6.
PALABRAS DE AMOR

El anuncio del recital del Palau de la Música Catalana de la página 58, «Música, Teatro y Cinematografía», del periódico La Vanguardia del sábado 1 de abril de 1967, dejaba muy claro cuál era el plato fuerte de la noche. El nombre de Joan Manuel Serrat aparecía impreso en el rotativo con un cuerpo de letra sutilmente mayor que el del resto de artistas. El chico de Poble-Sec, apadrinado por Salvador Escamilla, se había convertido en el cantante más querido del país, y todo el mundo tenía ganas de escuchar un buen repertorio de canciones suyas.

Aquella noche había llegado el momento de desvelar el gran misterio. El público del Palau también era fiel oyente del programa Radioscope y por fin estaba a punto de poner cara y gesto a la voz que lo seducía desde el otro lado del receptor de radio.

El locutor apareció en el escenario a las diez y media, luciendo la corbata de seda que siempre tenía a punto para las grandes ocasiones, perfumado con su esencia fresca de lavanda y con una generosa sonrisa, especialmente cómplice. Lleno de ilusión y energía empezó con la presentación de la estrella de la noche.

–Bienvenidos otra vez, queridos amigos y amigas. El artista que estáis a punto de escuchar y, muchos de vosotros, de ver por primera vez, ha llegado para seduciros uno a uno, alma por alma. Yo, que lo conozco bien en la distancia corta, sé que hoy volverá a despertar nuestras sensibilidades y os quiero confesar que, cada vez que escuchó una nueva canción de Joan Manuel, le digo que está tocado por la mano de un ángel. Él me sonríe y me dice que su único secreto son un montón de horas de trabajo. Y para acabar mi presentación, permítanme un cumplido. Ya está aquí nuestro artista más querido, Joan Manuel Serrat.

 

Lo único que fue capaz de romper el encanto de aquella noche fue la aparición inesperada del torturador de la Vía Layetana. El comisario José García había nacido en Sevilla, durante las fiestas del Rocío del año 1916. Desde niño, a él y a sus cuatro hermanos, su padre, oficial del ejército destinado en Melilla, les había inculcado el ideario fascista a conciencia. Uno de los hermanos había muerto en la batalla del Ebro, otro se había alistado a la División Azul, y él había decidido, desde muy joven, pertenecer a la Quinta Columna, aquel grupo de hombres que desde el territorio republicano trabajaba por la victoria franquista.

Durante la Guerra Civil, García estuvo como recluso en la famosa checa de la calle Vallmajor, donde fue salvajemente torturado antes de ser trasladado a un campo de prisioneros en el Pirineo. Toda esa experiencia vital forjó su carácter, resentido, vengativo y, por encima de todo, cruel. En la tétrica comisaría de Vía Layetana, García había creado su propio universo, y toda la violencia que había sufrido en sus propias carnes, ahora volvía a multiplicarla por mil a la mínima oportunidad que le ofrecían.

Nada más entrar el inspector García y tras sentarse en su asiento reservado, el murmullo del publico de la platea cesó. La presencia de aquel hombre oscuro transformó el ambiente de fiesta en una extraña y sutil tristeza.

Sobre el escenario, Serrat seguía tejiendo sus melodías, y justo detrás del comisario, dos ciudadanos de Barcelona mantenían una conversación en un tono encendido de voz.

–No puedo soportar la presencia del hijo de puta de García. ¿Te parece normal, Jordi, que en un día como este tenga que sentarse delante de mí?

–Déjalo de una vez, la vida continúa. Mira adelante y, por favor, baja el tono de la voz que todo el mundo nos está mirando.

–¿Sabes qué pasa? Que no puedes entenderlo porque no lo has vivido. Aquella noche, en los sótanos de la comisaría de Vía Layetana, llegaron a hacerme cosas tan brutales que todavía arrastro hoy las secuelas. García en persona, acompañado por uno de sus hombres de confianza, me lanzó contra una pared de cemento manchada de sangre y humedad, y me cogió la cabeza y me la aplastó una y otra vez contra el muro. Caí desmayado al suelo y entonces, para que no perdiera el conocimiento, García me pisó las uñas de los pies. Sentía cómo los golpes me herían la carne y el cerebro, mientras yo desprendía sudores y babas. Te juro que todo lo que cuento no es nada comparado con lo que sentí.

–Jaume, por favor, intenta controlar tus pensamientos. Olvida todo eso ahora y disfruta de Serrat.

García no se había perdido ni una palabra de aquella conversación en la cual era el protagonista. Y mientras dibujaba una cínica sonrisa en su rostro, se volvió hacia ellos dos y, con un tono autoritario y despectivo, exclamó: «¡Silencio, coño!».

El efecto fue instantáneo. Los dos hombres decidieron que lo mejor que podían hacer era salir del Palau y se marcharon con un agrio sabor de boca.

 

El Palau de la Música enloqueció cuando Serrat empezó a tocar con la guitarra los primeros acordes de Palabras de amor.

María, sentada junto a su madre, en la primera hilera de la platea, enseguida buscó los ojos de Ramón, que estaba al otro lado del pasillo central de butacas.

Cuando sus miradas se encontraron, todo se paró a su alrededor. Sólo eran ellos dos y la voz de Serrat interpretando la que, a partir de aquella misma noche, se convertiría en la banda sonora de sus vidas. Solamente eran ellos dos y aquellas palabras de amor.

La chica se despidió de su madre con dos besos, le dijo que no se preocupara, que le dijera a su padre que llegaría en casa pronto.

María y Ramón salieron cogidos de la mano, en silencio, y de vez en cuando, a él o a ella se le escapaba una sonrisa nerviosa, algo tímida, de complicidad.

Él se armó de valor y mientras descendía por las majestuosas escalinatas del Palau, decidió cogerla de la cintura. Y fue así como atravesaron juntos la puerta giratoria que los condujo hasta la calle.

Caminaron hasta Vía Layetana, y nada más tomar la calle Jonqueres, una voz familiar y socarrona exclamó:

–¡Ya era hora, eh, chicos!

Al volverse, María y Ramón vieron a Marc, aquel guitarrista insolente con el que habían pasado tantos veranos juntos en Begur.

–Tengo que decirte que has estado genial, ¡María! Quién hubiese dicho nunca que terminarías compartiendo escenario con el mismísimo Serrat. ¿Sabes una cosa? Desde que he empezado en la facultad, me he olvidado de Dylan, de mi guitarra y de todo ese rollo. Pero me hace ilusión que tú sigas con esto de la música. Siempre me ha gustado tu manera de cantar.

Después de prometerse que se verían pronto para tomar una cerveza, la pareja siguió a solas por la calle Jonqueres, hasta que llegaron a los almacenes de ropa del hogar, la Casa de las Mantas.

–Mira Ramón, esta mañana he pasado por aquí y he comprado todo esto que llevo en la bolsa. ¿Te gusta?

–Estas sábanas azul cielo me encantan. ¿Y sabes qué estoy pensando?

–Ramón, no hace falta que me lo digas, ya sé por dónde quieres ir.

El chico, galante como siempre, cogió la bolsa que llevaba María, y ella le estrechó el brazo que le quedaba libre.

Aquella noche de primavera, las estrellas brillaban con intensidad y la luna se mostraba orgullosa, en toda su plenitud.

Llegaron a la plaza Obispo Urquinaona y, allí mismo, Ramón paró un taxi para ella.

–¿Nos veremos mañana?

–Por mí sí, mañana y siempre.

Y mientras el chico le abría la puerta del coche, se acercó a ella, la besó en la mejilla y le dijo al oído: «No en sabíem més, teníem quinze anys. No havíem tingut massa temps per aprendre, tot just despertàvem del son dels infants...» 5