7.
CAFÉ DE LA ÓPERA

A base de cervezas y tés con limón, de confidencias y de complicidades compartidas, aquel entrañable local de las Ramblas frente al Liceo se fue convirtiendo en el oasis particular de Ramón y María, el lugar donde dibujaban besos, caricias, ilusiones y miedos, pero también el lugar donde se iban tejiendo nuevas amistades.

El Café de la Ópera, uno de los epicentros de las mentes más inquietas y creativas de la ciudad, lleno de ideas frescas, contagiaba su espíritu hasta llenarte de ganas de hacer cosas nuevas, de pasar a la acción, de transformar a los grises en una infinita paleta de colores.

María y Ramón habían hecho suya la mesa más abrigada, situada al fondo del bar. Y no sólo eso, sino que a base de verlos y de hablar con ellos, Jaume, el camarero más joven, se había convertido en su amigo, y cada vez que la pareja entraba en el bar, los iba a recibir a la puerta y los acompañaba hasta su rincón.

–Ramón, esta mañana, en casa, ha habido un drama. No te puedes ni imaginar cómo estaba mi padre.

–¿Y qué ha pasado esta vez?

–A mi padre no le gusta que vuelva a salir contigo. Y está haciendo lo imposible para que no nos veamos. ¿Te acuerdas de todas las cartas y poemas que me enviabas y que yo guardaba en la cajita del cajón de la mesita de noche? Pues ya no la tengo. Esta mañana, cuando he abierto el cajón, había desaparecido. He entrado en el comedor y he encontrado a mi padre como poseído. Estaba leyendo y rompiendo furiosamente tus palabras, Ramón.

–María, ¿pero tú estás bien conmigo, verdad? ¿No le gusta ver a su hija feliz?

–No lo sé, ya sabes que me cuesta mucho entenderlo. Es un hombre difícil.

–Y tu madre, ¿qué piensa de ello?

–Mi madre no se mete. Cada vez que nos ve discutir, agacha la cabeza, da media vuelta y se va. De hecho, creo que a mi padre le gustaría que yo desapareciera de Barcelona, como aquella vez que me envió al internado de Suiza. ¿Te acuerdas?

A María le recorrió un escalofrío y sintió un ligero malestar por el hecho de volver a recordar aquellos meses oscuros de reclusión en el internado. Mientras bebía pequeños sorbos de té caliente, su memoria retrocedió hasta cuando tenía quince años. De pronto, se recordó bajando de aquel tren, con otros cincuenta niños y niñas desorientados y medio llorosos, con la sensación de querer volver urgentemente a casa. Y tuvo que tragar saliva cuando vio los ojos inquietantes de aquella severa institutriz germánica de aspecto militar que los recibió al pie del andén y que los llevó hasta las instalaciones del Aiglon College, el prestigioso centro escolar donde tendría que pasar los siguientes meses.

–¿Por qué desapareciste sin decirme nada? Nunca lo entendí. ¿Qué te pasó?

–Fue cosa de mi padre. Como todos sus amigos lo hacían, también pensó que su hija tenía que pasar una temporada en los Alpes.

–No sabes cuánto te eché de menos...

–Te aseguro que no fue nada fácil para mí, Ramón. Los días y las noches se hacían eternos. Llegué a odiar aquel uniforme gris que tenía que llevar a todas horas, y su escudo, bordado en el pecho, con la majestuosa águila de alas extendidas, donde figuraba un lema con letras doradas que rezaba: «God is my strenght» 6 . Odié aquel uniforme y todo lo que representaba, e incluso odié la niebla y el frío. A medida que iban pasando los días, sentía cómo me iba helando por dentro.

–¿Te encuentras bien, María?

–Todavía no. Es importante que entiendas cómo viví aquella temporada, porque todo aquello me marcó. La vida allí dentro no era nada fácil. Me asignaron una habitación con dos chicas más, Sabine y Rosemary. Una de ellas acabó convirtiéndose en mi mejor amiga, y a la otra, de hecho, no pude ni verle la cara.

–¿Qué pasó?

–Pues que en el Aiglon College no te dejaban pasar ni una, y a Rosemary, el primer día que puso los pies en el centro, la pillaron fumando marihuana en el baño y la expulsaron inmediatamente, sin contemplaciones. No tuvo tiempo ni de deshacer la maleta.

–¿Y cómo era tú día a día?

–Me acuerdo mucho de la nieve, el frío, los horarios estrictos, las expresiones severas, y la obsesión que tenían por obligarnos a comulgar con aquella educación helvética. Eran tan estrictos, Ramón. Siempre se llenaban la boca con dos palabras que para ellos eran como un talismán: balance y equilibrio. Pero te aseguro que todo aquello, para nosotras, sólo eran teorías y papel mojado, porque en la práctica, estaban obsesionados en convertirnos en grandes líderes, sin alma, expertos en organización y motivación de equipos. Nos enfrentábamos unos contra otros para que sacáramos las uñas, para que demostrásemos que, en un momento dado, no existen amigos ni nada, sólo la competitividad y el deseo de ganar a cualquier precio. Sabine fue mi único apoyo.

– Por cierto, María, ¿por qué nunca me has hablado de Sabine?

– Hay tantas cosas que no sabes de mí, Ramón.

–¿Y qué crees que te une con tanta fuerza a ella?

–Es tan sencillo... ella me salvó.

–Ahora sí que no te comprendo, María.

–Una gélida noche de invierno tuve una pesadilla terrible. Me imaginaba caminando desnuda por la nieve y, con cada paso que daba, dejaba detrás de mí un rastro de dolor rojo. Y lo peor de todo, Ramón, fue que aquel sueño se hizo realidad. Al día siguiente, sin saber muy bien qué hacía, dije que estaba enferma, y mientras todo el mundo desayunaba, me encerré en el baño, llené la bañera de agua, y con unas tijeras jugué con mi vida.

– María, ¿por eso las marcas que tienes en las muñecas...?

– Sí, son de aquella mañana. Por suerte, Sabine, me encontró a tiempo...

Mientras la acariciaba, incapaz de pronunciar ninguna palabra, Ramón no podía dejar de pensar que el azar se había decantado a su favor. La vida y la muerte se habían besado peligrosamente los labios en aquel lejano internado de los Alpes.

Pero ahora todo había cambiado. Volvían a estar juntos, y nada ni nadie podía volver a separarlos nunca más.

 

Con el tiempo, los nervios de las primeras citas dejaron paso a la serenidad y a los fluidos que llenan de magia la vida, y luego llegaron las palabras y los rituales de amor. Lo que empezó siendo una gracia entre enamorados se acabó convirtiendo en todo un peregrinaje semanal hasta el parque de la Ciutadella, donde, después de prometerse que su amor sería eterno, lanzaban una rosa roja en el estanque.

Siempre era lo mismo: una rosa de colores vivos y una fragancia encantadora que flotaba en aquellas aguas turbulentas como si fuera un pequeño barco lleno de palabras de amor que navegaba hacia un destino incierto.