14.
EL BUFETE DE LA CALLE DIPUTACIÓN

Al cabo de un mes de empezar las prácticas en el prestigioso bufete del abogado Fernando Ruiz de Ayala, en la calle Diputación esquina Rambla de Cataluña, Ramón tuvo la incómoda sensación de que estaba perdiendo miserablemente el tiempo.

En la facultad de Derecho le enseñaban que gracias a las leyes se podía hacer justicia, pero el día a día se obcecaba en demostrarle que todo aquello sólo quedaba en la teoría de los libros.

En un momento en que se quedó solo en el despacho donde estaban los expedientes archivados, a Ramón sólo le hizo falta remover un par carpetas para que le estallara delante de las narices un documento que comprometía gravemente el padre de María. El asunto, que podría convertirse fácilmente en un escándalo si llegaba a hacerse público, hacía referencia a unos supuestos sobornos a altos funcionarios para maquillar la muerte y la invalidez permanente de dos trabajadores de su empresa constructora.

–Ramón, ¿estás más animado? Estos días te noto un poco meditabundo –preguntó María más tarde, mientras se fijaba en la cara de preocupación de su chico.

–Sí, es que hay cosas que no entiendo y no me encajan.

–¿A qué te refieres?

–Hace un par de días que dudo de todo. Es como si lo que me enseñan en la universidad fuera todo papel mojado. La realidad no es tal y como nos la cuentan en las clases, María.

–Sigo sin entenderte. ¿Quieres decirme algo? Tengo la sensación que escondes algún asunto que te preocupa.

–¿Te acuerdas de aquella noticia que salió hace unas semanas en todos los periódicos, que hacía referencia a dos trabajadores de la construcción que habían quedado inválidos por culpa de una negligencia?

–¿Te refieres al accidente que ocurrió mientras restauraban la fachada principal de aquel edificio de oficinas de la Avenida del Generalísimo Francisco Franco? Al final, uno de los heridos murió, ¿verdad?

–Sí.

–¿Y qué es lo que te preocupa?

–María, es un caso que llegó a los juzgados. El abogado que defiende la empresa constructora es del bufete donde realizo las prácticas. Y sin quererlo, esta tarde he descubierto el expediente con los datos de todos los involucrados. Es un caso muy grave en el que se han manipulado pruebas y se han pagado sobornos desorbitados.

–Estas cosas, desgraciadamente, siempre han pasado y seguirán pasando.

–Eso ya lo sé, María.

–¿Entonces, qué?

–Lo que pasa es que vi el nombre de la empresa que estaba implicada y no te gustará nada saberlo; a mí me dejó perplejo.

–Ramón, déjate de rodeos y ve al grano, por favor.

–La empresa que incumplió todos los protocolos de seguridad es la de tu padre.

María no tuvo ánimo para decir nada. Sólo tuvo fuerzas para abrazar a su amor y estallar en un llanto desconsolado que desarmó a Ramón.

 

La terraza del bar Sándor, de la plaza Calvo Sotelo, se había convertido en el lugar de encuentro preferido para Joan Riera y el inspector García. Con un whisky en una mano y un cigarrillo en la otra, les gustaba pasar revista a variostemas mientras el limpiabotas les lustraba los zapatos.

–Ya me he enterado de que el asunto de accidente al final no te ha salpicado, Riera.

–Sí, pero me ha costado lo mío. Hoy en día nadie mueve un dedo si no hay dinero de por medio. Pero yo quiero hablarte de lo que tú ya sabes, García. ¿Cuándo vamos a resolver de una vez por todas lo del novio de mi hija? No sabes las ganas que tengo de deshacerme de ese malnacido.

–Siempre te digo lo mismo, Riera. Todo llegará a su debido tiempo. Para hacerlo bien es imprescindible no tener prisa. Las cosas ya no son como antes, querido amigo, y ahora todo el mundo está ojo avizor. Hay que ser más prudentes que nunca.

 

La madre de María, Julia, no se lo pensó dos veces y, una vez tomó la firme decisión y asumió todas las consecuencias que seguramente implicaría su acto de rebeldía, cogió su bolsa de mano y cerró la puerta de casa con un golpe seco contundente, más segura que nunca de ella misma. Y de repente, se le dibujó una rutilante sonrisa en la cara.

A lo largo de los dos años que llevaba su hija saliendo con Ramón, por orden de su marido, nunca se había producido ningún encuentro entre las dos familias. Como mucho, se había producido alguna breve llamada medio a escondidas para felicitar la Navidad y poca cosa más.

Hasta aquel instante la sombra del miedo había sido demasiado larga, pero por fin había llegado el momento de dejarlo de lado y hacer lo que hubiera hecho cualquier madre: conocer a la consuegra.

A media mañana, el mercado de la Llibertat hervía con una actividad frenética. Aquí y allí se oían los gritos de los vendedores que adulaban a la clientela con mil y un halagos, mientras el olor a fruta fresca y a verdura se mezclaba sutilmente con el aroma del mar que desprendía el pescado.

Gemma acababa de despachar legumbres cocidas y fruta seca cuando Julia se le plantó delante y se presentó. Nunca se habían visto cara a cara, pero era evidente que aquel momento había sido largamente deseado por las dos. Y después de decirle a la aprendiz que volvía enseguida, Gemma salió de detrás del mostrador, se secó las manos con el delantal y abrazó a Julia.

–No sabes cuánto he deseado que llegara este momento, Gemma, pero hasta ahora las circunstancias me aconsejaban ser prudente y dejar pasar el tiempo. Como ya te debes imaginar, Joan, mi marido, no sabe que he venido a verte...

–Ya me lo imagino, bonita, ya me lo imagino. Pero ven, vamos a tomar un refresco y hablamos un rato de todo, que tenemos que ponernos al día.

Mientras el camarero les servía las bebidas, las dos mujeres no podían dejar de mirarse la una a la otra, casi desnudándose con la mirada, con una mezcla de simpatía, complicidad y curiosidad.

–Gemma, de hecho, he venido para invitaros a la fiesta de cumpleaños sorpresa que estoy preparando para María. Será algo muy familiar, comeremos en casa y después haremos un poco de sobremesa. A la niña le hará mucha ilusión que tú, Ramón y Lluís vengáis. ¿Qué te parece?

–Me parece que has tenido una idea muy buena, Julia. Ya era hora de que las dos familias hiciéramos algo juntas. Mi hijo cada día que pasa está más y más enamorado de María, de eso no tengo ninguna duda. Pero hay algo que me preocupa un poco...

–¿De qué se trata?

–¿Joan ya sabe que quieres invitarnos a la fiesta de cumpleaños de María?

–No, no sabe absolutamente nada.

–Y no crees que cuando nos vea aparecer por vuestra casa...

–Verás, Gemma, llevo toda la vida agachando la cabeza delante de mi marido. Y por fin me estoy dando cuenta de que he dejado de hacer muchas cosas que me gustan, y eso no puede ser de ninguna manera. No podemos pasarnos el día renunciando a todo aquello que nos gusta, a las cosas en las que creemos. Es la fiesta de cumpleaños de mi hija, y no puedes ni imaginarte la ilusión que me hace organizar una celebración tan especial. No podéis fallar, Gemma, vosotros no.

–¿Y no vas a tener problemas con tu marido? Es evidente que no le hemos hecho nada, pero tampoco hace falta ser muy listo para darse cuenta de que ni acepta a Ramón ni nos acepta a nosotros.

–No tenéis que tomároslo tan a pecho, mujer. Para Joan, María es una princesa y a veces pienso que sólo sería feliz si pudiera encerrarla en una jaula de oro. Yo sé que mi hija quiere mucho a Ramón y por eso es tan importante que vengáis. ¿Qué me dices? ¿Aceptas, verdad?

–Claro, Júlia. No fallaremos. El día 16 de julio vendremos a comer con vosotros para celebrar el cumpleaños de la chica.

 

Cuando las agujas del reloj de pulsera de Ramón marcaron la una en punto, Gemma abrió la puerta de la finca de Rambla de Cataluña donde vivían los Riera. Al verlos aparecer, el conserje dejó de leer inmediatamente el periódico que estaba leyendo y salió a recibirlos con una educación exquisita.

–Señora, ¿puedo ayudarla?

–Buenas tardes, vamos a casa de los Riera.

–Pues si me permiten un segundo, llamaré al piso para avisarles de que han llegado. ¿Su nombre, por favor?

–Soy Gemma Calvet y estos son mis hijos, Ramón y Lluís. Los señores Riera nos esperan.

–¿Ah, sí? Pues un segundo señora Calvet, parece que ya me cogen el teléfono.

Mientras el diligente conserje se encargaba de hablar con la niñera de casa de los Riera, Ramón se fijaba en la lujosa entrada de la finca donde vivía María. A lo largo de los dos años que llevaban saliendo, nunca había pasado más allá de aquel suelo construido con pequeñas piezas de cerámica que imitaban un tablero de ajedrez. Y al chico no le pareció casualidad, porque en aquel momento, más que nunca, se sentía como un peón que estaba a punto de enfrentarse a un verdadero ejército de prejuicios y de intolerancias, mandado obviamente por el mismo Joan Riera.

El suelo de madera del ascensor crujió cuando llegaron al ático. Aunque ni Gemma ni sus hijos hicieron comentario alguno, algo les daba miedo, porque salieron deprisa de aquel habitáculo que parecía quejarse de manera inquietante y cada vez con mayor intensidad.

Anna, la niñera, abrió la puerta de casa de los Riera pocos segundos después de que Ramón llamara al timbre, y la primera cosa que llamó la atención del joven fue la cara de circunstancias y la triste sonrisa que se dibujaba en el rostro de aquella chica. Con una amabilidad extraordinaria, los acompañó hasta el comedor, donde Julia estaba ajetreada y trataba de acabar con los preparativos.

–¡Gemma! ¡Chicos! ¡Bienvenidos!

–Muchas gracias. ¡Tenéis un piso muy bonito y luminoso! ¿Pero dónde está María?

–La niña está con su prima. Hemos quedado que llegarán a la hora de comer. Lo que no sabe María, es que a parte de los tíos, abuelos y primos, también vendrá su amiga Sabine y vosotros, claro.

–Lo has decorado con mucho gusto, María. ¿Y a Joan, cuándo podremos saludarle?

–Gemma, lo lamento mucho, pero Joan no se encuentra bien y no participará en la fiesta.

–Lo entiendo. ¿Estás bien, Julia?

La mujer respondió encogiéndose de hombros, pero Gemma enseguida comprendió que en aquella casa las sorpresas no eran bien recibidas. Y aún menos si el cabeza de familia no estaba al corriente.