5.
TRES LÁGRIMAS

Aquel concierto tan esperado del sábado por la noche empezó más tarde de lo que la gente hubiera deseado. La platea del Palau estaba caldeada, se escuchaban por todos lados proclamas y consignas catalanistas y libertarias. Las muestras de euforia colectiva incomodaban a algunos sectores del público, temerosos por la más que probable aparición en la ciudad de los hombres fuertes del Régimen.

–Buenas noches, queridas y queridos –dijo Salvador Escamilla, con el micrófono en mano, dirigiéndose a los asistentes del recital–. Como podéis ver, vamos retrasados. Y no es que no tengamos ganas de escuchar la primera voz que nos cantará, la mágica Jacinta. ¿Pero sabéis qué ocurre? Pues que de repente se ha ennegrecido el cielo y las primeras nubes amenazan tormenta. Y os aseguro que son unas nubes muy grises, ¿ya me entendéis, verdad?

Entre bambalinas, María y su madre, Julia, no se perdían ni un solo detalle de lo que estaba pasando en el escenario.

–Niña, ¿no crees que Escamilla ya está haciendo de las suyas? Alguien puede llamarle la atención en cualquier momento.

–Mamá, hace unos cuantos días corría por la facultad el rumor de que Salvador había tenido un buen susto con la censura. Se ve que incluso le citaron en las oficinas que tienen allí, en la Avenida del Generalísimo Franco. Qué valor tiene este hombre, ¿no te parece?

–¿Tú llamas a esto valor, María? Yo más bien lo llamaría inconsciencia.

Mientras las autoridades ocupaban sus butacas, el público guardó silencio, roto de vez en cuando por algún pitido impertinente y algún grito inconformista con la actitud altiva de aquellos hombres oscuros que llegaban media hora tarde: «¡Fascistas, idos del Palau!», se oía a pie del escenario; «¡Muerte al dictador! ¡Viva Cataluña!», retumbó desde las últimas filas de platea.

El ambiente se convirtió por unos instantes en una olla a presión a punto de estallar, pero Escamilla, con su natural instinto de supervivencia, acostumbrado como estaba a conciliar cualquier tipo de dares y tomares, enseguida tuvo claro cuál era la mejor solución para amansar a las fieras. En un santiamén se metió entre bambalinas, cogió del brazo a Jacinta, la primera cantante de la noche, y la condujo al escenario, al pie del micrófono. Delante de todos, discretamente y al oído, mientras le apretaba suavemente la mano, le hizo saber que era el momento de empezar el recital.

El Palau enmudeció cuando la cantante empezó a interpretar la pieza Sóc molt poca cosa4, una canción que a María le condujo a pensar enseguida que su vida era frágil. Entre los temas del repertorio, Jacinta cantó Blancanieves, una canción que pocos meses después grabó en un LP titulado Las canciones de Walt Disney, un álbum cantado a dúo con el hombre de la radio y showman que la acababa de presentar delante de aquel auditorio alborotado.

El resto de voces de aquella primera parte del concierto, Mariano Albero y Jocelyn Jocya, también consiguieron despertar entre los asistentes adhesiones y emociones, porque sus canciones eran muy populares y conocidas por todo el mundo.

Las fieras, amansadas del todo, recibieron con gran ternura a aquella chica de aspecto delicado, María, que había encontrado el coraje suficiente para dedicar unas breves palabras de agradecimiento a toda la gente que tenía delante y que le daba tanto respeto.

–Buenas noches a todo el mundo, sólo quiero deciros que soy María Riera, que este es mi primer concierto en público, y que, si los nervios no me traicionan, interpretaré una antigua canción de cuna que me cantaba mi abuela durante las noches de invierno de mi infancia. Espero que os guste.

Aunque el auditorio estaba lleno hasta la bandera –más de dos mil almas atentas a cada nota musical y a cada gesto que se producía sobre el escenario–, para María, aquel era un concierto intimo dedicado especialmente a la mujer que le había dado la vida, al hombre que la había descubierto como artista y que creyó en ella desde el primer momento, y al joven que años atrás le había robado el corazón y que ahora volvía a remover sus sentimientos.

Desde la primera fila de platea, la madre de la chica lloraba, fruto de la satisfacción de quien ve cómo su pequeña empieza a abrirse camino por sí misma, pero también fruto de la tristeza infinita de saber que su marido nunca compartiría con ellas momentos como aquellos. «Cuantas veces te he repetido que si fuera por mí, cogería la puñetera guitarra de María y la quemaría», se acordó que le decía su marido cada vez que hablaban de la carrera artística de su hija.

Entre bambalinas, Escamilla seguía la actuación con orgullo, como aquel que es partícipe de un sueño hecho realidad.

Y finalmente, Ramón, clavado en su butaca, inmóvil, atento no a cada nota sino a cada latido y a cada aliento de María. Él también expresaba con sus latidos las emociones de un corazón joven que tras demasiado tiempo dormido volvía a renacer con más fuerza que nunca.

Tres sentimientos, tres emociones y una nana.