27.
YA ESTOY AQUÍ

El 2 de octubre de 1977, el presidente Tarradellas llegó a la plaza Sant Jaume rodeado por los ciudadanos. Se trataba de un acontecimiento histórico que marcaría un antes y un después en Cataluña, pero aquel mismo día también quedaría grabado con fuego en la memoria de un joven que había entrado en la prisión cuando todavía era un niño y que ahora salía convertido en un hombre.

Cuando Ramón pisó la acera de la calle Entença, sintió que perdía el mundo de vista. La cabeza le daba vueltas y, lentamente, tuvo que apoyarse en un árbol, cerró los ojos y respiró profundamente, intentando no caer al suelo. De pronto, su pequeño mundo estático de paredes grises se había convertido en una calle ancha llena de vida en movimiento. El contraste era tan grande que, por un segundo, llegó a dudar si debía volver a entrar en aquel antro en el que había consumido gran parte de su vida.

Habían sido siete años de calvario constante, y sólo una amnistía general había puesto fin a aquella pesadilla.

Era su primer día de libertad y la desorientación lo avasallaba. Era una sensación inquietante, la de vivir en una ciudad que, como una bestia feroz, amenazaba con tragárselo en cualquier momento.

Con mucha inseguridad se colgó la bolsa en la espalda. Allí llevaba todas sus pertinencias, su pequeño universo. Entonces, lentamente, empezó a caminar por unas calles que ahora le costaba reconocer.

Cuando llegó a la Gran Vía de las Cortes Catalanas, se sentó en un banco, y con un gesto extraño dibujado en la cara, comprendió que aquella no era su ciudad. No fue capaz de calcular el rato que pasó sentado en aquel trozo de madera carcomida, pero cuando el sol empezó a oscurecer las calles y una brisa muy fresca hizo suya la gran avenida, Ramón decidió que había llegado el momento de volver a encontrarse con su madre, la única persona con la que compartía un pasado.

En medio de la acera donde tantas veces había jugado a lo largo de su niñez, sintió que le faltaba el aire. Era como si hubiera realizado un salto en el tiempo y pudiera sentir las sonrisas de su hermano Lluís de pequeño. Pero la realidad volvió a imponerse con toda su contundencia, y, sobreponiéndose, siguió hacia casa de su madre. En aquel momento lo único que deseaba era abrazar a la mujer que le había llevado a la vida y dormirse en sus brazos.

Gemma intuyó algo, y cuando oyó que llamaban a la puerta, fue a abrir sin pasar por la cocina para dejar el plato que llevaba en la mano. Cuando el timbre volvió a sonar, su rostro se iluminó con una ancha sonrisa. Sólo su hijo Ramón llamaba de esa manera.

Pero aquel plato, finalmente, acabó hecho trizas cuando cayó al suelo. En un silencio absoluto, Ramón y Gemma se abrazaron con emoción hasta que ella lo hizo entrar en casa mientras le acariciaba la cara.

–Hijo...

–Querida madre...

–No sabes cuántas veces he soñado con este momento, Ramón, y ahora, por fin, ya estás aquí, delante de mí.

–Todo ha quedado atrás, ya ha pasado, madre.

–¿Cómo estás?

–Estoy muy cansado, exhausto. Y me siento muy extraño. Sabes, cuando he vuelto a pisar la calle he tenido que pararme para recuperar el aliento. Madre, me he sentido como una especie de viajero de otros tiempos que descubre un nuevo mundo, un universo completamente ajeno y desconocido para mí. He venido paseando hasta aquí, junto a ti, y sólo cuando he llegado a nuestra calle me he sentido realmente como si estuviera en casa.

–Encuentro muy normal todo esto que me cuentas, hijo mío. Has estado muchos años encerrado allí, y nos guste o no, Barcelona ha cambiado mucho, en todos los sentidos. Con la democracia ahora parece que nuestros gobernantes quieren que desaparezca cualquier vestigio de todo lo que hizo y deshizo el dictador. Pero la gente no olvida tan fácilmente, y estoy convencida de que nos costará digerir todo el sufrimiento que hemos vivido durante tantos años. El dolor no se desvanece fácilmente.

–Y tú, madre, ¿cómo estás?

–Yo estoy bien, hijo. Sólo un poco más vieja. Pero hazme caso, dúchate y aféitate esa barba tan fea que llevas. Ya ha pasado todo, y no hace falta que te escondas nunca más de nada ni nadie.

–Tienes razón, madre. Ahora necesito quitarme este olor a sufrimiento que llevo incrustado encima.

–¿Tienes hambre?

–Sí, mucha.

–Pues venga, ve a ducharte que yo te voy preparando la cena. ¿Te apetece algo en concreto?

–Me harías muy feliz si me cocinaras una patatas fritas y un par de huevos fritos.

–Eso está hecho, hijo. Ahora ve al baño y relájate... ¡Te lo has merecido!

Cuando Ramón entró en la que, tiempo atrás, había sido su habitación, se quedó paralizado. Todo estaba tal y como lo había dejado la última vez que durmió allí, y la emoción le golpeó el corazón. Y mientras revolvía objetos, revistas y papeles, se le iban haciendo cada vez más presentes unos recuerdos que durante años pensó que no eran suyos.

Con el ánimo un poco más sereno, entró en el baño, abrió el grifo del agua caliente y preparó una toalla. Cuando la temperatura fue la adecuada, se metió debajo de aquella lluvia tibia, cerró los ojos y se dejó llevar por unas sensaciones que le hicieron soñar despierto. El jabón era el de siempre, le encantaba aquel aroma de lavanda, y entre el vapor y la reconfortante sensación de volver a estar en casa, de pronto se sintió como un niño y se puso a llorar desconsoladamente, mientras le venían a la cabeza imágenes dispersas de instantes intensos compartidos con su hermano y con María.

Fue su madre quien le devolvió a la realidad más concreta, llamando a la puerta y diciéndole que la cena ya estaba lista. Salió de la ducha y se plantó delante de aquel espejo, para volver a peinarse como tantas veces lo había hecho en el pasado. Clavaba la mirada en el fondo de sus ojos negros y no podía reconocer aquel rostro de hombre endurecido y severo. Después de afeitarse la barba con precisión y de rebajar las patillas con unas tijeras, se encontró con la mirada de aquel chico frágil que, años atrás, habían arrancado a la fuerza del calor de su cama.

Con la ropa limpia, bien peinado y pulido, se sentó en la mesa y le dio un beso sonoro y lleno de ternura a su madre. La cena fue más divertida de lo que Ramón se hubiera podido imaginar, y Gemma, consciente de todo lo que había vivido su hijo, en ningún momento hizo referencia a la cárcel. Pero un pensamiento la consumía por dentro y no pudo evitar hablar de Lluís, su hijo mayor.

–Ramón, en todos estos años nunca he querido preguntarte nada. Pero ahora parece que ya ha llegado el momento de que lo hablemos. No quiero que nos hagamos daño, pero necesito que me cuentes qué pasó exactamente con Lluís.

–¿De verdad quieres saberlo, madre? ¿Te sientes con fuerza para volver a revivir aquella pesadilla?

–Necesito cerrar esta herida, hijo. De veras que lo necesito...

–Lluís fue asesinado en la comisaría de Vía Layetana por los mismos policías que nos detuvieron, encabezados por el comisario José Francisco García en persona.

–¿Y por qué lo mataron?

–Se excedieron, madre. Se les fue de la mano. No sé si comprendes lo que te estoy diciendo. Aquellos sádicos hijos de puta disfrutaban tanto con las palizas que acabaron atravesando la línea que separa la vida de la muerte. Nosotros también hemos sido víctimas de los verdugos de la dictadura, madre, y Lluís se ha convertido en un mártir.

–¿Y tú, hijo? ¿Por qué has estado encarcelado todos estos años?

–Mi pecado fue enamorarme de la persona que menos me convenía.

–¿Qué quieres decir?

–Que conmigo también atravesaron la frontera que hay entre la vida y la muerte. Pero no llegaron a matarme. Me dejaron vivir mientras me consumía en una celda oscura y húmeda. Sólo he estado encerrado por un motivo, por haber querido a María, madre.

–¿Y ahora qué piensas hacer con tu vida?

–Lo cierto es que lo tengo bastante claro. Hace unos cuantos años me vi obligado a mentirte. Te dije que me había ido de España y que no tenía ninguna intención de volver. Ahora no seré tan radical, pero necesito irme una temporada. Necesito oxigenarme y coger fuerzas.

–¿Y ya has pensado dónde demonios te irás?

–Sí, madre, me iré a París, la Ciudad de las Luces... Y espero y deseo que también acabe siendo para mí la ciudad de la vida.