el vidrio de la mesa de noche. Él va para el baño, da uno, dos, tres pasos, ya va a abrir la puerta, entonces ella dice: «Oye». Él se voltea y la mira. «¿Qué?». Lorenza se levanta. «Me separo». Él la mira extrañado. «¿Te llevas al niño?». «Claro», responde ella. Entonces sale de la habitación, pide un taxi, toma a Jerónimo y se van. ¿A dónde? No a casa de sus padres. Sí, buena idea: a casa de Angélica.

Reacciona y se dice que no será así. Va a ser un infierno, piensa. Gonzalo, que siempre ha creído que el matrimonio va más o menos bien, primero se sentirá desconcertado, no entenderá nada. Pero después la ira empezará a subírsele, romperá lo que encuentre, dirá, quién sabe, que ella es una puta y seguro le echará la culpa de todo. Y no, el niño no se lo lleva, el niño se queda con él. Después llorará, le va a preguntar si no es posible arreglar las cosas, salvar todo, por Jerónimo. En seguida, con calma, le pedirá explicaciones, ella seguro se va a enredar, no sabrá cómo poner en palabras —en palabras comprensibles, irrefutables— sus motivos. Se ve entrando al baño, entonces. Pasará allí quince o veinte minutos y al salir le dirá que…

Lorenza le teme a todo aquello porque siente que terminará sucumbiendo, que si la escena es como la imagina, no va a ser capaz y en alguna instancia acabará cediendo. Siente que solo la salvarían dos opciones: que él la deje ir tranquilamente, sin hacerle preguntas, o que la obligue a huir persiguiéndola para golpearla o matarla. Algo así. Pero si hay diálogo, si hay lágrimas, si hay promesas, peticiones, no va a ser capaz. Eso piensa hoy. No, eso es lo que lleva pensando desde hace días. Lorenza le tiene pánico a la imagen de Gonzalo preguntándole por qué lo deja. Los motivos la avergüenzan; los siente, sí, esa es la palabra, insuficientes.

—Susanita, una amiga mía del colegio, tiene cáncer. Invadida —continúa Angélica tras mojarse los labios en la copa—. Seamos sinceras, ese sí es un problema, pero el tuyo tiene solución: te separas y te juntas conmigo para que vivamos la vida loca.

—Ja, suena fácil —le responde Lorenza y bebe un poco. Se ha imaginado separada haciendo todo aquello que extraña. Algo que ha conseguido resumir en una sola palabra: lo que añora se llama movimiento. Se siente absolutamente quieta. Necesita menearse de nuevo, sacudirse; lo que no tiene claro es cómo. A veces la ataca un temor. Se ve separada, trabajando de nuevo en una oficina, viviendo con Jerónimo, pudiendo hacer más o menos lo que le venga en gana… y preguntándose: ¿esto era lo que quería?, ¿para esto me separé?, ¿sí estoy mejor?, ¿no estoy llevando la misma vida que llevaba de casada? ¿Qué tal que las respuestas la asusten?

—¿Y Gonzalo? —vuelve Angélica. Con los dedos golpea la copa y hace una música angustiante.

—¿Qué? No entiendo la pregunta. ¡Y deja de hacer ese ruidito!

Angélica sonríe. Se detiene y durante unos segundos juguetea con el celular. Después agarra una papa.

—¿Qué tan culpable es? —pregunta al fin.

Lorenza pone los ojos en las botas rojas de la mujer de la mesa de al lado; no las está mirando realmente, no sabe lo que ve, porque no está en aquel café sino en otra parte y en otro tiempo. Recuerda que unos días antes de la boda, dejó las pastillas. Gonzalo estuvo de acuerdo. Tendrían solo un hijo, y pensaban que ya era el momento; además, en las dos familias había antecedentes de cánceres e infertilidades, así que, sentían, debían apurarse. Lorenza nunca se lo dijo a nadie, pero estaba segura de que jamás quedaría embarazada. Le parecía que su cuerpo siempre se lo había dicho: ahí adentro no había con qué; las células, las sustancias, las conexiones necesarias, no estaban. Iba a esperar año y medio más o menos y le diría a Gonzalo que adoptaran. Tenía la certeza de que él estaría de acuerdo. Además, aunque tampoco se lo dijo a nadie —en cierto modo ni a ella misma—, mejor no quedar embarazada. Ascendía en la Agencia y acababan de nombrar director a un hombre muy cercano a su papá.

Tiene las imágenes frescas. Un lunes se enteró de que estaba embarazada, y fue como si no lo creyera, una broma, una hipnosis, y el martes Hernando Montoya, el amigo de su papá, le propuso que fuera la subdirectora de la Agencia. «Estoy esperando», fue la única respuesta de Lorenza. El hombre de inmediato se echó para atrás. Ella fingió entenderlo, aunque no fue así, y al fin llegaron a un acuerdo: continuaría en el cargo en el que estaba, tendría el bebé, y después de las catorce semanas de licencia de maternidad, se convertiría en la subdirectora de la Agencia Presidencial para la Acción Social. Y así terminó sucediendo.

Estuvo en el cargo durante dos años y medio, y hace cinco meses lo dejó. Sí, existía la posibilidad de independizarse, pero renunció sobre todo porque… ah, ya lo dijimos: tenía fantasías pendientes; aunque cuando le preguntaban, decía simplemente que le debía ese tiempo a Jerónimo. Tampoco mentía. Durante el lapso que se encargó de la subdirección, al niño lo ayudaron a criar niñeras, empleadas del servicio, abuelas y Gonzalo. Gonzalo.

En algún momento Lorenza logró entender que a la empresa administradora de edificios le iba bien. Gonzalo y Ariel, su socio, estaban lejos de hacerse millonarios, pero cada vez contrataban más personal, compraron oficina y una camioneta, montaron página de internet y hasta se ampliaron a otras ciudades. Ibagué, Neiva, Girardot, por ahí. Él siempre contó poco. Lorenza lo molestaba y lo molesta con una frase que alguna vez le oyó a su mamá: «Eres luz en la calle y oscuridad en la casa», frase que tampoco funciona a la perfección, porque Gonzalo no es un tipo que se abra completamente con nadie, ni en la calle ni en la casa ni en ninguna parte; nunca explota; jamás, ni borracho, soltará una carcajada inmensa. Así que ella se ha tenido que ir enterando de a poquitos de que las cosas en la empresa van bien (tampoco muy bien, diría él).

Durante estos años lo ha visto enterrarse en el trabajo. Lorenza siente, con algo de razón, solo con algo, que Gonzalo no tiene otro tema, no tiene otra pasión, ningún otro interés, que la administración de edificios. Ella cree que él ve las cosas más o menos así: ya se casó, ya tuvo un hijo, ya fue joven; ahora hay que trabajar y hacer plata. Punto. Solo ha habido un paréntesis, un inmenso valle paralelo a todo de principio a fin. Jerónimo.

Lo ha escuchado toda la vida y de todos los hombres, pero cree que en Gonzalo sí que es cierto: no puede ser mejor papá, dice la enclenque frase hecha. Es más, esa es una de las razones que aún la atan a él y a la vida que llevan. Pero ¿por qué? ¿Porque no quisiera perderlo y le gustaría verlo todos los días: ver cómo cuida de Jerónimo y ver cómo lo corrige, vivir aquello junto a él?, ¿o porque le avergüenza abandonar a un hombre así? Es como si oyera voces que dicen no entender cuál fue el motivo que tuvo esta niñita para separarse de ese Gonzalo tan-buen-papá-tan-buen-marido-tan-trabajador-tan-honesto-tan-buen-hijo-tantantán. El mareo. Ahí está.

Lo cierto es que mientras Lorenza se reunía con cuanto ministro había, y mientras viajaba por Colombia y a veces por el mundo, y daba declaraciones y tenía desayunos, almuerzos y comidas, y llegaba tarde de la oficina y se sentaba a seguir dándole, y no tenía sábados ni domingos, y vivía en un mundo de cifras, tablas e informes, mientras Lorenza era efectiva y su jefe y el mismo presidente decían estar orgullosos de ella, Gonzalo parecía estar más en la casa que en la empresa. Nunca protestó. Tampoco animó a Lorenza a que siguiera avanzando laboralmente. Sin decir ni mu, más de como lo haría cualquier papá, ayudó a criar a Jerónimo. Lorenza, sí, estaba conectada siempre por teléfono, vivía pendiente y cuando llegaba se encargaba de todo, pero, digamos, un martes, a las tres y media de la tarde, si el niño tenía fiebre, quien llegaba primero, después de que la niñera o la abuela los llamara a los dos, era Gonzalo.

Hace cinco meses Lorenza tomó el control. Gonzalo se lo entregó sin chistar. No, aquello suena demasiado fuerte. Digamos entonces que la responsabilidad de Gonzalo se relajó un tanto. Pero él sigue ahí, le gusta estar ahí. Y a Lorenza le gusta saber que es así.

*

—La pregunta es difícil, ¿no? —vuelve Angélica.

—¿Cuál era?

—No. Solo quería saber qué tanta culpa tiene Gonzalo de… de esto.

—A lo mejor mucha. A lo mejor ninguna… Estoy diciendo bobadas. Él es un gran tipo. ¿Sabes?, lo que creo es que nos casamos de manera equivocada, elegimos mal; ni él era el hombre para mí, ni yo la mujer para él. Y ahora, con un hijo encima, y después de cuatro años, estamos sosteniendo el cañazo, haciendo el papelón, a ver si aguantamos. —Se come tres papas seguidas, a mil, y después bebe un sorbo de martini. De nuevo pone los ojos en las botas rojas.

—A mí nunca me quedó claro por qué te casaste con él —le dice Angélica—. Nunca. Sí, un tipo buena gente, pa’ tener un rollo, un noviazgo, pero nunca para convertirlo en el hombre de la vida de uno.

—…

—Si me estoy pasando, dime, pero ¿cómo querías ser feliz con un hombre completamente contrario a lo que siempre quisiste? Tú, que, como yo, amabas a los mechudos, a los alternativos, a los varados, a los poetas, escogiste el tipo más normal del mundo; en últimas, completamente contrario a todo lo que te gustaba, o a lo que te gusta, no sé.

—Yo sé, yo sé. Es que…

—Espera —la interrumpe Angélica—. Me hiciste acordar. ¿Qué has sabido de Camilo, tu ex?

—El otro día lo busqué en Facebook y no lo encontré. Me contaron que sigue viviendo en Argentina; se fue al poquito tiempo de que terminamos.

Lo conoció en un puente de dos mil tres. Samaná, en Caldas, el pueblo en el que había nacido su padre, estaba de fiesta, y allá terminó Lorenza, en casa de la tía Amparo. No cuadraba. Por esos días andaba de negro de pies a cabeza, incluidos los labios y las uñas, y usaba unas botas de cementerio. Qué iba a cuadrar entre tanta teclona culiforrada cabalgatera. Tomó fotos de la iglesia, de los balcones, de la casa que había sido de sus abuelos y de la cantina en la que, tantas veces oyó, había muertos todas las semanas cuando su papá estaba chiquito. De noche, se encerraba a leer. Le angustiaba el sonido de los voladores, de la rumba, de los cascos de los caballos sobre el pavimento, y odiaba la voz de su papá borracho.

Al fin, el lunes en la mañana la tía Amparo atinó a presentárselo. Camilo era pariente —un vínculo complicado— de su esposo, y estaba más o menos en las mismas que Lorenza. Hospedado en una casa a media cuadra de allí, se maluqueaba del aburrimiento y no hacía nada distinto que trazar rayas mientras escuchaba música. También, a la fuerza, o engañado (le dijeron que iba a pasar buenísimo), había viajado desde Bogotá con sus padres.

Tampoco es que hayan conversado mucho recostados en las chambranas de ese corredor, o que se hayan caído locamente bien. Pero se dieron los teléfonos y, diez días después, él la llamó.

Trabajaba en una agencia de publicidad, y en las noches y los fines de semana y a toda hora, pintaba. No, sobre todo dibujaba, porque, estando en lo cierto, aseguraba que era «un mal colorista». Le gustaba ir a los museos y hacer, lápiz en mano, en pequeñas libretas, reproducciones perfectas de las pinturas de Francisco Antonio Cano, Ricardo Acevedo Bernal y Coreliano Leudo. Por los días en los que conoció a Lorenza estaba fascinado con el Museo del Oro. Se le iban las horas copiando los vericuetos de las figuras precolombinas.

Cumplía con las condiciones: era flaco y pálido, tenía el pelo largo, dos tatuajes y había tenido una bandita de rock. Cortázar, Andrés Caicedo, Kerouac y demás. El paquete completo. Lorenza llevaba unos buenos meses sola, tras haber terminado con Nicolás, y de la forma más suave y sencilla, la cosa cuajó.

Ahora, cuando Lorenza recuerda aquel noviazgo de casi dos años, alcanza a sonreír. Marihuana en la Media Torta. Mareo en un bus rumbo al Festival de las Cometas, en Villa de Leyva. Ese poema: «Espero curarme de ti». Se dice a sí misma que Camilo es el novio que toda mujer debe haber tenido, ese por el que todas necesitan haber pasado para asegurarse unos buenos recuerdos. Un soñador buena gente un poquito loco. Eso sí, cuando se pregunta si estaría mejor con él que con Gonzalo se asusta. No, no, no. Muy chévere como noviecito pero debía ser desesperante como esposo. Un bobo. No, ni de riesgos. ¿Lo quiso? Claro que sí. Pero hasta ahí.

El día que le salió el trabajo con la Fiscalía y la Acnur, Lorenza llamó a Camilo y le dijo que no más; se apoyó en un baboso blablablá. Que necesitaba tiempo, que un break, que iba a tener mucho trabajo… La verdad es que, tal vez ya lo dijimos, apenas firmó el contrato empezó a sentirse adulta.

Más o menos dos meses después, conoció a Gonzalo.

—Parece que le está yendo superbién en Argentina —le dice a su prima—. Me dijeron que, ríete, es un pintor cotizado y toda la vaina. Tengo que buscar unas cosas que me regaló y enmarcarlas.

—Ustedes dos, todos rockeritos, se veían lindos juntos. El amor de tu vida, ¿no?

—Mmm. No sé.

—¿No? ¿Y entonces? —Una pausa—. ¿Cómo se llamaba? ¿Nicolás? ¡No!

—…

—¿Qué pasó con él?

—¿Con él? Ni idea.

Suena el celular de Angélica. Contesta. Es la directora del museo.

Mientras su prima dice sí señora, sí señora, claro que sí, ya tocó mañana, perdón, qué pena, tranquila, no va a volver a pasar, Lorenza, pasitico y como embobada, dice: «Ni-co-lás. Ni-co-lás».

Se apura lo que queda en la copa y recuerda que tiene que comprar huevos, leche y café.