En el amanecer de aquella mañana de primavera del año 1967, una lluvia tibia y tímida empezó a llenar de gotas y melancolía la calle Caspe de una Barcelona nublada y gris. El último día del mes de marzo, los olores y los colores de la vida se habían hecho especialmente visibles para un mago de las ondas que cada día entraba en las casas de la gente, sin llamar a la puerta ni pedir permiso. Cuando Salvador Escamilla hablaba, la gente no sólo recibía palabras y música, sino caricias, abrazos e ilusiones.
Cada mañana repetía el mismo ritual. El conserje atento y servicial de Radio Barcelona, un hombre chiquito y bizco que siempre vestía de color azul, el señor Casado, le preparaba con diligencia un buen café, servido siempre en una taza de porcelana blanca, y se lo entregaba en mano, con satisfacción, al pie del micrófono.
De pie, con los ojos cerrados, Salvador olía el café, se mojaba los labios con aquel sabor intenso y dejaba que el espíritu del brebaje impregnara sus sentidos y le inspirase para comenzar el programa que estaba a punto de emitirse por la gran ventana de la radio.
El aroma del café era el combustible necesario para poner en marcha el engranaje de ese motor creativo. A menudo, alguna gota negra se derramaba por encima de las páginas de los guiones eternamente provisionales, cuatro notas redactadas con más intuición que técnica. Y justo antes de que el conserje abriera al público las puertas del estudio Toreski, más teatral que radiofónico, Escamilla volvía a hacer suyo el espacio, y visualizaba mentalmente todo lo que pasaría en aquella nueva mañana de radio.
La entrada al estudio de los cinco músicos de la banda del programa –Espeitia, Giralt, Orteu, Gadea y Fígols– formaba parte del protocolo. Con gran respeto, entraban de uno en uno y se colocaban delante de su instrumento, preparados para inundar la atmósfera con los ritmos y melodías de moda. Todos eran grandes maestros, virtuosos de su arte.
Detrás de ellos, disciplinadamente, estaba Xavier Porcel, el ayudante y secretario que hacía las funciones de productor del programa, un hombre que perseguía a Escamilla, arriba y abajo, siempre alarmado por las imprevisibles sorpresas del directo. Y todavía había otro personaje, Lluís Muntaner, el redactor de las escaletas y de los guiones del programa que tenían que enfrentarse con las garras de los implacables censores.
Todo estaba listo. Y con un gesto imperceptible de la mano, un código interno elaborado por los miembros del equipo, Porcel indicaba al señor Casado que ya podía abrir de par en par las puertas del templo de la radio. El público entraba excitado y absorto por poder ver en directo todo aquello que hasta entonces solamente había escuchado. Era una oportunidad única. Se creían privilegiados, testigos de excepción de una nueva edición de un Radioscope que ya era mítico.
Se rumoreaba que Salvador Escamilla era un hombre elegante. Y aquella mañana todo el mundo comprobó, en primera persona, en qué consistía su estilo. Llevaba un traje gris perla de alpaca, una camisa blanca, una corbata de punto, mocasines italianos y calcetines a juego, y el pelo impecable cortado con navaja, como si estuviese recién salido del barbero.
Escamilla saludó al público con una sonrisa, pero enseguida cerró los ojos para concentrarse en la cadencia de las agujas del reloj que presidía las paredes grises del estudio, unas agujas que se acercaban temerariamente a la hora exacta en que la señal luminosa indicaba que el micrófono ya estaba encendido y que cada palabra iba a retumbar poderosamente en todas las casas del país.
Los últimos tic-tacs del enorme reloj fueron los más lentos hasta entonces. El silencio era absoluto. Todo el mundo esperaba el milagro: escuchar la voz que cada mañana calentaba el corazón de la gente.
Sin embargo, a veces no todo el mundo está dispuesto a escuchar. En casa de María Riera parecía que nada ni nadie pudiese calmar la tormenta que se había desatado hacía algunos minutos, cuando la chica había sintonizado la emisora Radio Barcelona donde estaba a punto de empezar el programa Radioscope.
–¡Sigues empeñada en llevarme la contaría, María! ¡Ésta es una casa respetable en la que no tiene lugar el libertinaje ni el catalanismo que defiende ése tal Escamilla! –dijo el cabeza de familia con tono imperativo, mientras se acercaba al aparato de radio para apagarlo.
–Joan, deja a la niña, ¡que no te ha hecho nada! –dijo la madre de la chica en un acto reflejo de protección.
–¡Cállate, Julia! Si no fueras tan débil, María nos obedecería más y no tendría esa idea tan loca de ser artista. Es una botarate y es tu culpa, sólo tu culpa. Si nuestra hija sigue por este camino, te aseguro que se convertirá en una chica infeliz y que te arrepentirás toda tu vida.
–Papá, no juegues con los sentimientos de mamá. No es justo.
–Estás en mi casa, chica. Así que ni se te ocurra decirme lo que puedo o no puedo hacer. Aquí, entre estas cuatro paredes, las normas las pongo yo. Yo sé exactamente qué es lo que se debe hacer para sacar adelante esta familia.
–Padre, tú siempre crees que tienes la razón, pero no siempre es así. Ya no soy una niña. No estés tan encima de mí, te lo pido.
–Claro, María, claro que tengo razón. Ya lo verás, hazme caso y todo irá bien.
–¿Ves como es imposible hablar contigo? No escuchas nunca a nadie. Me das tanta pena, papá.
Lo único que obtuvo como respuesta no fueron precisamente palabras. Su padre, con el rostro encendido, repitió un gesto que había hecho decenas de veces. Después de decirle a su mujer que saliera de la habitación, sacó el látigo de cuero que llevaba atado a la cintura y, sin piedad, azotó las nalgas y la espalda de su hija. No era la primera vez que sucedía algo parecido en aquella casa tan distinguida, y lo único que pudo hacer María fue sollozar en voz baja, secarse las lágrimas con las mangas de la blusa y sentir una y otra vez el cuero que le ulceraba la piel.
Cuando el progenitor dio por acabada su lección, impasible, le dijo a su hija:
–María, sé que mañana tienes una actuación y por ese motivo no te he pegado en la cara, pero te aseguro que la próxima vez que desobedezcas estando a mis órdenes no seré tan amable contigo.
Con un gesto delicado, Escamilla acarició el micrófono de jirafa y lo acercó cariñosamente a sus labios, como un amante en busca de la boca de su amada. Y justo cuando la esfera marcaba las diez y media de la mañana, pronunció aquella mítica frase que ya se había convertido en un símbolo: Buenos días, Cataluña, buenos días...y una canción. El programa avanzó dando paso a todos los contenidos y secciones habituales, y el plato fuerte del día llegó con la actuación en directo de Joan Manuel Serrat, el cantautor favorito del locutor, quien, desde su sección, que se emitía todos los lunes, miércoles y viernes, interpretó una de sus canciones más conocidas, Paraules d’amor, que pertenecía a un disco que se había colocado entre los más vendidos de España. Era la primera vez que algo así sucedía con una canción catalana.
El público del estudio enloqueció con la actuación. Y cuando Joan Manuel acabó de cantar, Escamilla y él compartieron unas palabras para anunciar el evento histórico que iba a tener lugar el día siguiente, aquel primer sábado del mes de abril.
–Queridos oyentes, no hace falta que os recuerde que mañana todos tenemos una cita ineludible, extraordinaria, única y mágica. Mañana tenemos que estar todos en el Palau de la Música, apoyando y disfrutando de nuestros artistas, gente de nuestra gente. Será un gran concierto de canción catalana, que contará con una cartelera de excepción: Jacinta, Mariano Albero y Jocelyne Jocya, entre otros. Y también una nueva voz que a pesar de ser muy joven, ya tiene muchas cosas que decir: ¡María Riera! Y, claro, en la segunda parte del concierto el gran protagonista de la noche será Joan Manuel Serrat, el cantautor más querido, admirado y seguido.
–¿Ya tienes a punto el orden del repertorio, Joan Manuel?
– Sí, sí, Salvador. Ya está todo pensado y preparado. –¿Y cómo van los nervios? ¿Te traicionan a menudo? –Hombre, la verdad es que un directo siempre es un directo. Además, esta será mi primera vez en el Palau. Y eso, aunque no quieras, impone.
–Querido Joan Manuel, te dejamos ir a casa porque necesitas descansar y preparar tu cuerpo y tu mente para este gran reto que se acerca. Y a todos vosotros, queridos oyentes, sólo quiero añadir que el Radioscope de esta semana terminará ahora mismo, pero mañana, sábado, continúa la fiesta. ¡Y será una gran fiesta! Os deseo un feliz fin de semana lleno de alegrías compartidas y de ilusiones hechas realidad.
«No pienso perderme el concierto de mañana en el Palau. Toca Lluís y ya hace demasiado tiempo que me dice que vaya a verle en directo y nunca puedo. No puedo hacerle otro feo a mi hermano. Mañana acompañará con la guitarra a la voz de Mariano Albero. Sé que él me espera allí, en la platea del Palau. Y esta vez no puedo fallarle», pensó Ramon Miserachs mientras desconectaba la radio para concentrarse en el libro de derecho civil que tenía en las manos. Faltaba menos de una semana para enfrentarse a aquel examen; lo temían todos los estudiantes de la facultad. Pero no dispuso de mucho tiempo para estudiar, ya que Lluís entró en casa resoplando, con los nervios a flor de piel.
–¿De dónde vienes tan mugriento? ¿Se puede saber qué te pasa por la cabeza?
–Mejor que no te lo cuento. No te lo vas a creer... –dijo Lluís mientras recuperaba el aliento y se quitaba la ropa sucia y desharrapada antes de ducharse.
–¿Y la ropa? ¿Te has peleado con alguien?
–Mucho mejor que eso, hermanito. He lanzado un cóctel molotov contra la sucursal del Banco Popular de la calle Consejo de Ciento.
–Lluís, estás loco. Un día los grises te cogerán y se te acabarán las ganas de marcha. Ya veo que la primavera te calienta la sangre, pero a decir verdad, te encuentro mucho más convincente como músico que como revolucionario de pacotilla.
Nada más apagarse la señal luminosa que indicaba que el programa había terminado, Escamilla se desató el nudo de la corbata, se quitó la americana y se dobló las mangas de la camisa. Entonces, ya relajado y satisfecho, se acercó, generoso y receptivo, hasta la platea de aquel estudio donde le esperaba su fiel público. Todo el mundo quería decirle algo, todo el mundo le reclamaba y le pedía un instante de atención. Y él tuvo una palabra, una mirada, un gesto para cada uno. Aquel era su público. Y era completamente consciente de que su trabajo no tenía ningún sentido si no había alguien al otro lado de las ondas. Era un trabajo agradecido, pensó, y salió en busca de la luz natural de la calle Caspe acompañado de su amigo y confidente Joan Manuel Serrat, con quien se sentó en la terraza del Café de la Radio para charlar, un día más, de todo y de nada, para compartir aquella amistad cargada de complicidades e ilusiones que ya tenía todos los colores de la primavera.