Y la escena es esta: la habitación a media luz y Gonzalo, que duerme boca arriba y casi ronca. En el sillón, junto a la cama, está sentada Lorenza. Lleva unos minutos despierta. Dormía con Jerónimo y soñaba que caminaba entre árboles, en un campo inmenso y oscurísimo. De pronto cayó en un caño sucio y maloliente, y entonces despertó.
Ya fue a la cocina y arregló algo del desorden, ya bebió un sorbo de una Coca Cola sin gas que halló en la nevera; ya entró al baño del corredor, se vio largamente al espejo, orinó, se lavó las manos y se sonó. Iba a regresar a la habitación del pequeño, cuando algo la movió a entrar pasitico al cuarto principal y a acomodarse en este sillón. Y ahí está, componiendo el cuadro.
¿Qué la llevó a despertar? ¿Por qué está sentada ahí? No lo sabe. Simplemente sintió que aquel era el lugar para este momento. Allí debía estar Lorenza Valencia, como quien se sienta ante un precipicio; e hizo caso. Lo que tiene en frente no es más que el cuerpo desparramado de su esposo, pero ella no lo ve; solo ve un inmenso vacío, el futuro, y siente pánico. Cierra los ojos. Busca una imagen, algo que le dé paz, pero no halla nada. Lo que cae a su mente es un recuerdo:
En el dos mil cinco, los padres de Angélica se separaron. Lorenza veía televisión en el pequeño cuarto del apartamento de La Macarena, cuando escuchó que su prima lanzaba un alarido en la cocina. No tuvo que salir. Se estaba levantando de la cama cuando Angélica abrió la puerta, entró, se paró frente a ella y, con los brazos en jarra, le dijo:
—Se acabó. El matrimonio de mis papás se acabó. Me quedé sin pasado.
Al rato, más calmada, café en mano, en la cocina, le contaría que estaban en esas desde que su hermano y ella eran pequeñitos. Siempre, durante años, las discusiones incluyeron las palabras «separación» y «divorcio», recordó. Tanto, que al menos ella se había acostumbrado, quién sabe si Mauricio, su hermano, también. Habían sido tantas las peleas, los gritos y las amenazas, que se convirtieron, cómo decirlo, en el lenguaje, en la manera de tratarse de sus padres, y ella, como todos, suponía que así sería hasta la vejez: morirían igual, una extraña forma de decirse algo parecido a «te quiero». Pero no. Ahora, ya viejos, al fin se decían adiós.
—¿Y de quién fue la decisión, la decisión final? —preguntó Lorenza.
—Mi mamá me dijo que de los dos. «Nos dimos cuenta de que nos estábamos congelando juntos», fue la explicación que me dio.
—¿Será que…
—¿Amantes? ¿Mozos? ¿Mozas?… ¿Sabes?, alcancé a preguntarle. Me dijo que no sabía si mi papá, pero que ella no —respondió Angélica.
—Veo.
—Al menos Mauricio y yo ya estamos grandes.
—Y al menos tienes a Marcelo.
Angélica soltó una carcajada, recuerda Lorenza. Y después dijo:
—¿Qué significará eso de «congelarse juntos»?
Ahora, sentada en la habitación, viendo a su esposo dormir, Lorenza sabe claramente de qué le hablaba la tía Inés a Angélica. Con-ge-la-da: exacto, así se siente.
Piensa en su tía. No se casó de nuevo, y nunca, hasta hoy, se le ha conocido ni amante ni mozo ni novio. ¿Y el tío Néstor? Sabrá Dios. Se fue a vivir a la finca y, según Angélica, allá, de vez en cuando se papeará a alguna calentana que se lo suelte. Y ya. Lo cierto es que, como dice su mamá, «no rehicieron sus vidas», ninguno de los dos se casó de nuevo, y sin embargo… Sin embargo, al menos la tía Inés resucitó. Habrán pasado cinco años, casi seis, desde aquella separación, y todos en la familia comparten la idea de que ahora, si eligieran a la persona más feliz entre los Valencia, la tía Inés ganaría. Tiene casi setenta, y cuando no está viajando por el mundo, toma clases de baile. La última vez que Lorenza la vio, hace apenas unas semanas, la mujer le contó que estaba aprendiendo tango, y así, sin parejo, se levantó y le dio una demostración que la dejó embobada.
Fue otro día, en otra reunión, tal vez en la celebración de algún cumpleaños, que Lorenza la escuchó decir: «Néstor y yo sabíamos que nos íbamos a separar. Pero esperamos. Cuando Angélica decidió vivir sola y Mauricio se fue a estudiar a Canadá, vimos que ya era el momento. Les habrá dolido, sí, pero no tanto como si lo hubiéramos hecho ocho o diez años antes».
Entonces voltea un tanto la cabeza. Al otro lado de la pared está la habitación de Jerónimo.
*
¿A qué se debió ese escalofrío tan bravo que acaba de sentir? «Tranquila —se dice—. Todavía no ha pasado nada. Aquí estoy, en el cuarto que comparto con Gonzalo. No he hecho ninguna cosa mala. Sigo siendo Lorenza de Corredor. Mi hijo tiene mamá. Mi marido tiene esposa. Tengo un lugar».
Empieza a cabecearse. Cuando está a punto de caer dormida, da un pequeño salto y queda despiertísima. Entonces se pregunta: «¿Qué carajos es lo que voy a hacer mañana; perdón, hoy: dentro de unas horas?».
Nada, no hará nada. Nada malo. Solo tomará un café o una cerveza con su ex novio. ¿Está mal que una mujer, ocho o diez años después de terminada una relación, comparta una mesa con el hombre al que quiso? ¿Es esa una infidelidad? No, no está mal, no es ninguna infidelidad, se responde. ¿Por qué, entonces, Lorenza está tan ansiosa?
No es tanto por el encuentro, no es tanto por la angustia de no tener ni idea de qué va a sentir cuando vea a Nicolás, o hasta dónde van a terminar llegando. Es —ella no lo tiene claro pero nosotros sí— porque sabe que tarde o temprano va a dejar a su esposo, y este encuentro es el primer acto de una vida como la Lorenza que a lo mejor quiere ser; en unas horas hará lo que le dé la gana, olvidándose de marido, hijo y familia; se sentirá libre, joven, y aquello le genera pánico porque no será una vez, una escapadita y ya. No, libre para siempre. Ahí está: el precipicio, el vacío. Siente nauseas. Y la cuestión: ¿libre para qué?
De pronto se pregunta: ¿debe esperar a estar separada para verse con Nicolás? De inmediato le pica la idea de echar reversa. Pero entonces, por primera vez en estos días de noviembre, es consciente de la escena: todo en silencio y ella está sentada en un sillón viendo dormir a su marido. No vela su sueño. El sentimiento nada tiene que ver con la ternura. Todo lo contrario.
¿Cuántas noches más pasará así? No. Bosteza y alcanza a producir un leve sonido, como de nubes, y piensa que todo será como ya es: mañana se va a encontrar con Nicolás, y ya veremos. Sonríe.
La sonrisa le dura instantes porque una palabra le cae en la cabeza: traición. ¿Este encuentro secreto, que es apenas algo así como una puerta a la independencia, es una traición? ¿Y es, entonces, la traición su única posibilidad de renacimiento?
Hace unos tres meses, Alicia, la mujer a cargo del proyecto en Cartagena, le contó que había sido infiel. Tras un congreso sobre reparación de víctimas, las dos fueron a un pequeño restaurante en Getsemaní que a Lorenza siempre le ha gustado. Mientras caminaban del Centro de Convenciones al lugar, Lorenza cayó en cuenta de que la mujer traía sus tragos encima. Antes que molestarle, aquello le pareció divertido: horas atrás, ella tomaba apuntes y trataba de entender las aburridísimas ponencias, y Alicia se divertía de lo lindo en el lobby, conversando con las amigas de la gobernación. Ahora caminaban juntas y la mujer no paraba de hablar. «Mejor —pensó Lorenza—. Así tengo la seguridad de que no voy a tener que contar nada de mi vida».
Se sentaron. Pidieron dos ensaladas césar y dos margaritas. La mujer contó esto: tenía cuarenta y dos años y llevaba veintitrés casada con Genaro (a Lorenza se le grabó el nombre: le sonó a esmeraldero, a Boyacá; no a costa). Se casó virgen, purísima, jamás pasó de un besito con algún novio de barrio. Ella y Genaro tenían dos hijas —Lorenza nunca ha podido recordar los nombres— de veintidós y dieciocho años. Sí, una vida feliz, jamás se le habría ocurrido mirar a otro hombre. Con Genaro bastaba, nunca se sintió insatisfecha.
—Él siempre quiere, ¿sí me entiendes?
—Sí, entiendo —dijo Lorenza.
—Pero…
—Pero ¿qué?
A Lorenza le emocionó la historia porque le pareció como de las películas que veía en Cinemax las noches de los sábados cuando tenía quince años:
El hobby de Alicia siempre ha sido el arte, y Lorenza, por pura intuición, cree que la mujer tiene cierto talento. Alguna vez conoció su trabajo (coloridas marinas surrealistas) y sintió en el pecho algo cercano a la felicidad (aunque pensó que le molestaría tener que ver una obra de aquellas todos los días). Alicia no hace parte del círculo artístico cartagenero y como creadora tiene poco o ningún reconocimiento. Sin embargo, asiste a las inauguraciones de todas las exposiciones, y a veces hasta termina apareciendo en las páginas sociales que registran la movida cultural de su ciudad.
Fue una de aquellas noches. Esta vez se trataba de una muestra colectiva de artistas cubanos. Por error, Alicia terminó junto a los organizadores, saludando a los isleños y dándoles la bienvenida y felicitándolos por sus obras. Ellos, a su vez, casi le hacían la venía.
Quién sabe qué habrá pensado aquel artista cubano. El punto es que la saludó con malicia, y se podría decir que estuvo de buenas: horas antes, ella había peleado feo, tan feo como nunca, con Genaro, y el hombre era exactamente de su tipo: de esos bronceados de ojos azules que parecen reptiles. Apenas si hablaron. Se miraron de lejos todo el tiempo y cada uno, por su lado, bebió bastante. La gente se iba, la noche se apagaba, y ellos ahí, como esperando.
Quedaba poca gente cuando al fin el cubano caminó hasta el servicio de hombres. Antes de entrar, le hizo una señita, algo con la boca y las cejas. Ella entendió. Segura de que nadie la miraba, se metió en el baño. Y terminaron arrinconados, haciéndose de todo y sin mediar palabra, sobre un inodoro. Apenas él terminó, se fue.
—Eso no me importó, ¿sabes? Imagínate el problema que se me hubiera venido encima si ese hombre quiere algo en serio conmigo, o me pide que, quién sabe cómo, lo ayude a salir de la isla. No, mejor que se haya perdido; habrá averiguado tal vez que yo no era nadie, no sé. No, la vaina fue otra.
—¿Cuál? —le preguntó Lorenza.
—La culpa tan brava. No, la culpa no: saber que traicioné a mi esposo.
—…
—Porque si yo hubiera estado separada o divorciada, ¿cuál problema? Lo daría a diestra y siniestra. Pero una mujer casada que hace eso es…
—¿Qué?
—Muy puta, ¿no? Mira —dijo Alicia acomodándose—, mujer casada que se meta con otro tipo es puta.
—¿Así no sea para tener sexo?
Alicia lo pensó un rato. Finalmente dijo:
—Si se mete con otro tipo, por algo será. ¿O tú no dudarías de la que come helado con tu esposo en el parque a las seis?
—Pues sí, ¿no? —dijo Lorenza riendo.
Ahora no ríe. Recuerda que Alicia jamás jamás le ha vuelto a hablar del tema, como si aquella conversación no se hubiera dado. Ahora solo cuenta aburridas bellezas de su esposo y de sus hijas y de las pinturas en las que está trabajando, y no bebe nada distinto a agua y jugos.
Lorenza de nuevo se adormece. Se imagina junto a Nicolás, comiendo helado en un parque, y, en un último acto de lucidez, se dice que en Bogotá, una ciudad sin helados y sin parques, esa imagen es absurda. ¿Helado a las seis? Ja. Y cae profunda.
*
En la mañana la despierta la voz de Gonzalo:
—No te entiendo. ¿Qué haces sentada ahí? —dice él sonriendo. Ya está vestido, listo para salir.
—¿Qué?
—¿Por qué no seguiste durmiendo con Jerónimo?
—Me dio frío —es lo primero que se le ocurre a Lorenza.
Él señala la cama nupcial, aún sin tender.
Ella responde:
—Me senté aquí y…
—¿Sí ves? —dice él.
—¿Qué?
—No somos capaces, así de sencillo.
—¿Por qué crees que no somos capaces?
—Llámalo como quieras: amor, costumbre. Lo que sea. Piensa en tus papás. ¿Cuánto llevan juntos?
—No sé. ¿Treinta y cinco años? Algo así.
—¿Y crees que se adoran con loca pasión? No. Y ahí siguen.
—Tú y yo llevamos cinco años juntos, y solo cuatro casados. ¿Quieres que vivamos igual que mis papás?
—Claro, tú quieres que salgamos empelotos a la calle y fumemos marihuana mientras nos gritamos que nos adoramos.
—Qué imbécil.
—¿Qué? ¿Me dijiste imbécil?
—…
—…
—Perdóname —dice Lorenza—. No va a volver a pasar.
Lo que él dice es:
—De pronto ahora, en diciembre, podemos ir de vacaciones. Algo calmadito.
—…
—Chao. —Se le acerca y le besa la frente.
—Jerónimo va a pasar la tarde en la casa de Alejo. Se va a ir con él en el bus, ya cuadré todo. Yo lo recojo esta noche —dice Lorenza.
—Ok.
Mientras lo ve salir del cuarto, se pregunta si él se puso demasiada loción o si es una nueva, porque siente que el aire ha quedado empalagoso, mareador, como de fábrica de confites.
—Chao —le dice a nadie, y corre al baño.
*
La saca de la ducha el sonido del timbre. ¿Hacía cuánto tiempo esto no sucedía? ¿Hacía cuánto tiempo no se bañaba a esta hora? Se envuelve en una bata y le abre a Carmen; despierta a Jerónimo, lo baña, lo viste, desayunan juntos y lo despacha. Entra al estudio.
Nicolás no está conectado esta mañana. Si así hubiera sido, ¿qué le habría dicho ella? Pretende trabajar, pero qué va. Se le van las horas intentando enterarse de cómo va el caso Colmenares, jugando solitario y ojeando las páginas de las revistas de moda; chatea un rato con Angélica, pero no le cuenta mayor cosa. «Todo igual, ¿y tú qué?». Mira un punto fijo y después corre al clóset, decide lo que se va a poner y vuelve al computador; lee algún horóscopo, se emboba y corre de nuevo al revolcar el clóset. Así, una, dos, tres veces. Y el reloj, a cada nada el reloj.
A las doce se levanta definitivamente y comienza a vestirse. Nada especial, en apariencia. Una blusa verde limón; chaqueta, pantalón y tacones negros altísimos. El pelo suelto y el maquillaje de siempre. Solo estrena algo: ropa interior. Cuando se la pone, de inmediato se sonroja; ahí está, viéndose al espejo y apretando las nalgas.
Ya vestida, va a la cocina en busca de alguna botella de vino, quiere servirse una copita, solo una; entonces suena el teléfono. Al vicepresidente para Latinoamérica de la naviera portuguesa le preocupa que solamente el proyecto de Cartagena esté andando, mientras que los de Bogotá y Medellín continúen en el papel. Lorenza le explica que así fue como ellos mismos lo dispusieron: solamente cuando Cartagena estuviera listo, arrancarían con Medellín y finalmente con Bogotá. El hombre le dice que quiere cambiar las cosas, que es importante tener una mayor notoriedad en el país, hacerse ver, porque están detrás de varios negocios con el gobierno y necesitan de una buena imagen. Ella le pregunta qué puede hacer, ¿quiere que le pase un proyecto más ambicioso de presencia en los medios?, ¿o una nueva agenda de citas con hombres poderosos? No, todavía no. Que lo deje reunirse la próxima semana con la junta y después hablan. «Tranquila, lo estás haciendo muy bien», añade, y cuelga. La llamada le deja una sensación extraña, no del todo negativa, pero extraña: la justificación perfecta para aquella copa de vino.
Se acaba de servir una segunda copa, una copa pequeña, cuando el teléfono suena otra vez. Lorenza mira el reloj: ya casi la una. A esa hora siempre la llama…
—Hola, mamá —dice a manera de saludo.
—Hola, mi vida.
—¿Cómo está mi papá?
—En el baño, como cosa rara. Oye, hace ya diítas que no veo a Jerónimo.
—Sí, te lo tengo que llevar. ¿Qué más?
—Estoy tan contenta.
—¿Por qué?
—No te había dicho, pero llevaba días preocupada… Veía que no estabas bien con Gonzalo. Yo soy mamá, y las mamás vemos cosas. No me preguntes… Pero me contaron por ahí que los vieron anoche caminando por la calle muy enamorados.
—¿Qué? ¿Quién te contó?
—No preguntes bobadas. Pero me alegra. Están muy jóvenes y el matrimonio es para disfrutarlo, para sacarle jugo… Al menos mientras se pueda. Uno no se casa para vivir maluco.
—¿Y tú cómo sabías que…
—¿Tú me crees boba? ¿Crees que no me doy cuenta de las cosas? Pero quedé tan tranquila.
—Sí —dice Lorenza. Y después—: ¿Mami?
—Dime.
—¿Tú qué pensarías si yo, hipotéticamente, dejara a Gonzalo?
—Pensaría que estás loca. Buen marido, buen papá, casado contigo por la Iglesia, no te falta nada, te respeta, un hombre de la casa al trabajo y del trabajo a la casa… Sí, tendrías que estar loca… ¿Es que lo pensaste?
—Bobeando. Pero ya tengo todo claro —dice, y le suenan las tripas—. Bobeando.
—Ay, mi amor, uno a veces quiere matarlos; pero hasta ahí. Cuidado con hacer una bobada. Piensa en Jerónimo.
—Ajá —dice, mientras piensa: «¿Y yo qué?».
—Ya todo está bien, ¿cierto?
—Sí, ya está claro. Creo.
—¿Te puedo dar un consejo?
—…
—Deberías volver a trabajar.
—Mami, ¡yo trabajo!
—En una oficina, quiero decir.
—Tengo otra llamada. Hablamos después.
Aquella segunda copa de vino al fin a la boca. Sale de la cocina, camina hasta la sala, se sienta en el sofá de lona blanca. Los tacones a un lado por un rato. Cierra los ojos.
*
Esa música. A Nicolás siempre le gustaron los boleros, los bambucos, los pasillos, la música de suicidio, como la llamaba ella. No era un gusto de borrachera o de miren-qué-loco-soy-me-sé-tres-canciones-de-Alci-Acosta.
Recitaba nombres de compositores y fechas; y, pasito, para que nadie notara que hasta tenía buena voz, las cantaba todas. Canciones del año del ruido. Las había aprendido de su padre y de su abuelo, campesinos huilenses.
Al comienzo, cuando Lorenza lo descubría cantando, él se ponía rojísimo; pero después se le habrá quitado la vergüenza, o habrá pensado —correctamente— que a ella le gustaba verlo en esas entonadas tan íntimas, y entonces se descaró. Siempre que caían en algún silencio, él comenzaba a silbar, y en el momento menos pensado ya estaba musitando esas estrofas tristísimas. Tan raro: no le gustaba el trago, le aterraba la parranda, y cantaba canciones que Lorenza siempre relacionaba con aguardiente a las tres de la mañana. Pero siempre pasitico, solamente un hilo fantasmagórico, y unas palabras hermosas que apenas si alcanzaban a hacerse frase.
Solo una vez lo escuchó cantar de verdad, con la voz absoluta. Fue una de esas noches de chocolate y almojábanas en casa de los papás de él. Ella conversaba con la suegra en el estudio cuando les llegó el sonido de la sala. Nicolás y el papá a dúo.
Se iba a levantar, quería verlos, pero la suegra la atajó. Las dos se quedaron ahí, en silencio, escuchando. Lorenza cerró los ojos, intentó concentrarse en la letra, y lo primero que vino a su mente (aquello la hizo sonreír) fue la idea de un orgasmo. Eso pensó: que la canción narraba un orgasmo.
Después —días después— cuando se lo contó a Nicolás, él le dijo que estaba completamente chiflada. Entonces empezó a murmurar la letra.
—Más duro, no oigo nada —dijo ella.
Él subió la voz:
—«Soñar y nada más con mundos de ilusión. Soñar y nada más con un querer arrobador. Soñar que tuyo es él y vive para ti. Soñar, siempre soñar, que dicen que el amor es triste despertar. Soñar y nada más con noches de quietud que misteriosas van cantando amor y beatitud. Volar a las estrellas de divinos resplandores, y en esa eternidad vivir un ideal… ¡Soñar y nada más!».
—¿Sí ves? —dijo ella, concluyente—. La descripción de un orgasmo.
—Ay, Dios, tengo una novia loca.
—Me imagino que se llama «Soñar y nada más».
—Exacto.
—Deberías escribirme una que se llame «Lorenza y nada más».
—Bueno, te la debo —fue la respuesta de él.
No pasó mucho tiempo entre este diálogo y la noche aquella, en La Candelaria, en la que, mientras comían pinchos, ella le hizo la pregunta absurda de para dónde carajos iba aquel noviazgo. Pocos días después, terminaron.
*
Lorenza abre los ojos, se pone de pie y se entacona de nuevo. Va al baño, algo de perfume y una última mirada en el espejo. Descubre, entonces, que está temblando. Toma aire y respira dos, tres, cuatro veces. No, todo igual. Sale a la habitación y agarra la cartera. Se va.
Camino a aquel lugar de la sesenta y nueve con once, recuerda que en casa no hay papel higiénico. Esta noche, después de recoger a Jerónimo, lo comprará.