17.
PESADILLA EN LONDRES

La primavera del 1970 fue especialmente triste y lluviosa para María.

Cuando Joan Riera supo que su hija estaba embarazada de Ramón, enloqueció. Se sentía traicionado y avergonzado, y al mismo tiempo no le entraba en la cabeza aquel acto de deslealtad. Después de superar la etapa de incredulidad llegó, con toda su contundencia, la rabia. Y con la rabia, volvieron los golpes, los insultos y los gritos. Vivir en aquel ático de la Rambla de Cataluña se volvió, sencillamente, insoportable.

Había que actuar deprisa, y aunque abortar era ilegal, después de hacer unas llamadas y un par de transferencias, el señor Riera resolvió el asunto.

Desde el primer momento, Julia se negó, pero a bastonazos tuvo que aceptar la decisión del cabeza de familia.

El vuelo hasta Londres se había hecho largo y pesado. Desde el mismo instante en que se hubo abrochado los cinturones de seguridad, Joan Riera empezó a advertir a su hija sobre el significado de conceptos como la moral, la fidelidad, y el respeto hacía uno mismo y hacia sus padres. Y ella, con las manos en el vientre, no podía dejar de llorar, imaginando la inquietante sensación de tener entre sus brazos aquel niño que nunca llegaría a nacer.

–Lo ves, esto te ha pasado por salir con aquel chico, con la mala bestia de Ramón. ¿No ves que lo único que quiere es aprovecharse de ti?

–Eso no es verdad. Él me quiere tanto...

–¡Tonterías! Él no te quiere. Ya verás cómo te acabará dejando con cualquier excusa de mal pagador. Estamos haciendo lo que debemos hacer, hija, lo más correcto.

María se sentía débil y frágil. Cuando su padre le mandó que preparase la maleta para hacer juntos un viaje relámpago a Londres, no se lo creía. Hizo todo lo posible por negarse, pero tenía muy claro que no había resistencia posible que ofrecer, y que aquella era, seguramente, una batalla perdida de antemano.

–¿Por qué no ha venido mamá con nosotros? Ahora la necesito más que nunca a mi lado.

–En estas circunstancias mamá no te hubiera ayudado en absoluto. Hubiera empezado a lloriquear y poca cosa más.

–Pero, papá, ¿cómo puedes hablar así de mamá?

–Hablo así porque quiero y porque se lo merece. Y tú deberías estar un poco más agradecida. No tienes ni idea del dinero que me está costando arreglar este problema en que os habéis metido tú y aquel desgraciado de Ramón.

–No es culpa de nadie, ¿sabes? ¡Sencillamente nos queremos! ¿Qué tiene eso de malo?

–Como vuelvas a decir esta barbaridad te daré en la cara. Estás avisada. Por cierto, por tu bien, espero que le hayas dicho a todo el mundo lo que acordamos.

–Sí, papá, le he dicho a todo el mundo que nos íbamos cuatro días a Begur.

–¿Y a Ramón?

–No, a él he preferido no decirle nada. No puedo engañarlo... A él, no.

 

El taxi los dejó en uno de los barrios más exclusivos de Londres, donde la mayor parte de las construcciones eran casas señoriales antiguas que, a pesar del tiempo que hacía que habían sido edificadas, todavía conservaban un aspecto noble y elegante.

Enseguida localizaron el edificio que estaban buscando: una casa pintada en tonos azules, rodeada por un un muro vegetal muy cuidado, con una cancela de entrada sobre la que se podía leer un cartel que anunciaba el nombre de la clínica. A María se le fue encogiendo el alma a medida que subía los escalones que conducían a la puerta de acceso del centro. Hizo falta que su padre la cogiera con firmeza por el brazo para poder dar los últimos pasos y entrar. Después de hablar con la recepcionista, una enfermera esmirriada y extremadamente educada que hablaba un castellano perfecto, subieron al primer piso por una escalera de mármol ancha y lustrosa. Allí tendrían que esperar algunos minutos, en una salita, antes de poder ocupar la habitación que tenían asignada.

Al abrir la puerta de la sala de espera, María se encontró con un grupo de chicas que la miraron con cara de espanto.

El espacio era diáfano y luminoso, lleno de colores, y había una hilera de sillas apoyadas en un muro del cual colgaban numerosas fotografías con paisajes idílicos y lejanos. Aquel lugar trasmitía energía positiva, pero contrastaba con los rostros llorosos de las chicas que estaban esperando aquí y allá.

De pronto, el silenció se rompió cuando una de las chicas preguntó: «Vosotras también sois españolas, verdad?». Entonces, como por arte de magia, las caras de todas se relajaron inmediatamente. Entonces empezaron a sincerarse, las unas con las otras, para intentar desahogarse.

–¿Y tú, de dónde eres? –preguntó a la que parecía más joven.

–Soy de un pequeño pueblo de Castilla y tengo diecisiete años. ¿Y vosotras?

Joan Riera no podía soportar las confidencias de aquellas chicas y con un gesto brusco salió de la habitación para fumarse un cigarrillo y aclarar sus pensamientos. Mientras tanto, María y el resto de chicas compartían sensaciones y sentimientos y, poco a poco, fueron acercando las sillas, codo a codo, hasta que formaron un pequeño círculo que dejó paso a los secretos más íntimos.

Pilar, una mujer zaragozana de veinticuatro años, había sido violada por un compañero de trabajo. Al saber que estaba embarazada, una buena amiga enfermera le habló enseguida de Londres y al cabo de unos días les dijo a sus padres y a sus hermanos que se marchaba con una amiga a descansar en la montaña.

Los testimonios fueron verdaderamente escalofriantes. Y cuando las chicas fijaron la vista en María para escuchar su historia, entró el señor Riera acompañado de un médico:

–Niña, ya tenemos la habitación preparada. Y este médico quiere hacerte ahora mismo la primera visita...

 

María se despertó llorando y con ganas de vomitar. La enfermera le contó que aquellas náuseas eran debidas a la anestesia y, para tranquilizarla, le dio un par de golpecitos en la espalda.

–Todo va bien, hija, no pasa nada –dijo su padre desde una butaca situada cerca del cabecero de la cama.

–Papá, yo...

–No hija, ahora no hace falta que digas nada. Lo más importante es que estés bien y que te recuperes lo antes posible de esta pesadilla. Todavía eres joven, María, y más adelante, cuando estés casada con un hombre de bien, podrás tener tantos hijos como desees.

–Pero papá, tú no lo entiendes...

–No hija, quien no acaba de entenderlo eres tú. Estoy seguro de que Dios ya nos ha perdonado, pero es evidente que este niño sólo habría traído problemas y amarguras.

–Yo quería tener a este niño. Pero ya sé que a ti nunca te importa lo que yo sienta o crea, ¿verdad?

–No sabes lo que dices, idiota. Con ese bastardo nos hubieras matado de pena y dolor, a tu madre y a mí.

–Pero yo quiero casarme con Ramón, ¿no lo entiendes? ¡Y no hables así de nuestro querido hijo!

–De nuestro querido hijo, dices no tienes ni idea de lo que dices, niña. Eres demasiado joven para afrontar decisiones importantes de la vida. Pero estoy convencido de que más adelante, cuando encuentres a la persona adecuada para compartirlo todo, seguro que todo irá como la seda. Ahora mismo te juro que no es el momento. Sácatelo de la cabeza.