19.
UN SILENCIO DOLOROSO

Lo primero que sintió Ramón fue una humedad tan fuerte que en poco segundos le quedó la camiseta completamente empapada de sudor. Con el regusto salado del sudor chorreándole por los labios, se dio cuenta de que tenía el corazón embalado como un caballo desbocado, y también experimentó tanto miedo que por un momento pensó que se había convertido en el protagonista de una película de terror. Le costaba entender qué estaba pasando, porque aquellos desconocidos que habían empezado a pegarle una paliza nada más abrir la puerta de su casa, todavía no les habían dado ninguna explicación. De hecho, intentaba recordar con cierto detalle, y se daba cuenta de que aquellos hombres vestidos de gris no les habían dirigido la palabra en ningún momento.

A Ramón le llamó la atención el ruido lejano y, a pesar de tener la cabeza cubierta por una capucha, enseguida intuyó que Lluís estaba muy cerca de él. Y lo sabía porque su hermano mayor, al otro lado del muro que los separaba, no dejaba de lloriquear ni de pedir explicaciones.

Al cabo de un rato, oyó unas voces que se acercaban poco a poco. Después se produjo un ruido seco de puertas metálicas que se abrían y cerraban, y de nuevo el lloriqueo de Lluís, pidiendo que le contaran qué estaba sucediendo.

Cuando Ramón oyó aquella voz grave y profunda no pudo evitar tragarse la saliva e inmediatamente la boca le quedó más seca que el esparto.

–¿Sabéis qué es lo que solemos hacer con los malnacidos como vosotros?

–¡Esto es un error, señor, se lo juro! Le aseguro que ni mi hermano ni yo hemos hecho nada.

–¿De verdad? ¿Sabes dónde estás?

–Sé que estamos detenidos, pero eso que han hecho con nosotros vulnera todos los derechos humanos. Yo soy estudiante de Derecho y le aseguro que...

Ramón no pudo acabar la frase, porque aquel hombre de voz grave y mirada sádica empezó a darle patadas mientras le gritaba que no dijera más burradas.

–A ver, pareces un chaval listo. ¿De verdad te crees que aquí valen algo tus derechos?

–Es un error, nosotros no hemos hecho nada...

–De eso nada, Ramón. Aquí soy yo quien decide lo que es verdad y lo que es mentira.

–¿Sabe cómo me llamo? ¿Dónde está mi hermano?

–Veo que a ti te gusta demasiado hacer preguntas.

Parece que no has entendido que aquí el que hace las preguntas soy yo.

–¿De qué nos acusan, señor?

–Es evidente, chaval. Vosotros sois los dos terroristas que ayer quemasteis los escaparates de esos grandes almacenes, y ya te digo yo que aquí dentro no nos gusta nada la gentuza como vosotros.

–¡Pero eso es mentira! ¡Nosotros no hemos hecho nada!

–Sigues sin entender una mierda, hijo. Por si no te queda suficientemente claro, te diré que estáis en la Prefectura de Policía de Vía Layetana, y ya te digo que aquí dentro el que manda soy yo. Aquí, nene, yo soy Dios.

 

Por fin sin la capucha, a Ramón le costaba acostumbrarse a la luz que desprendía la bombilla desnuda que colgaba del techo. Pero al ver que Lluís estaba en un rincón de la misma sala que él, respiró tranquilo. La habitación no era demasiado grande, y a Ramón le recordó el sótano donde solía reunirse con sus compañeros de militancia, pero ésta era mucho más húmeda y sombría. En las paredes había una línea de tuberías por la que se filtraba un hilillo de agua que poco a poco se iba transformado en un charco en el suelo, y cuando Ramón se dio cuenta por el color de que aquella agua estaba teñida de sangre, intentó levantarse para ver a Lluís.

–¿Lluís? ¿Cómo estás? ¿Me oyes?

–Ramón...

Entonces, el ruido de una puerta interrumpió la conversación. El comisario García encabezaba una siniestra comitiva cuyo último miembro era un hombre delgado y elegante que llevaba un maletín de médico. Con la camisa arremangada y el nudo de la corbata desatado, el comisario hizo un gesto de complicidad hacia sus hombres, quienes de pronto cogieron a Lluís y lo acercaron hasta las tuberías, y allí lo esposaron. Ramón enseguida pudo ver que a su hermano le costaba aguantarse de pie y que se quejaba de un golpe en la cara que le había dejado un ojo a la funerala.

–Bueno, Ramón, imagino que ahora ya estarás contento. Te hemos traído a tu querido hermanito...

–¿Qué queréis de nosotros?

–Yo no quiero nada de vosotros. Te aseguro que no tenéis nada que pueda interesarme. De hecho, no me interesa ni siquiera vuestra propia vida. No tenéis ningún valor para mí, hijo.

–¿Y por qué estamos aquí?

–Porque sois terroristas, eso está bien claro.

–No es verdad. Nosotros no hemos hecho nada malo.

–No me tomes por imbécil, niño, que yo me caliento muy rápido.

–No somos terroristas...

–Hijo, a mí me parece que tú todavía no has entendido el lío en el que te has metido. Si yo digo que sois terroristas, eso es que lo sois. Y ya te aviso de antemano de que aquí los enemigos del Régimen no son bienvenidos. De hecho, os he querido preparar un recibimiento muy especial. Ya verás como te gusta, querido Ramón, ya verás como te gusta.

El comisario García dio paso al hombre delgado y elegante que, al momento, se hizo cargo de la situación. Ramón y Lluís todavía no lo sabían, pero ese era uno de los hombres de confianza de García, el especialista en aquello que, internamente, llamaban casos especiales.

Con gran parsimonia, el hombrecito se quitó la americana y la dobló cuidadosamente antes de dejarla sobre la silla. Después extrajo unas gafas redondas de pasta negra del maletín y depositó un arsenal de instrumentos que helaron la sangre de Ramón.

Cuando el chico vio que le tapaban la boca a su hermano, intentó incorporarse para plantar cara a los agresores, pero recibió tantas patadas y golpes que le quitaron las ganas de enfrentarse a ellos. Y cuando por fin consiguieron domesticar su alma, empezó la sesión de torturas, en la cual hubo de todo, momentos de dolor y de sufrimiento extremo para Lluís, y también para él mismo.

Cuando Ramón notó que lo colgaban de una polea en el techo, enseguida percibió que se le dislocaba la espalda, pero aquel fue un dolor soportable comparado con lo que experimentó cuando el hombrecito de mirada sádica empezó a darle latigazos con una delgada pero durísima porra metálica. Las terminaciones nerviosas del chico acabaron por rendirse, y cada vez que perdía el conocimiento, otro policía lo despertaba para servirle una nueva sesión de golpes. Finalmente, agotados y aburridos de aquel juego macabro, decidieron descolgarlo.

Lluís tampoco se libró de los experimentos retorcidos del hombre, pero la única diferencia fue que, en esta ocasión, todos quisieron participar en la fiesta. De uno en uno, todos los policías que estaban en la habitación azotaron al joven. Y cada uno de ellos lo hizo de una manera distinta, como si estuviesen compitiendo para ver quién era capaz de provocarle más y más dolor.

Ramón, con los ojos medio cerrados por la sangre que le manaba de una herida que le habían hecho en la cabeza, no podía hacer nada más que observar impotente cómo, poco a poco, la vida de su hermano iba atravesando los peligrosos límites que imponían aquellos hombres de almas negras.

Cuando García quiso participar en aquel juego tenebroso, Lluís ya sólo era un montón de carne y huesos rotos, un ser desgarrado que apenas podía mantener la consciencia. Cuando se juega a medio camino entre la vida y la muerte, es muy fácil pasarse de la raya.

Cuando el comisario García dejó de golpearle, enseguida supo que había cruzado el límite, y, con un gesto imperceptible, indicó al hombrecito que se acercara al joven para auscultarle y para certificar que, efectivamente, uno de aquellos golpes le había roto el cuello.

Cuando Ramón despertó de su pesadilla percibió que la habitación se había quedado vacía. No había ningún rastro ni de los policías ni de Lluís. Y mientras empezaba a gritar y a llorar desesperadamente, tuvo claro que su hermano había sido asesinado por aquellos hombres que, tal y como le habían advertido, creían poseer el mismo poder que Dios.

Pero el silencio no siempre trae la paz. Y Ramón sabía que el silencio insoportable y ensordecedor que ahora oía en aquella habitación mal ventilada y cargada de humedad era el mismo sonido que la muerte.