11.
LA MALDICIÓN DE LOS KENNEDY

«¡Sin duda, se lo merecía, se lo ganó a pulso!», exclamó Joan Riera mientras empezaba a cortar su entrecot a la pimienta con la precisión de un cirujano. Era muy evidente que la trágica noticia del asesinato de Bob Kennedy que estaba anunciando el telediario de aquel 6 de junio le había alegrado el día. Un día antes, el senador americano había pronunciado un encendido discurso a sus electores en el Hotel Ambassador de Los Ángeles. Mientras avanzaba por un pasillo lleno de gente hacia las cocinas del hotel, en Sirhan Bishara Sirhan, un hombre de veinticuatro años de origen palestino, apareció de la nada y disparó contra la multitud con un revólver de calibre veintidós. Varias personas resultaron heridas, entre ellas el senador, a quien el asesino había disparado a quemarropa. Robert Kennedy murió unas horas más tarde, con cuarenta y dos años.

–Joan, tendrías que ser un buen cristiano y predicar con el ejemplo. Debemos tener compasión de las desgracias de los demás. No puede ser que te guste la muerte de un hombre digno como Kennedy.

–Julia, no te metas donde no te toca y sírveme un poco más de vino, por favor...

–Esta familia parece que esté endemoniada. Hace años le tocó al presidente, su hermano, y ahora el complot se repite. Seguro que todo debe ser asunto de la mafia.

–No tienes ni idea de nada. Vete a la cocina y prepárame un buen café con unas gotitas de Calisay. Si han matado a este tío, bien hecho está. Y déjate de maldiciones. Si los están matando a todos debe de ser porque son unos indeseables...

 

En casa de Ramón vivían de una manera muy distinta esa misma noticia. Él y su hermano Lluís, con la mirada fija en el televisor, no pudieron seguir comiendo las hamburguesas y las patatas fritas que tenían delante, porque de pronto se les revolvió el estómago. Las imágenes eran tan escalofriantes que, aunque estaban en blanco y negro, parecía que toda aquella sangre traspasara la pantalla y llegara a manchar el mantel de la mesa.

–¿Lluís, te das cuenta? La libertad siempre está amenazada de muerte.

–¿Ves como tengo razón, Ramón? La libertad que tanto predicas y deseas sólo se puede conseguir con la fuerza de las armas. Las palabras son papel mojado.

–No, Lluís, la sangre vertida es y será del todo inútil.

–Chicos, ¿queréis parar de una vez? –exclamó Gemma, la madre de los dos hermanos–. En esta casa ya hemos tenido bastantes desgracias con vuestro pobre padre, que sólo era un alma de cántaro, el más ingenuo de los hombres. Era de los que pensaba que valía la pena morir por una idea. ¡Cuánta miseria! Pensar que aquella fría madrugada apareció su cadáver flotando en la bocana del puerto de Barcelona... La policía nunca me dijo qué había sucexido, pero estoy convencida que lo mataron por sus ideales contrarios al Régimen.

–Mamá...

–Déjate de mamá. No quiero más crespones ni duelos en esta casa. Merecemos vivir en paz y con un poco de alegría, chicos. Cada vez que os veo discutir por temas de política me pongo enferma. Este buen hombre Kennedy también era un poco como vuestro padre.

–¿Qué quieres decir?

–Era un poco iluso. Y ya veis de qué le sirvió todo. Qué tragedia: que descanse en paz. Y ahora dejad de jugar peligrosamente a Caín y Abel.

–Mamá, no te preocupes que nosotros nunca nos mataremos el uno al otro.

–He visto cosas muy extrañas, hijos. Vuestra abuela me ha contado tantas veces cómo se mataban los hermanos, los primos y los amigos entre ellos por una pequeña discusión: por si eres de este color, por si eres de otro color, por si yo defiendo a aquéllos y yo defiendo a aquéllos otros. Y al final, ¿sabéis qué, chicos? Todos acabaron teñidos por el aroma asqueroso de la sangre vertida inútilmente.

–Venga, mamá, para de repetir una y otra vez las historias de siempre. Todo aquello forma parte del pasado y recordarlo ahora no nos sirve de nada.

–Qué equivocado estás, hijo. Si no tenemos memoria y no sabemos aprender de los errores cometidos en el pasado, estamos perdidos. Siempre he pensado que nuestra familia está maldita, que siempre ha habido muchas muertes a nuestro alrededor. Me he pasado la mitad de mi vida vestida de negro. ¿Os dais cuenta de lo que significa eso?

–Pero mamá, eres tú la que te obstinas y te condenas a tanta oscuridad. Lluís y yo siempre te decimos que te pongas vestidos de flores y de colores, que salgas a la calle, e incluso que te vuelvas a enamorar. ¿Por qué no lo haces de una vez?

–No es tan sencillo como crees. Tú no puedes entenderlo.

 

Aquella tarde de finales de primavera, la Rambla era un estallido de colores, sonrisas y pétalos.

El Café de la Ópera estaba abarrotado porque justo al otro lado del paseo, en el Gran Teatro del Liceo, aquella noche la soprano Montserrat Caballé estaba a punto de encarnar el personaje de la Manon del gran autor Massenet, y la sociedad barcelonesa más selecta se había congregado en aquel santuario musical.

La mesa habitual de María y Ramón estaba ocupada, pero enseguida, Jaume, su camarero predilecto, les buscó un sitio en la barra y les sirvió las bebidas de siempre: una cerveza para él y un té humeante con limón para ella.

–¿Has visto el telediario de este mediodía? Otro Kennedy que creía que podría salvar el mundo con su filosofía de pacotilla, sobre la libertad, la igualdad y toda la pesca. Frases muy bonitas, pero nada reales.

–María, Luther King nos enseñó a tener esperanza en la vida cuando contaba aquello tan bonito y necesario de «Aunque el mundo se acabara mañana, hoy todavía plantaría un árbol».

–¿Te refieres a Martin Luther King? Otro perdedor en la historia...

–Si cierro los ojos y me obligo a olvidar que eres tú quien me habla, enseguida me vienen a la cabeza, punto por punto, las palabras y los gestos de tu padre. María, ¿por qué no intentas ser tú misma?

–¿Qué quieres decir? Te estoy contando lo que yo creo.

–Pues a mí, francamente, no me le parece. Vivir en aquella casa te está contaminando el alma.

–Pues yo creo que eres tú quién está contaminado de ideas absurdas, de un mundo absurdo que no existe ni existirá nunca.

–María, tú no eres así. No te reconozco. Venga, ven y dame un beso.

–Ramón, ¿te das cuenta que pertenecemos a dos mundos muy distintos? Pero te quiero tanto...