3.
FLOR DE JAZMÍN

Se sentía como una niña pequeña en un mundo de adultos, mientras lo observaba todo desde el rincón más oscuro del escenario, un escondite imaginario que la hacía sentirse segura delante de aquel mundo nuevo y desconocido.

Los elementos parecían ponerse en su contra, todo lo encontraba hostil y extraño: los micrófonos no acababan de funcionar, los focos de luz estallaban por todas partes, las guitarras estaban desafinadas, los nervios descontrolados, había miradas de incertidumbre, de miedo...

María sacó el coraje de donde creía que no tenía, y con pequeños pasos, cada vez más seguros, se plantó allí, en medio del escenario. Había llegado el gran momento de demostrarse a sí misma y de demostrarle a todo el mundo que aquél sería el principio de un gran sueño hecho realidad.

Miraba fijamente el micrófono que tenía a un palmo de los labios, con cierto respeto, consciente de que aquel objeto podía ser su mejor aliado o su enemigo más feroz. Aquel trebejo sería el encargado de proyectar su voz delante de un público que tendría en sus manos el poder de ensalzarla hasta la fama o de hundirla en el infierno del olvido. Pronto le vino a la cabeza la fragilidad de sus días, la eterna sensación de provisionalidad que la había acompañado a lo largo de toda la vida. Siempre se había sentido como un pétalo de jazmín arrancado súbitamente por la furia de un golpe de viento de primavera.

Un rumor avanzó por el patio de butacas hasta invadir el Palau de voces que anunciaban la llegada de Escamilla. Él haría de maestro de ceremonias y de presentador del concierto. El locutor avanzó hacia el escenario, con paso decidido, esparciendo generosamente una sonrisa luminosa que contagió de optimismo el ambiente.

Cuando estuvo sobre el escenario, junto a María, instintivamente percibió la extrema fragilidad de la chica.

–Cómo me gusta verte aquí arriba, María –le dijo Salvador Escamilla a la joven promesa de la canción catalana mientras la abrazaba con un gesto de protección.

–Salvador, tus palabras son tan importantes para mí ahora mismo...

–¿Qué has decidido cantar esta noche? Quedamos en que sería bueno escoger una de aquellas canciones tradicionales.

–¡Claro que sí! He escogido, y me parece que es una de tus preferidas, una nana: Rossinyol que vas a França1.

El periodista, al ver cómo se estremecía al pronunciar el título de la canción, le cogió la mano firmemente para serenarla.

–María, en un artista los nervios son necesarios para estar alerta, despierto y dar lo mejor de sí mismo. Estar excesivamente relajado no es bueno.

–¡Tengo mariposas en el estómago, Salvador!

–Bueno, eso es bonito, pero sobre todo es muy importante. ¿Sabes qué, María?, siempre tenemos cosquillas en el estómago antes de empezar a cantar, como tenemos cosquillas cuando nos enamoramos. Creo que tengo un buen consejo para ti y si te gusta ya es tuyo. En estos momentos de nervios, es muy importante concentrarse en un recuerdo muy intenso y único, como puede ser el primer beso de amor. En aquel instante sólo existen los ojos, los labios y el aliento de la persona que quieres. El Universo entero desaparece y se funde en la nada. Verás cómo de repente todo es fácil, la voz sale más clara que nunca, y parece que le estés dando un beso al público de la platea. La gente recibe tu voz como si estuvieras besándolos, de uno en uno. María, hazme caso y concéntrate intensamente en aquel primer beso de amor.

–Gracias por ser como eres, tan generoso conmigo. No sé si está bien decírtelo, pero lo siento con mucha fuerza. Eres como un padre para mí. Espero no decepcionarte. Ya me dirás luego qué te ha parecido el ensayo.

–María, ya lo tienes todo a punto. Ha llegado tu gran momento. Estás en el umbral de la puerta que separa la vida de la niña que eres, y la de la mujer que estás a punto de ser.

La chica agarró el pie del micrófono y buscó su complicidad, respiró un par de veces profundamente y transformó en melodía los eternos versos de aquella canción infantil:

Rossinyol, que vas a França, rossinyol

encomana’m de la mare, rossinyol,

d’un bell boscatge, rossinyol, d’un vol 2 .

Frente a ella, en las primeras filas de la platea, tres espectadores seguían con atención cada gesto de la joven intérprete. María se sentía reconfortada con aquellas miradas de apoyo: sentía que no estaba sola, y acordándose de las palabras de su descubridor radiofónico, cerró los ojos y se concentró en su primer instante de amor, cuando sus labios descubrieron el misterio del deseo.

Que em fa guardar la ramada, rossinyol,

he perduda l’esquellada, rossinyol,

d’un bell boscatge, rossinyol, d’un vol 3 .

Aquella vieja canción que había regalado dulces sueños a tantos niños empezó a emprender el vuelo y a hacerse más verdadera y bella. Ella seguía pensando en aquel primer beso y su voz impregnaba el Palau de emociones a flor de piel.

Cuando acabó la última estrofa de la melodía, María abrió los ojos lentamente para contemplar un paisaje que no había previsto: allí, de repente, había más de treinta personas, de pie, aplaudiendo con las manos y la mirada.

Con timidez, la joven cantante agradeció las muestras de afecto de toda aquella gente, inclinándose respetuosamente delante de su primer público, con aire de incredulidad y de sorpresa. Y después de buscar los ojos de Escamilla y de recibir su beneplácito con un casi un imperceptible pero inequívoco gesto de la cabeza, se giró para salir entre bambalinas, y la sorpresa fue máxima cuando chocó con la mirada de aquel recuerdo que la había inspirado sólo unos instantes antes.

«Mientras cantaba, cerraba los ojos y lo veía en el pasado. Abro los ojos y todavía lo veo aquí, en mi presente», pensó María mientras Ramón avanzaba ilusionado.

–Me gusta comprobar que llevas el mismo perfume de siempre, tu delicada aroma de flor de jazmín.