21.
LA FIESTA DE BIENVENIDA

El recibimiento fue absolutamente despiadado.

El viejo Marcel no pudo hacer nada para proteger al recién llegado y, tal y como había sospechado, pasada la medianoche, empezó a percibir el ruido de algunas puertas metálicas que se abrían, unos pasos furtivos que se acercaban a la celda, y las carcajadas ahogadas de unos hombres que tenían bien aprendida la lección. Aquella era la comitiva de bienvenida, y su única misión era hacerle entender a aquel muchacho cuáles eran las normas que regían su mundo de pesadillas.

Los tres hombres se plantaron delante de la celda de Ramón y abrieron la puerta con una tranquilidad que hubiera congelado el alma del diablo. Con un leve gesto de cabeza, el más bajito del grupo invitó a Marcel a salir, mientras otros dos desconocidos se acercaban a la litera de Ramón, que, medio dormido, no pudo hacer demasiado por defenderse.

Cuando el chico intentó incorporarse, comprendió que no podía ni moverse. Inmovilizado, empezó a mover la cabeza, arriba y abajo, cuando de repente se dio cuenta de que los atacantes querían ponerle un pañuelo en la boca para ahogar sus gritos.

Cuando comprobaron que el chico no podía moverse, apretaron un poco más los nudos y salieron de la habitación sin pronunciar ni una sola palabra.

Mientras se esforzaba por recuperar el ritmo de su respiración, Ramón intentaba imaginarse lo que pasaría a partir de aquel momento. Nada tenía sentido, y atontado por pensamientos negros de tormenta, recuerdos y lágrimas, aguantó el aire mientras tensaba los músculos, mientras escuchaba que alguien silbaba una melodía que le llevó a recordar a Lluís. Aquella era una de las canciones preferidas de su querido hermano, y también era la melodía que había estado silbando uno de los torturadores de la comisaría de Vía Layetana mientras jugaba con sus vidas.

–Te acuerdas de mí, ¿verdad, chaval? –le susurró a Ramón al oído–. Pues es muy importante que me escuches con atención porque hoy vas a aprender las leyes que gobiernan este rincón del mundo. Y ya te digo yo que las leyes las escribimos nosotros. Hasta aquí todo claro, ¿verdad?

Ramón asentía con la cabeza mientras tragaba saliva, con cierta dificultad. En aquellas circunstancias hubiera dicho que sí a cualquier cosa que le hubiera propuesto aquel hombre.

–Ramón Miserachs, a partir de hoy tendrás que aprender a ver y a escuchar, y entonces aprenderás a callar, porque ya sabes qué le pasó a tu hermano. Si no quieres que nadie más salga perjudicado por tu culpa, ya sabes lo que tienes que hacer. De todas formas, para que hagas memoria, hoy te hemos preparado una pequeña fiesta de bienvenida con unos amigos muy especiales. Deseo de todo corazón que disfrutes. Y, sobre todo, acuérdate de lo que te he dicho. Si no quieres que nadie más salga perjudicado, a partir de hoy tendrás que hacerte a la idea de que has desaparecido del mapa. Ya no le interesas a nadie. ¿Entiendes? Puedes considerarte hombre muerto...

El torturador se retiró silbando aquella misma canción que tantas veces había tocado Lluís con su guitarra y, sólo unos minutos más tarde, volvieron a repetirse aquellos pasos, la carrerilla de sombras tétricas y una terrible sensación de soledad, indefensión y pánico.

De repente, dos sicarios se abalanzaron contra él, le sacaron el pañuelo de la boca, lo desataron, lo sacaron de la litera y le pusieron una bolsa de plástico en la cabeza, una bolsa que abrían y cerraban a medida que los espasmos del chico se intensificaban.

Completamente desnudo, con la bolsa en la cabeza y las manos atadas a la espalda, lo sacaron de la celda a patadas y lo hicieron pasar a través de una hilera de presos que, armados con todo tipo de utensilios, lo golpeaban a diestro y siniestro, mientras Ramón intentaba llegar al final de aquel sangriento túnel humano. Y después de volver a caer, abatido, un par de veces más, por los golpes que le daban por todo el cuerpo, de pronto se hizo el silencio y llegó la oscuridad.

 

Cuando Ramón abrió los ojos, se topó con una mirada llena de complicidad que le dedicaba el viejo Marcel. El hombre había intentado enfrentarse a los agresores del chico, pero no tardó en ver con claridad que en aquella ocasión lo más sensato era mantenerse al margen, cerrar los párpados y rezar para que toda aquella pesadilla pasara rápidamente. Sabía que, en principio, la vida de su nuevo amigo no corría ningún tipo de peligro: si realmente aquellos tíos lo hubiesen querido, ya se hubieran deshecho de él sin necesidad de organizar lo que le pareció una especie de obra de teatro decadente, en la que los actores no eran más que unos títeres en manos de alguien que gozaba con el sufrimiento ajeno. Marcel era gato viejo, y no hizo falta que nadie le explicara nada para entender que el chico sólo era la víctima inocente de alguien muy poderoso con una enorme sed de venganza.

Con la ayuda de otro preso, el viejo había traído al chico hasta su litera, y delante de la mirada inexpresiva de un guardia que hacía la vista gorda, le curó las heridas mientras le contaba su propia experiencia, lo que le ocurrió a él en el primer día de prisión. Y con la misma estimación de un padre hacia su hijo, le habló de la aceptación del dolor como un hecho inherente a la condición humana.