CODA

—Quiero dejar el trabajo en el museo —dice Angélica—. Mi jefa cada vez está más intensa. Vieja desgraciada.

—Pues dale, renuncia —le responde Lorenza.

—Voy a mandar todo pal carajo. Me voy a reinventar. Tú deberías hacer lo mismo.

—¿Puedes creer que siguen sin saber si este muchacho se suicidó o lo mataron los amigos?

—¿Y por qué te importa tanto eso?

—No sé. Bobadas mías.

—Estás obsesionada —vuelve Angélica—. ¿Te puedo decir algo?

—Claro.

—¿Pensar tanto en ese muchacho no será una excusa tuya para evadir la realidad?

—Como psicóloga te morirías de hambre —le contesta Lorenza.

—¡Idiota!

—Idiota tú.

—¿Un martini? —dice Angélica, y se queda mirando a su prima—. Y en tu vida, ¿todo igual?

—…

—¿Te vas a separar al fin? ¿Te decidiste?

—…

—Ay, ¿sabes? Creo que nunca vas a ser capaz.

—Yo a veces creo lo mismo. Es que uno se separa ¿y qué?

—¿Entonces?

Lorenza dice algo incomprensible.

—¿Qué? —pregunta Angélica.

*

Ahí están Nicolás y Lorenza ante dos cafés y una sola porción de papitas en una mesa de aquella cafetería de la sesenta y nueve con once. Los vemos de lejos, borrosos, como quien ve una mentira. Hablan, ríen; apenas si comen, parece. Un hombre y una mujer que puede ser cualquier cosa: un par de amigos, unos hermanos, unos novios, unos esposos. Es más, si la blusa de ella no fuera tan fulgurantemente verde y si los tenis de él no fueran tan blancos, pasarían por los parientes de alguien que están velando en la funeraria de en frente. Transcurre una hora. No, menos. Entonces se levantan, primero él, después ella, y salen a la calle por separado.

Al final toman el mismo taxi.

*

—¿Qué dijiste? —insiste Angélica—. No te entendí—. Llama, entonces, al mesero y le pide los dos martinis.

—¿Dije algo? Nada. ¿O sí? —le responde Lorenza, y mira el reloj—. Me tomo este martini y me voy. Solo uno.

—Te vas a mojar.

—¿No escampará ahorita?

—¿Y acaso para dónde vas? ¿Por qué tanto afán?: ¿Jerónimo? ¿Gonza? ¿El trabajo?

—Por todas las anteriores —vuelve Lorenza—. Digamos. —Y aprieta las nalgas.

—Estás rara, prima. ¿Y me enloquecí, o estás usando tacones más altos? Te vi llegar ahorita y vi una mujer altísima. ¿Será que creciste después de vieja?

—Deja la bobada. Te chiflaste.

—¿Y el maquillaje? Tienes algo distinto en la cara.

—Ay, Dios. Hoy estás peor que nunca. Es el mismo maquillaje de toda la vida. Me echo las mismas sombras y el mismo colorete desde que tengo quince años.

—¿Será? Bueno, ahora sí dime: ¿estás mejor?, ¿mejor que la última vez que nos vimos?

—No.

Suena el celular de Angélica. Mientras ella dice sí señora, qué embarrada, usted sabe cómo son los artistas, tienen un genio terrible y ninguno cumple, se lo aseguro, mañana a primera hora arreglamos eso, feliz tarde, que esté bien, Lorenza, pasitico y como embobada, dice: «Ni-co-lás. Ni-co-lás».

Y repite:

—No. No estoy mejor.

Afuera, en medio de un aguacero, comienzan a titilar las primeras luces de diciembre.