Tan pronto como oyó el timbre del teléfono, María se levantó de golpe de su butaca preferida y corrió hacia el aparato con la esperanza dibujada en el rostro. Algo en su interior le decía que esta vez sí, que por fin recibiría alguna noticia de Ramón, alguna novedad que le ayudara a calmar la ansiedad con la que vivía desde la repentina desaparición del chico, hacía ya casi una semana. En todo aquel tiempo ni ella ni Gemma habían conseguido ninguna respuesta lo suficientemente clara acerca de lo que estaba sucediendo. Incluso, cuando le había suplicado a su padre que hablara con el comisario García para que averiguara qué estaba pasando, lo único que llegó a saber fue que los dos chicos estaban bien y que saldrían de allí tan pronto como lo decidiera la justicia.
–¿Sí?
–¿María? Soy yo, Ramón.
Cuando la chica oyó aquella voz, cayó de rodillas al suelo, apretó su corazón contra el teléfono y estalló un llanto liberador.
–María, ¿estás ahí?
–Amor mío, ¿dónde estás? ¿Puedes explicarme qué ha pasado?
–No tienes que preocuparte por nada, María. Lluís y yo estamos bien. Ahora mismo ya ha pasado el susto.
–Pero, ¿qué ha pasado?
–Nada grave. Lluís y yo bebimos un poco la otra noche y se ve que alguien nos denunció.
–¿Y ahora, dónde estáis?
–Mira, María, precisamente por eso te llamo. Lo he estado pensando mucho y he llegado a la conclusión de que nuestra historia no tiene ningún futuro. Tú y yo somos demasiado distintos, ¿sabes?
–Pero, ¿qué dices?
–Escúchame, María. Cómo quieres que te lo diga... ¿No te das cuenta de que lo que intento hacer ahora mismo es romper contigo?
–¿Y tienes que decírmelo por teléfono? ¿Así, sin ninguna explicación? ¿Os vienen a buscar a casa, os llevan a la comisaría, desaparecéis durante unos cuantos días y cuando vuelves a darme señales de vida es para decirme esto? Tengo que verte, Ramón, quiero que me digas todo esto mirándome a los ojos.
–Es imposible, María.
–¿Y puedo saber por qué es imposible?
–Lluís y yo hemos decidido marcharnos del país y no volver nunca más.
–¿Os habéis vuelto locos? ¿Y tu madre? ¿Ya la habéis llamado para decirle que estáis bien? No lo sé, Ramón, estás haciendo cosas muy extrañas. Pareces otra persona... Casi ni te reconozco.
–Mira, en esto debo darte la razón. Te juro que ya no soy el mismo. Aquel Ramón que viste por última vez, hace pocos días, ha muerto. Ya no te quiero, María, y ahora lo que tendrías que hacer es olvidarme.
–No te creo, no señor...
–Pues si no me crees es problema tuyo. Nuestra historia es imposible, tu padre nunca me ha aceptado y nunca me aceptará.
–Nuestra historia es solamente nuestra, no pongas a mi padre de excusa, por favor.
–María, ya no te quiero...
–No te creo. No juegues conmigo, Ramón. ¿Sabes que me estás rompiendo el corazón, verdad?
–No quiero hacerte daño. Pero esta es mi decisión. Tú y yo no podemos estar juntos, ni ahora ni nunca.
–¿Estás seguro de lo que dices?
–Sí, absolutamente seguro, María.
–Pero, por lo menos, dime dónde estás...
–Tengo que colgar, María. Un abrazo y hasta siempre.
–Claro, de acuerdo.
–María, otra cosa.
–¿Qué más quieres decirme?
–Nada, María, sólo quería decirte que no olvides nunca nuestra canción.
–Entonces, ¿me quieres?
Al colgar, el comisario García le dio a Ramón un par de golpecitos en la espalda. El chico no podía reaccionar, estaba paralizado, y mientras se cubría la cara con las manos, avergonzado de lo que se había visto obligado a hacer, no podía dejar de pensar en el agujero negro que seguramente había provocado su llamada en el corazón de María.
–Lo has hecho muy bien, hijo, tal como habíamos quedado. La verdad es que me has sorprendido, podrías llegar a convertirte en un gran actor. Pero bueno, eso mejor dentro de un tiempo, porque ahora, con las magulladuras y los moratones que tienes en la cara, no te contrataría nadie, ¿no te parece?
–¡Lo que me parece a mí es que eres un cabrón!
No tuvo tiempo de decir nada más. El comisario García en persona pidió a sus hombres que se apartaran, y después de arremangarse la camisa, empezó a golpear a aquel chico con cara de ángel que había tenido la osadía de hablarle de aquella manera. Y mientras le daba golpes sin parar, le repetía una y otra vez que a él nadie le hablaba así sin recibir un castigo.
Cuando el comisario se cansó, resoplando por el esfuerzo realizado, dejó que sus hombres acabaran, como era necesario, la faena.
La paliza y las torturas se alargaron una vez más hasta la madrugada, y cuando arrastraron al chico hasta la celda, los policías todavía pudieron oír cómo les decía: «¿Y a mi madre? ¿La dejareis salir ahora que ya he hecho todo lo que queríais?».
Ramón no podía saberlo, pero para obligarle a hacer aquella llamada a María, el comisario García y Joan Riera habían urdido un engaño. Habían pactado que le dirían al chico que su madre estaba detenida y que sólo dependía de él que la dejaran en libertad. Todo formaba parte de un juego macabro fruto de la mente perturbada de unos hombres débiles pero con demasiado poder.
Cuando María llamó a Gemma para contarle la conversación que había tenido con Ramón, la madre de los chicos no sabía si ponerse a reír o a llorar.
–¿Te ha dicho todo esto, mi hijo?
–Sí, Gemma.
–¿Y te ha dicho que están fuera de España?
–No me ha querido decir dónde están, pero me ha asegurado que él y Lluís se han marchado para no volver nunca más.
–Todo esto es muy extraño, María, ¿no crees?
–Sí, tienes razón, y lo que más me ha intrigado es que justo antes de colgar me ha dicho que no me olvidara nunca de nuestra canción.
–¿Vuestra canción? Pues ahora sí que no entiendo nada. ¿Y puedo saber cuál es?
–Nuestra canción es y será siempre Palabras de amor, de Joan Manuel Serrat.
–Me sabe mal, hija, me sabe muy mal lo que te ha dicho. Pero, como mínimo, sabemos que los dos están bien. Creo que, al final, no habrá sido nada más que una rabieta de niños mayores, ya lo verás.
–¿Y ahora, qué?
–Ahora sólo podemos esperar. No te preocupes, en cuanto regrese hablaré con él.
María no podía creer lo que estaba pasando, y sin saber cómo ni por qué, acabó paseando por el parque de la Ciutadella.
Y siguiendo aquel ritual de amor que había repetido tantas veces con Ramón, lanzó una rosa roja al lago con la intención de invocar un amor que parecía estar herido de muerte.