–Ramón, ya te he dicho que no me gusta nada que vayas por el mundo con estos pelos tan largos y mal cortados. Pareces alguien que no eres.
–¿Pero qué quieres decir? ¿Es que no te gusta cómo voy, a mi aire?
–Claro que me gusta, demonios, pero es evidente que tenemos que hacer algo.
La calle Tuset se había convertido en el corazón de las nuevas tendencias y de la gente más vanguardista, una suerte de Carnaby Street londinense a la mediterránea.
La peluquería de Pascual Iranzo se había instalado en el número 1 de Tuset Street, y respiraba el aire más innovador de los coiffeurs de Paris.
Cuando Ramón y María, a media tarde, cruzaron la puerta del local, vieron cómo salía de él Joan Manuel Serrat, uno de los clientes más habituales. El cantautor la saludó con un guiño y, sin detenerse siquiera un instante, encajó la mano de Ramón, y por inercia, encendió un cigarrillo.
El peluquero se quedó mirando a Ramón, analizando detalle por detalle cómo podría transformar su look, y a continuación le hizo sentarse en el lavacabezas, le dio una mano de jabón, y en un plis-plás, cogió las tijeras y el resto de utensilios y se puso manos a la obra.
Mientras María esperaba ojeando la revista Ondas, miraba con curiosidad y de reojo cómo iban cambiando a su chico.
–Cierra los ojos, María, que Iranzo dice que ya estoy a punto.
–¿A ver, a ver? Vaya, Ramón, estás genial. Mucho mejor de lo que pensaba. Ahora ya no pareces un hippy.
Salieron de la peluquería cogidos de la mano. Ramón caminaba palpándose la cabeza, tratando de acostumbrarse al nuevo peinado, y la chica, orgullosa y medio sonriente, iba diciéndose a sí misma «qué buen aspecto tiene mi chico».
–¡Ven, María! Me he cortado el pelo como tú has querido, lo he hecho por ti. Pero ahora tendrás que acompañarme a escoger mi moto nueva.
–Ya sabes que me dan mucho miedo.
–Pero no será para ti, la llevaré yo.
Se plantaron delante del escaparate de la tienda de motos que había en la misma calle, y mientras Ramón aspiraba la ultima calada de su cigarrillo Gitanes, María reclamaba su atención porque se había quedado embobado contemplando una moto de color rojo que parecía fabricada a la medida de sus sueños.
–Si la quieres de este color, te la puedo servir en una semana. Y la vienes a recoger aquí mismo. Te aseguro que te la dejaré a buen precio.
–¿Pero la podré pagar a plazos?
–Claro que sí, por supuesto. La semana que viene ya será tuya.
Ramón salió eufórico del concesionario, y decidieron ir a hacer un tentempié. Delante del lujoso restaurante Reno, había una colección de coches imponentes con los vidrios tintados, aparcados en segunda y tercera fila, que pertenecían a ministros, directores generales, empresarios y hombres fuertes del Régimen que frecuentaban el local.
–Venga, Ramón, corre, no te quedes parado, no vaya a ser que nos encontremos con mi padre y nos pille. Siempre dice que es su restaurante favorito. De veras, no tengo ganas de cruzarme con él.
–Venga, pues marchémonos de aquí.
–He pensado que podríamos ir a tomar unas tapas y una cerveza por aquí cerca.
–¿A qué hora has quedado en el Bagatela?
–La pandilla irá a partir de las diez de la noche. Tampoco tenemos mucho tiempo si tenemos que cenar y todo eso.
El Bagatela era uno de los bares de moda en la ciudad. María ya había ido varias veces. Ramón lo descubriría aquella misma noche.
La chica se acercó a la barra y con los ojos buscó a su barman preferido, Quique. Era un joven nervioso y espigado, que siempre llevaba melenas, con el pelo muy rizado y despeinado, pero su sonrisa y su habilidad a la hora de preparar el combinado especial de la casa lo habían convertido en el centro de atención.
–¿Conseguiré que hoy me digas cuál es el secreto?
–Tengo que pensármelo un poco, María. Ya sabes que es uno de los enigmas mejor guardados de la ciudad.
–Venga, hombre. No seas cabezota.
–Con tu cara de buena niña, siempre consigues lo que quieres, María.
–Eres un sol, Quique...
–Mira, si hay algún cóctel que haya destacado por su clase en todo el mundo, ese es el Dry Martini. Aunque es una bebida sencilla, una mezcla de gin y vermut, es un clásico que nunca pasará de moda.
–¿Resolvemos el misterio, pues?
–Si se entera el jefe del Bagatela soy hombre muerto. Pero venga, apunta. Los ingredientes son: vermut seco, gin, limón y aceitunas verdes rellenas de anchoa de la Escala, si puede ser. Las proporciones ideales de vermut y de gin son: un tercio de vermut por dos de gin, pero el verdadero secreto consiste en utilizar bebidas de calidad.
–¿Y cómo lo preparas y lo sirves, Quique?
–¡Eres una cotilla, María! Realmente parece que me quieras quitar el trabajo...
–¡Me has pillado!
–Pues entonces mejor que aprendas el oficio con la estrella de los cócteles.
–¿Te refieres a ti, verdad Quique?
–Toma nota, alumna: rellenas una coctelera con cubitos, el gin y el vermut con las proporciones adecuadas, y sacudes sin batir nunca. Y en el momento de servirlo, tienes que hacerlo con unas copas previamente heladas, donde debes añadir unas gotitas de limón y una aceituna rellena. Después, para que el cóctel resulte realmente placentero, sólo faltará una buena conversación al oído y unas sensuales caricias.
–Eres un mago, Quique. En Barcelona todo el mundo habla de tus poderes. Ahora lo entiendo todo...
–Anda, mira. Ya han llegado tus amigos...
Enseguida se pusieron todos de acuerdo. El próximo fin de semana, por unanimidad, irían a Cadaqués a gozar de unos luminosos días de sol.
Para la mayoría, la noche terminó allí. Pero María, Ramón y algunos más decidieron ir a tomar la última copa y a escuchar música en directo.
La calle Tuset, aquel verano, hervía. Delante de la puerta de La Cova del Drac había una cola gigantesca que llegaba hasta la Travessera de Gracia. Allí, mientras esperaban para entrar, veían el desfile de modelos que había organizado un joven diseñador que acababa de llegar de Londres. Era una performance con música psicodélica, con un montaje hecho a base de luces estroboscópicas. Las modelos, poseídas por el espíritu de la fiesta, parecía que hubiesen perdido la cabeza. Y no sólo desfilaban, sino que también bailaban y saltaban al ritmo frenético de la música que lo invadía todo.