Dicen que el tiempo lo cura todo. Por eso, cuando Ramón volvió a sentirse el protagonista absoluto de su propia vida, salió a la calle con paso firme y seguro, y se prometió recuperar los años perdidos. Y quiso hacerlo con la conciencia llena y valientemente, convencido de que su presente y especialmente su futuro más inmediato pasaban por la mágica ciudad del Sena. Y estaba tan convencido de ello que, después de hacer las pruebas necesarias en la prestigiosa Universidad de la Sorbona, consiguió convalidar la mayoría de las asignaturas que ya había estudiado y decidió continuar la carrera que tantos años atrás se había visto obligado a abandonar.
Pero el destino volvió a sorprenderlo bajo la forma de una propuesta de trabajo que no pudo rechazar. En aquel mismo café que tantos buenos ratos le había regalado como cliente, Les Deux Magots, había una vacante. Hacía falta incorporar inmediatamente un camarero. Primero, Ramón dudó, pero los responsables del local acabaron por convencerle. Por un lado, tenía mucho que aprender en el ámbito de la hostelería, pero era cierto que a fuerza de visitar el lugar tan a menudo, conocía la clientela y los secretos de aquel local como nadie.
Su vida parisina iba pasando, con mayor o menor placidez, entre libros, cafés, croissants y buenas conversaciones. Pero Ramón continuaba incubando en su interior aquella tristeza que ya amenazaba con hacerse crónica. Su mirada melancólica no le pasaba desapercibida a nadie, pero todavía mucho menos al gran artista que una mañana se tomó un café en aquel local de Saint-Germain-des-Prés.
–Tú eres español, ¿verdad?
–Sí, don Pablo, soy de Barcelona.
–Ah, ya veo. ¿Y vives aquí, en París?
–Sí, ahora mi casa está aquí, en esta maravillosa ciudad.
–Yo he visto crecer estas calles. Hace muchos años que vine por primera vez a este mismo café. Y lo cierto es que aquí he pasado momentos inolvidables.
–Lo sé. De hecho, todos los que trabajamos aquí explicamos la anécdota que cuenta cuándo y cómo conoció a la fotógrafa Dora Maar, en esta misma terraza.
–Una mujer maravillosa, sin duda. Cuando ella llegó, todo el mundo tuvo que volverse y mirarla. Bella, radiante, con una personalidad arrebatadora.
–¿Es verdad lo que dicen?
–¿A qué te refieres?
–A que si es cierto que se enamoró de ella porque le aguantó la mirada.
–Era descarada y fresca como una delicada flor de primavera. Pero sí, en parte me gustó por eso. Lo que no es tan cierto es que me enamorara de ella. Yo, en esa época, ya estaba casado, y además tenía varias amantes.
Reconozco que no todo el mundo entiende la relación que he tenido a lo largo de mi vida con las mujeres. Pero dime, y tú, ¿estás casado?
–No, estoy soltero.
–Pero tendrás amantes, ¿no?
–Yo estoy chapado a la antigua, soy más romántico. Supongo que todavía creo en esas historias de Romeos y Julietas, don Pablo.
–¿Y tu Julieta?
–Está en España. De hecho, hace años que no sé nada de ella.
–Hijo, me parece que tienes un problema, pero no te preocupes demasiado porque lo tuyo es una enfermedad muy común.
–¿Estoy enfermo, dice?
–Sí, pero no es nada grave. Nada que no pueda curarse. Sabes, hijo, al final, en la vida, cada uno decide qué va a hacer con su tiempo.
–¿Y qué me pasa a mí, doctor?
–Que tienes un concepto muy equivocado acerca del amor. Un hombre verdadero debe relacionarse de otra manera con las mujeres. Los hombres, en el fondo, no somos más que lobos solitarios. Y tú también lo eres... Lo que pasa es que todavía no lo sabes.
–¿Qué quiere decir?
–Que reconozco en tus ojos a ese lobo solitario que gobierna tu alma, pero también observo que, de momento, por miedo no te atreves a que salga. El amor es el veneno más peligroso que existe. Y cuando te das realmente cuenta de ello, ya no puedes hacer nada: paraliza, anula y acaba matando. A ver, dime: ¿tú eres feliz?
–No del todo, siento que me falta algo.
–¿Lo ves?, te equivocas, chico. A ti no te falta absolutamente nada de nada. Lo que te ocurre es que te sobran un montón de ideas preconcebidas sobre tu relación con las mujeres.
–¿Como cuáles?
–Sí, hombre, sí. Todas esas ideas que tienes sobre el amor romántico... Le otorgas demasiado poder a la mujer. ¿Cuánto hace que no estás con una de ellas?
–Mucho, hace mucho tiempo. Demasiado, quizás.
–Pero, a ver, ¿no te has acostado nunca con una prostituta?
–No, nunca.
–¿Y por qué no?
–Pues la verdad es que nunca me lo he planteado.
–Deberías saber que las prostitutas son las grandes amigas de los hombres. Y te aseguro que sé perfectamente de lo que estoy hablando. Tan sólo hace falta que repases un poco la historia, desde la relación entre María Magdalena y Jesús hasta nuestros días. Siempre fue lo mismo.
–Ella me rompió el corazón, don Pablo. Por eso estoy aquí.
–¿Y puedo saber por qué dejaste que te rompieran por dentro? La culpa es tuya, sólo tuya. A las mujeres hay que amarlas con distancia.
–No sé cómo se hace eso...
–Eso también se aprende, Ramón, como se acaba aprendiendo todo en la vida. Pero si me lo permites, te daré un consejo: deja de lamentarte por todo lo que has dejado atrás y concéntrate en lo que tienes ahora. Sólo tenemos el presente, el resto no existe. Sé tú mismo quien pinte el cuadro de tu vida y olvídate del resto. ¿Lo harás?
–Lo intentaré, maestro.
–No lo intentes, consíguelo. ¿Sabes qué hago cuando me dicen que soy demasiado viejo para hacer algo?
–No, don Pablo.
–Pues corro a hacerlo. ¿Me explico?
–Se explica muy bien. ¿Y sabe una cosa?
–Dime, Ramón.
–Que mucha gente mataría por tener esta conversación con usted acerca del amor.
–Me da igual, ¿sabes? Ahora mismo lo que importa es que no seas tú quien decida morirse en vida. Vive tu vida, hijo, y por encima de todo no renuncies nunca a ser tú mismo. Jamás. Pero con las mujeres, algo de distancia, bastantes risas y mucha pasión.
Esa misma noche, cuando Ramón regresaba a su habitación de Montmarte, sentía que le hervía la cabeza. A lo largo de su vida había aprendido que las casualidades no existen y, una y otra vez, se acordaba de la conversación que había mantenido con el genial artista de Málaga. Y, cuanto más lo pensaba, más convencido estaba de que, a pesar de la crueldad del mensaje, las palabras de Picasso estaban llenas de razón y sabiduría. Había pasado demasiado tiempo de duelo y seguramente ya había llegado el momento de dejar de vestir el alma con tonos oscuros, para recuperar la paleta de colores y esparcirlos aquí y allá.
Algo importante le estaba cambiando por dentro. Y cuando fue consciente de que caminaba con una sonrisa generosa dibujada en la cara, aprovechó aquel instante de felicidad, subió hasta la basílica del Sagrado Corazón y desde allí, con toda la ciudad a sus pies, gritó como un loco, exorcizando los viejos fantasmas que había arrastrado a lo largo de tantos años. Y mientras gritaba y lloraba de rabia, podía sentir cómo el peso de la muerte de su hermano, las torturas, la prisión, e incluso la ausencia de María, iban saliendo de su interior para perderse en la inmensidad de la noche, bajo aquel cielo repleto de cometas inmortales.