Lorenza escogió este apartamento —recovecudo, mal distribuido y acalorador— porque, si se para en una esquina de esa especie de mirador que corre paralelo a la sala y al comedor, puede ver la inmensidad de los árboles del parque El Virrey. Una vista que vale una fortuna que no pagó: la anterior dueña, una sesentona forrada en tigre y almibarada en bótox, al parecer jamás cayó en cuenta de que, tras asomarse, y acomodándose más bien de lado, uno deja de ver ladrillos, carros y la televisión encendida del apartamento de en frente, y se encuentra con una estampa de solo verde. El día que Lorenza visitó por primera vez el apartamento, descubrió aquella vista; no dijo nada, pero de inmediato supo que terminaría viviendo allí, así la arquitectura del que sería su hogar tuviera algo de absurda.
Últimamente, le gusta salir al balcón de ese quinto piso, sobre todo a esta hora. Café en mano, se para a ver a la gente que trota, mira cómo el cielo pasa de azulino a negro y toma aire. Mucho aire. Siente que lo necesita: sabe que Gonzalo llegará en pocos minutos.
Precisamente, en esas está: asomada al balcón. ¿Desde hace cuánto su mente nunca está donde ella se encuentra? Quién sabe, pero ya es bastante. Ahora, por ejemplo, sigue con la mirada a ese perro inmenso que arrastra a una niñita histérica, pero piensa en la muerte de ese muchacho. ¿Por qué la prensa ha dejado de hablar de lo que pasó? No habrá nada más que decir, imagina, y se supone allí, tirada en ese caño, con el agua sucia que se le mete entre el pelo, en la nuca, en la espalda, en las nalgas, hojas que le pican, bichos en las orejas, y ella sin poder moverse, y el frío, el frío.
Algo, como un ratón, le roza las piernas y la hace saltar.
*
Es Jerónimo. Lorenza se agacha, pone el café en el piso, en un rincón, y carga al niño; ya con él en los brazos, se aleja un poco del borde del balcón.
Le besa el cuello y los cachetes, y lo huele. Ama ese olor, mezcla de sudor dulce, tierra y loción Nenuco. Se dicen cosas, palabras incomprensibles, un lenguaje de ellos. De pronto sueltan un pequeño grito, un chillido, y después ríen. Al fin, el niño pregunta:
—¿Por qué el cielo es grande?
—Porque allá está Dios, y todo lo de Dios es grande.
—¿Los perros vuelan?
—No, solo el de tu ángel de la guarda: un dálmata chiquitico.
—¿Pirulo?
—Sí, Pirulo.
—¿Esta noche va a venir?
—Todas las noches. ¿No lo has visto?
—Sí, anoche me mordió.
—¿Te mordió duro? Hay que regañarlo.
—No, pasito, y se durmió. Y… —Jerónimo no dice más. Algo lo distrae, acaso uno de los tantos perros que, si bien empieza a oscurecer, se alcanzan a dibujar todavía allá en el parque, o esos pájaros que chillan a lo mejor avisando que ya es hora de dormir. Los ojos inmensos del niño perdidos en la noche que amenaza.
Se parece al papá. No solo heredó de él los ojos verdes y la piel blanca, rosada, sino las entradas. Tiene apenas tres años y una frente grande. Lorenza todas las mañanas lo peina de lado, echándole un poco el pelo hacia adelante, para aminorarle el rasgo. Es como si perdiera el tiempo: cuando lo ve llegar del jardín, a eso de las doce y media, Jerónimo viene peinado hacia atrás y la frente está despejadísima. Últimamente, bobeando, se pregunta si aquello será cosa de Miriam, la profesora, que le tiene como rabiecita al niño.
De Lorenza heredó la estatura, entre baja y mediana. Hasta ahora, al menos. Quién sabe si después se estire y termine siendo alto como el papá. También le sacó algunos gestos, algo que ella hace con el ceño y la boca cuando está contenta y cuando está brava. Tiene su voz. Cuando el niño habla no lo hace con la suavidad del papá, sino con ese toque grueso y ronquete del que Lorenza, en secreto, siempre se ha sentido orgullosa.
Lo que realmente le importa, lo que sí le preocupa de verdad, es el carácter del niño. Al carajo si dentro de veinte años es un mono aguachento colorado como el papá, pero ¿qué tal que termine siendo así de aguatibia, de insulso y de metido en sí mismo?, se pregunta. Por eso le encanta que grite, que chille, que se emberraque, que haga pataletas, que hable y hable, que sea un loquito. Le da pánico no lograr salvarlo de ser un nuevo Gonzalo.
A veces, cuando lo ve bailar música electrónica o remedar los ronquidos del papá, se siente tranquila, segura, pero cuando se asoma y lo ve sentado en la habitación mirando la nada y moviendo la espalda como en un tic, o cuando él no es capaz de responderle a lo que ella le pregunta, se dice, muy adentro, por allá en lo más profundo, que sería maravilloso volver atrás.
—¿Las estrellas tienen patas y caminan? —vuelve Jerónimo.
—No, mi vida.
—¿Por qué?
—Porque… porque no tienen necesidad; están flotando en el universo.
—¿Y por qué?
—Porque… —Un ruido, como una explosión, la hace mirar hacia la calle ochenta y cinco, tres cuadras al sur. No alcanza a ver, pero se tranquiliza de inmediato: recuerda que es viernes y que en alguna parte (¿en la radio?) algo oyó sobre un concierto de música electrónica. La plaza que hay junto al Carulla debe estar a reventar de jóvenes.
Jóvenes. ¿Qué es ella? Ojalá dejen dormir, se dice, y saca el celular del bolsillo: no le han devuelto ninguna de las llamadas de trabajo que hizo esta mañana.
*
Hasta hace cinco meses, despertaba a las cinco y media, al tiempo con Gonzalo. Mientras ella se bañaba, él tomaba el desayuno; después, cuando él se metía a la ducha, ella se arreglaba. Le daban, entonces, un beso a Jerónimo, que aún dormía, y salían. La empleada —interna— quedaba responsable. Y ellos, a lo lejos, pendientes. Bueno… ya lo dijimos.
Ahora se levanta a las siete, o a las siete pasadas. La despierta el timbre que anuncia la llegada de Carmen, la señora de por días. Lorenza le abre y corre a despertar a Jerónimo. Desde que dejó la Agencia, se encarga de bañarlo y vestirlo. Desayunan juntos. El niño se va, la empleada se dedica a lo suyo, y ella, en piyama y con el pelo agarrado en una cola de caballo, se encierra en el estudio y enciende el computador. Sabrá Dios por qué, pero desde hace un buen tiempo, no desde el comienzo, le dio por trabajar en piyama. Tiene la seguridad de que las personas con las que conversa vía Skype no lo notan o suponen que tiene puesta una sudadera.
No le va mal. Lorenza es buena en lo que hace, y en Colombia tiene poca competencia. No son muchos los que manejan las relaciones aquí y allá para asegurar que el dinero de las grandes multinacionales llegue donde debe llegar, y que, además, la gente, los medios, el mundo, se entere: la Responsabilidad Social Empresarial no es más que otra forma de publicidad. Lorenza sabe de leyes y de vencimientos legales, habla inglés y, tras su paso por la Agencia, quedó muy bien conectada.
Tanto, que maneja, entonces, su trabajo a punta de llamadas, correos electrónicos y Skype. En esas se le va la mañana. Está acostumbrada a hacer todo muy rápidamente, y algunos días, además, solo es cuestión de responder tres correos y enviar otros dos. Y después… después la nada, el silencio; de pronto el sonido de la aspiradora, de la brilladora y el olor de la olla exprés, que se meten bajo la puerta, y ella adentro, quieta. Pero no es así siempre, gracias a Dios. A veces la mañana se le convierte en un suspiro, y solo sale de aquel ritmo cuando a las doce y media Jerónimo, recién llegado del jardín, abre la puerta del estudio y se le monta en las piernas. Ha llegado la hora de almorzar. Lo que queda pendiente lo hará esta tarde o esta noche, o ya mañana. Pero no siempre es así, y los días de poco trabajo son los más difíciles.
El proyecto más grande que maneja ahora es la asistencia de una naviera portuguesa a las madres desplazadas menores de edad. La empresa patrocina la construcción de tres hogares de paso, uno en Bogotá, otro en Medellín y uno más en Cartagena. Si bien el gobierno es el encargado de manejar los recursos y hacer los edificios, ella es algo así como la inspectora, el ojo de los portugueses en Colombia. Más o menos, cada tres semanas debe viajar a ver cómo van las cosas. Entonces toma aire.
*
Mira de nuevo el teléfono y al fin lo devuelve al bolsillo. Comienza a moverse al ritmo de la música. Jerónimo ríe. Ya va siendo hora de entrarse, encender las luces y ponerle un saco al niño. Lo piensa pero no lo hace. Sigue ahí, bailando en el balcón, abrazada a su hijo. Pasan unos segundos. Entonces la ve a lo lejos. Es la camioneta roja de Gonzalo.
Cuando al fin observa cómo la camioneta entra al garaje, Lorenza recoge el pocillo, y ahora sí, sin soltar a Jerónimo, que celebra porque llegó el papá, entra. La noche está a punto de caer por completo.
*
Prende dos lámparas. Una en la sala y otra en el hall de entrada que se convierte en pasillo. Después, con el niño aún en los brazos, corre hasta el estudio y se sienta frente al computador; lo enciende. Oye el sonido de Gonzalo abriendo la puerta. Jerónimo sale corriendo. A Lorenza le gusta que, si su marido la encuentra en casa, la halle así, ocupada, metida en su mundo. Escucha cómo, con la voz agitada, él saluda al niño.
Sabe que después entrará a la cocina a mirar qué le dejó Carmen para la comida. Exacto: suena la tapa de una sartén, el cristal de un vaso, la puerta de la nevera. Lo sabe embutido, llevándose a la boca, de una vez, la mitad de la cena. Al rato, escucha sus pasos caminando por el corredor.
Como siempre, él pasa frente al estudio dizque sin verla, de pronto tuerce la mirada y suelta, también como siempre: «Ah, estás aquí». Se acerca y le da el acostumbrado beso en la frente.
—¿Cómo te fue? —dice ella.
—Más o menos. Ahora te cuento. —Y sale del estudio, mientras Jerónimo entra.
Lorenza, con los ojos puestos en la pantalla del computador y viendo nada, sabe que Gonzalo irá a la habitación, se quitará la ropa hasta quedar en calzoncillos, colgará lo que esté limpio y hará un pequeño barullo con las prendas sudadas y sucias. Después irá al baño y, revista en mano, se sentará un rato en el sanitario. Manos muy bien lavadas, abrirá la puerta, buscará la piyama bajo la almohada y se la pondrá. Llevando el barullo, pasará por el corredor frente al estudio, irá a la cocina, se deshará de la ropa sucia y llevará al microondas lo que queda de comida. Servirá más jugo, se sentará en la mesa auxiliar y dirá:
—¡Lore, ven te cuento!
*
—Dime.
—¿Cómo le fue hoy a Jerónimo?
—Bien, ¿cierto, mi vida? —dice Lorenza sentándose. El niño en sus piernas.
—¿Ya comieron? —pregunta Gonzalo.
—Jerónimo ya; yo me como algo ahorita.
—¿Te dejo?
—No. Tengo ganas de fruta… Gracias.
—Pasó de todo.
—…
Gonzalo levanta la vista y la mira como extrañado.
—Ah, cuéntame —dice ella.
—El tipo del apartamento en La Calleja resultó ser un mentiroso, yo sabía. La cotización que pasó por las humedades y las goteras de la terraza que tiene encima estaba infladísima. Él juraba que se la íbamos a pagar sin pedir otros presupuestos. Ja. Ariel y yo llevamos a dos maestros distintos esta mañana, cuando el tipo no estaba. Nos dejó entrar la muchacha. Claro, el tipo debía tener todo cuadrado para hacer un miti miti con el amigo de él, un dizque arquitecto Cifuentes… Esta tarde pasé otra vez por allá. El tipo ya estaba histérico porque habíamos entrado a su apartamento sin permiso por la mañana. Pero cuando le dije que no íbamos a hacer el contrato con el tal Cifuentes porque nos cobraba más del doble, qué emputada la que se metió. Dijo que nos iba a demandar y a entutelar y a no sé qué más. Yo ni le contesté; tú me conoces. Cuando me fui a despedir, me dejó con la mano estirada y me tiró la puerta. Ya después me enteré, yo no me había dado cuenta, de que debe seis meses de administración. Pues me senté, le hice una carta, como un memorando, subí y se lo pasé por debajo de la puerta… Ahorita me llamaron a decirme que el viejo casi le pega al celador dizque por haberme contado, y que dijo que va a hacer la obra con Cifuentes, y que le tenemos que pagar y punto.
—…
—¿Qué tal?
—Veo —dice Lorenza, y se queda mirándolo—. ¿Y qué más?
—¿Qué más de qué?
—No sé, cuéntame otra cosa.
—No, no tuve tiempo de oír noticias. Ahora las vemos —dice Gonzalo, y se entierra en el plato.
—¿Hoy pensaste en mí? —vuelve Lorenza.
—¿Qué?
—Que si pensaste en mí.
—Claro —dice él, y suelta una carcajada—. Claro, mi amor.
—En serio. Es en serio.
—Llevas varios días rara. Como con ganas de pelear.
Lorenza siente que el cuerpo le tiembla. El niño lo nota, y la mira. Ella baja la cabeza, los ojos en el piso. Todo, todo pa’ adentro. Y dice:
—¿Qué más se ha sabido de la muerte de este muchacho?
—¿De cuál?
—Del que encontraron en el caño, aquí arriba.
—Ah, Colmenares. Algo oí. Los papás dicen que no fue suicidio, que a ese muchachito lo mataron.
—¿Matarlo? ¿Quiénes?
—Vaya uno a saber. Estaba con la novia y con unos amigos. A lo mejor ellos.
—…
—¿Qué pasó? Te quedaste pensando.
—¿Qué?
—¿Qué estás pensando?
—En el desespero. Estaba pensando en el desespero —responde Lorenza. Pone al niño en el piso y, con toda la calma, se va para la habitación.
*
Sentada en el sillón aquel, ve cómo Gonzalo y Jerónimo entran al cuarto y se tienden en la cama. El niño quiere ver muñequitos, pero el papá dice que van a ver el noticiero y punto. Al rato el pequeño toma de la mesa de noche del papá un carrito que había olvidado quién sabe cuándo, se baja y empieza a jugar en el piso. Poco a poco va dejando la habitación; ahora habla solo en el corredor y hace sonidos como de motores, de pitos, de calle.
En el noticiero, ni una sola noticia de la muerte del muchacho. ¿Cómo se habrá enterado Gonzalo de aquello que le acaba de contar? Lorenza se dice que mañana buscará en internet. Los periodistas informan que al nuevo presidente le está yendo bien en las encuestas y que acaba de lanzar un proyecto de restitución de tierras. Esto último le interesa un tanto; busca prestar atención, entender de qué se trata, pero Gonzalo empieza a roncar. Ronca, se despierta asustado y de inmediato se dizque concentra en lo que cuentan en el noticiero; pero qué va, al minuto ya está otra vez en las mismas. Cuando despierta por tercera vez, Lorenza le dice:
—Ayer me vi con Angélica.
—Ajá.
—Me contó que Marcelo está en Italia. Se casó, tuvo un hijo y tiene un negocio de vinos.
—Malparido.
—¿Todavía lo odias?
—Claro.
—Pero deberías agradecerle. Fue él el que te presentó a tu esposa, a la madre de tu hijo, ¿no?
—Bah. Malparido.
—¿Qué habría pasado si él no nos hubiera presentado, si ese día yo hubiera salido o tú no hubieras alcanzado a llegar?
Gonzalo bosteza. Después empieza a hacer zapping. Se detiene en CNN en español.
Cuando parece que ya no va a decir nada, al fin dice:
—Yo seguiría soltero. No sé tú.
—¿Y por qué estás tan seguro?
—No, no estoy seguro. Es solo una suposición. No me imagino casándome.
—¿Cómo así?
—Casándome con otra, con otra mujer, quiero decir.
—Puedo preguntar algo.
—Hoy estás rarísima. Dale.
—¿Alguna vez te has arrepentido?
—¿De esto? —dice mirándola y señalando con la boca la voz de Jerónimo que parece venir ahora del estar de alcobas—. No. Pero parece que tú sí, ¿o qué?
—He estado pensando, solo eso. Pensando en todo. Bobadas.
—¿Sabes qué? Deberías volver a trabajar. Trabajar en la oficina, quiero decir.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Desde que… desde que trabajas en la casa, estás como rara.
—«Mucho tiempo para pensar», me dijo Angélica.
—Exacto.
—¿Y eso es malo?
—No sé. Pero tú me conoces. Sabes que yo siempre prefiero el hacer sobre el pensar.
—Sí, eso es cierto.
Lorenza se levanta. Cierra las cortinas de la habitación y camina hasta la puerta. Se asoma a ver en qué anda Jerónimo.
—¿Cómo estás, mi vida?
El niño la mira desde el piso y, con el carrito en la mano, le sonríe. Después le da la espalda y sigue jugando.
Lorenza regresa al cuarto.
—¿Qué vamos a hacer este fin de semana?
—Que no sea motivo de mala cara —le responde Gonzalo con voz cansada—, pero me va a tocar trabajar sábado y domingo… De pronto el domingo por la nochecita, si alcanzo, podemos hacer algo. Claro que voy a estar mamado.
—…
—Mañana temprano voy para Ibagué y Neiva, a ver cómo van las cosas con los edificios que estamos administrando allá. Ariel no puede, tiene un compromiso de familia o no sé qué cosas. Me toca a mí. Y me quiero quedar. Ríete, pero el domingo tengo ganas de hacer algo de espionaje porque sospecho que en un edificio nos están tumbando la plata de unas reparaciones.
—Tranquilo. Yo entiendo.
—Yo sé.
—El lunes viajo a Cartagena —dice ella—. De pronto me toca quedarme a dormir. No sé.
—Tranquila.
—Oye.
—Dime.
—¿Tú y yo alguna vez hemos peleado? —vuelve Lorenza; parece que sonriera.
—Pelear pelear, nunca. ¿Por qué?
—Interesante, ¿no?
—A mí me aburre pelear, tú sabes. Mejor dicho, no sé pelear —le responde Gonzalo—. ¿Por qué? ¿Tienes ganas de pelear? Mejor dicho, ¿qué pasa? —Y se acomoda un tanto.
—No, quisiera que no peleáramos… O sí, sí me gustaría. Me gustaría que algo pasara. ¡Algo!
—¿Algo como qué?
—No sé. Quiero rumbear, correr, salir, tomar vacaciones, emborracharme, robarme algo, hacer algo arriesgado. Algo.
—Jeje. ¿En serio? Pues dale.
—Contigo, supongo.
—Yo llego mamado, tú sabes. Pero si quieres salir con tus amigas y con la gente de la universidad y del colegio, fresca. Yo confío en ti.
—Estoy cansada.
—¿Trabajaste mucho hoy?
—No. Cansada de todo.
Gonzalo sonríe. Una sonrisa tensa, nerviosa. Lorenza lo sabe, y de todos modos, o a lo mejor por eso, la odia: gesto de mierda.
—¿Te enredó la cabeza hablar con Angélica? —dice él.
—Llevo días con la cabeza enredada.
—¿Qué pasa?
—No sé cómo decírtelo. Estoy extrañando lo que fui. Tengo ganas de… de volver a ser yo.
—Pues te repito, dale. Tú sabes que yo no te jodo para nada.
Lorenza mira hacia el techo y dice:
—¿Qué pensarías si te hablara de… de darnos un tiempo o algo por el estilo?
—Pensaría que eso se lo dicen los novios, no los esposos. Hasta donde sé, en el matrimonio no hay breaks.
—Yo sé. ¿Pero qué opinarías de algo así?
Sin inmutarse, o así parece, Gonzalo dice:
—Pensaría que… que estás exagerando. Te repito: haz lo que extrañes, tranquila, y busca que te contraten otra vez en la Agencia.
—¿Va a ser suficiente?
Él la mira como asustado.
—¿No?
—Sí —dice Lorenza pasitico.
Y después añade:
—¿Tú no extrañas nada?
Él responde:
—Me imagino que sí, pero el pasado ya pasó. Etapas superadas. Si me estás preguntando si quiero volver, te respondo que no. Aquí estoy bien.
—Veo.
—El otro día oí en la radio que el sentimiento más inútil es la melancolía, o algo así, y estoy de acuerdo.
—Sí me dijiste.
—Ven para acá. Tranquila.
—No.
Quedan en silencio. Solo se escuchan la voz de Patricia Janiot, que habla de la guerra entre Blackberry y iPhone, y, más lejos, más allá, el runrun de Jerónimo jugando.
—¿Estás enmozada?
—No.
*
Gonzalo se levanta y va al baño. Lorenza sale de la habitación y se distrae empiyamando a Jerónimo y acostándolo; después va a la cocina y come una manzana. Cuando regresa, su esposo parece dormir. Todo apagado.