María Riera había dormido poco y mal. Con el cuerpo dolorido y la mente hirviendo de pensamientos y sentimientos contradictorios, la noche se le había hecho muy larga mientras se revolvía entre las sábanas empapadas y buscaba el consuelo y la ternura que le faltaba entre las deliciosas palabras de aquella nana que iba a cantar en el Palau.
Barcelona estaba preciosa. Se levantó y salió perfumada del ático de la Rambla de Cataluña, donde vivía con sus padres, con un vestido de flores. Era primera hora de la mañana y la ciudad, todavía adormecida, vibraba al ritmo de una energía que enseguida se le contagió.
Los plataneros de aquel elegante paseo la protegían a ambos lados, y ella bajaba con los ojos llorosos, el corazón acelerado y ese miedo eterno que llevaba clavado dentro y que trataba de disimular, como podía, con una sonrisa forzada que sabía que no era del todo convincente.
A la altura de la Avenida de José Antonio Primo de Rivera, se paró en un estanco para comprar el periódico, sentía curiosidad por saber si entre las páginas de la sección de espectáculos aparecía su nombre, en aquella cartelera de lujo protagonizada por algunos de los grandes referentes de la canción catalana.
En la portada de La Vanguardia aparecía una fotografía de Franco a toda página y en la sección de cultura un anunció destacado que informaba del concierto de aquella noche en el Palau de la Música Catalana. Entre aquellos nombres de grandes cantantes, también figuraba el suyo.
Ilusionada como una niña, María abrió el periódico y quiso enseñarle la página al quiosquero, quien por un instante se convirtió en cómplice de su alegría. Y con aquella sonrisa ingenua dibujada en la cara, llegó hasta la Plaza Cataluña, donde, sin saber por qué, tuvo la necesidad de pararse por un instante para observar una bandada de palomas blancas que volaban concéntricamente y dibujaban figuras imaginarias en aquel cielo pintado de azul. Intuyó que aquella imagen era un mensaje y que ahora sólo le faltaba saber cómo interpretarlo.
–Siempre he querido volar como estas palomas – dijo una voz grave y cansada que María escuchó de pronto detrás de ella.
Al volverse, María vio que se trataba de una mujer muy vieja, con la cara quemada por el sol, que pasaba días enteros vendiendo vezas para alimentar a aquellas aves que eran el deleite de los niños y los turistas.
–Sí. Ellas son la libertad en estado puro... –respondió la chica.
–¿Y tú me hablas de libertad? Con lo joven que eres, ¿Qué sabes tú de eso?
–Sólo sé que la libertad es bella y también necesaria.
–Tus ojos llorosos no me dicen precisamente que eres libre. ¿Qué te pasa, niña?
–¿Sabe? Mi problema es precisamente aquello que no tengo – respondió María mientras empezaba a llorar desconsoladamente.
–Perdóname, no quiero ser indiscreta. No hace falta que me lo cuentes. Pero déjame decirte una cosa: nunca permitas que nada ni nadie te quite la alegría. Es tu tesoro más preciado y solamente te pertenece a ti. Piénsalo cada vez que estés a punto de rendirte. No podemos traicionarnos a nosotros mismos. Recuérdalo siempre.
Cuando llegó a la plaza Obispo Urquinaona, a María le vino a la memoria el anuncio que había escuchado por la radio tantas mañanas en el programa de Escamilla: «Te esperamos en la Casa de las Mantas, Jonqueras número 5, al ladito de la Caixa...», y como le venía de paso, decidió pararse delante de aquel escaparate inmenso lleno de ropa para el hogar, y después de pensárselo dos veces, entró a mirar las ofertas que anunciaban unos carteles de colores imposibles de evitar. Y con una bolsa llena hasta arriba de toallas, sábanas y almohadas de algodón, salió del lugar y tomó la calle del Palau, que ya estaba muy cerca.
Nada más atravesar la gran puerta giratoria de aquel recinto modernista consagrado a la música, obra del genial arquitecto Domènech i Montaner, tuvo la sensación de que entraba en otro mundo. Subió cada escalón de la majestuosa escalinata de mármol, alzó la mirada para contemplar encantada aquella magnífica vidriera de Antoni Rigalt, que hacía de techo, y cruzó todo el patio de butacas de la platea hasta el proscenio, donde ya estaban algunos músicos ensayando. Con gran respeto, subió al escenario para observar cómo lo vería todo desde allí arriba esa misma noche, cuando llegase el momento de actuar.
Y en medio de todas aquellas esculturas, bellas musas de cerámica que parecían formar parte de un coro de voces celestialess y que estaban situadas en torno al escenario, María cerró los ojos y se dejó llevar suavemente por la canción que apenas empezaba a cantar una de las mujeres con la que compartiría cartel. Ella, Jacinta, la miró con un gesto de complicidad, se acercó a la chica y la besó en la mejilla.
María tenía muy claro que aquella iba a ser una noche de sensaciones únicas, de música y de complicidades. Pero nunca podría haber imaginado que entre todas las miradas del público, hubiera una muy familiar y cercana. Una mirada que llevaba clavada en su interior desde hacía unos cuantos años y que nunca había podido olvidar.