28.
LA CIUDAD DE LAS LUCES

La decisión de irse para empezar una nueva vida en París no había sido fruto del azar. De hecho, cuando le explicaba los planes a su madre, Ramón tenía claro que el viejo Marcel, sin darse cuenta, cada vez que le había hablado de la Ciudad de las Luces le había transmitido el deseo de vivir aquellas experiencias en su propia piel.

Ramón nunca renunciaría a seguir manteniendo contactos con la ciudad que le había visto nacer, pero su alma necesitaba volar lejos y alto, y sentir cómo resonaba en su interior el verdadero significado de la palabra libertad.

Al bajar del tren, en la Gare d’Austerlitz, se dirigió al barrio de Montmartre, donde había alquilado una habitación. A medida que subía por las calles inclinadas que llegaban hasta la cima de aquella colina coronada por la basílica del Sagrado Corazón, se sentía como uno de esos artistas bohemios que se alimentan especialmente de los aromas, los colores y las vistas que aparecen ante sus ojos, a cada instante, sensaciones placenteras e inspiradoras de aquel espectáculo en movimiento constante que es París, una inmensa y preciosa caja de sorpresas sin fin.

Mientras buscaba la dirección exacta del que iba a ser su nuevo hogar, pensaba que, probablemente, por aquellos mismos callejones y plazoletas habían pasado grandes artistas como Matisse, Van Gogh o Picasso. Seguramente, ellos también decidieron instalarse en aquel mismo lugar con la intención de encontrar la inspiración que necesitaban. E incluso, algunos de ellos, habían conseguido crear sus mejores obras allí. Ramón, como todo el mundo, también buscaba su gran obra, la obra de su vida, y en un gesto lleno de autenticidad, se acercó hasta la basílica. Y desde allí arriba, con la majestuosa ciudad a sus pies, sintió que su alma era realmente libre.

Con los ojos llorosos por la emoción tuvo la sensación de estar haciendo lo debido, y con el espíritu renovado se acercó hasta la Place du Tertre, detrás mismo de la iglesia, donde quedó embobado ante el encanto del lugar, que verdaderamente desprendía toda la fuerza de la belleza. Aquí y allá, una manada casi infinita de turistas llenaba las terrazas, y los grupos de artistas vendían sus obras de arte y artesanías. Las tiendas, los bares y la gente le hicieron sentirse como en casa, y enseguida tuvo claro que iba a quedarse a vivir allí una temporada, dejándose guiar por el instinto y por la fuerza del destino.

La habitación que le asignaron era luminosa y alegre. Pintada con tonos claros, estaba decorada con muebles muy básicos. Pero, a pesar de la austeridad, no tardó en hacerla suya. Además, el cuarto tenía un balcón con vistas a un pequeño parque donde los pájaros, cada mañana, lo despertaban suavemente, tejiendo tímidas y delicadas melodías.

Descubrir la ciudad de París se convirtió en toda una experiencia y, como un parisino más, frecuentaba sitios tan emblemáticos como el café Les Deux Magots, teatros como el Odéon, y también se dejaba caer por librerías como Shakespeare & Co, en la ribera izquierda del Sena, delante de la majestuosa catedral de Notre-Dame.

 

–¿Madre?

–Ramón, ¿eres tú?

–Claro que soy yo, madre. ¿Cómo estás?

–Muy bien, hijo. ¿Y tú? ¿Estás contento?

–Sí, la verdad es que esto me está gustando mucho más de lo que esperaba. Vivo en el barrio de Montmartre, rodeado de artistas. Y también de turistas, claro...

–¿Y ya sabes qué vas a hacer?

–He pensado en quedarme aquí una temporada, madre. No tienes que preocuparte, porque yo estoy haciendo lo que realmente quiero, y eso es lo más importante. Aquí me encuentro muy bien, y ahora mismo me cuesta imaginarme a mí mismo viviendo en otra parte.

–¿Y ya conoces a alguien, o estás solo?

–Aquí hay muchos catalanes y nos ayudamos un poco entre todos. Somos una especie de gran familia.

–¿Y hay alguna chica que te guste? Ya sabes a qué me refiero...

–¿Alguna chica, dices?

–Sí, es que me gusta imaginarme este tipo de cosas, ¿sabes? Y tengo que reconocer que a veces te imagino festejando con una francesita bien bonita.

–Pues siento decepcionarte, pero ahora mismo en mi vida no hay lugar para estas cosas. Necesito ordenar muchos temas antes de pensar en todo eso.

–Te entiendo, Ramón. Pero ve con cuidado, no sea que pase demasiado tiempo...

–¿Bromeas, verdad, madre?

–Claro, hijo. Ya sé que las cosas del corazón siguen su propio curso, y que ese curso tiene poco que ver con las estaciones del año. Podemos sentir que tenemos el corazón helado en medio del mes de julio.

–Pues si ya lo sabes, ¿puedo saber por qué siempre insistes con ese tema?

–No quiero que sufras. Eso es todo.

–Yo no sufro, madre. Pero tampoco puedo olvidar...

–¿Y ella? ¿Te ha contestado alguna de las cartas que le has enviado semana tras semana?

–No, madre, no, todavía no.

–Ramón, hijo, pues a lo mejor deberías intentar olvidarla, ¿no crees?

–Sí, madre, pero tú misma lo has dejado muy claro: las cosas del corazón siguen su propio ritmo...

 

Aquella mañana tocaba limpiar a fondo en el ático de la Rambla de Cataluña, y Julia ya hacía días que quería poner orden en el cuarto de los trastos. El viejo armario que había heredado de sus padres presidía la pequeña habitación y, por primera vez en mucho tiempo, decidió abrirlo para limpiarlo a conciencia, cajón por cajón.

Los antiguos tesoros de la familia se habían ido acumulando a lo largo de los años, pero entre la sorpresa y un punto de decepción, Julia descubrió que no le iba a costar lo más mínimo deshacerse de tantos recuerdos.

Cuando Julia encontró aquel fajo de cartas las miró con curiosidad, y al empezar a leer su contenido, no pudo evitar correr hasta el comedor y lanzarlas sobre su marido, que en aquel momento estaba sentado delante del televisor.

–¿Te has vuelto loca, Julia? ¿Puedo saber qué haces?

–¡Eso deberías decírmelo tú! ¿Puedo saber qué es todo esto?

–Son unas cartas, ¿no lo ves?

–Sí, claro que lo veo. ¿Pero me puedes explicar qué hacen unas cartas dirigidas a nuestra hija escondidas en el viejo armario?

–Pues tú lo has dicho. Están escondidas.

–Venga, Joan, no me vengas con misterios. ¿Me puedes decir qué es todo esto?

–Vamos, Julia, no tiene importancia. ¿Quieres hacer el favor de guardarlas en el mismo sitio donde las has encontrado?

–No, no lo haré hasta que me cuentes qué significa todo este montón de cartas.

–Te lo digo en serio, no tiene ninguna importancia.

–Por el amor de Dios, son cartas que Ramón le escribió a María. ¡Explícame ahora mismo por que las tenías tan escondidas!

–Son cartas que nunca han existido, que no deberían haber existido nunca, Julia. ¿Me entiendes? No remuevas el pasado.

–¿Qué quieres decir con que son cartas que no han existido? ¡No me digas que María no llegó a leerlas nunca!

–Pues eso mismo te digo. No, nunca las ha leído. Y ahora mismo haz el favor de guardarlas donde las encontraste. Olvida lo que has visto, Julia, y olvídate de Ramón de una vez. Ya nadie se acuerda de él...

 

Julia aguardó a que su marido se quedara dormido, y aquella misma noche se levantó de la cama con un único objetivo. Después de recuperar las cartas, se encerró en el baño y no salió hasta que no las hubo leído. Con lágrimas en los ojos, volvió a guardarlas y se fue a dormir hecha un manojo de nervios. Al día siguiente todavía podía recordar el sueño que la había acompañado durante buena parte de la noche. Y lo que tenía claro era que a ella le hubiera gustado vivir una historia de amor como la que su hija había vivido con aquel chico de aspecto modesto. Y cuando supo que cada vez que llegaba una carta de Ramón era automáticamente interceptada por su marido, sintió que se le removían las entrañas.

«¡Si María llegara a descubrir todo esto, no sé qué pasaría!». Y, tal y como le había aconsejado su marido, Julia decidió pasar página y no volver a pensar en todo lo que pudiera haber sido y no fue...