30.
SIN CORAZÓN

Ramón había decidido firmemente que dejaría de creer en aquel ideal del amor romántico por el que había apostado toda su vida. A lo largo de aquellos años, María no había respondido a ninguna de sus cartas ni había dado ninguna señal de vida. Por eso, empezaba a tener la sensación de que estaba solo, más solo que nunca.

Cuando sus compañeros le propusieron celebrar, de una manera muy especial, aquello que ellos llamaban «el despertar», Ramón no se lo pensó demasiado.

–Acepto vuestra proposición. ¿Pero qué queréis hacer?

–Cultura, gastronomía, ocio...

–¿Cómo?

–Sí, hombre, sí, iremos a ver un espectáculo al Moulin Rouge, cenaremos en un bistró de Montmartre y acabaremos la noche yéndonos de putas por el barrio de Pigalle.

 

El Moulin Rouge había nacido en una época llena de creatividad y de alegría de vivir. Su enorme pista de baile, la multiplicidad de espejos esparcidos por todas partes y las bellas coristas, todo, contagiaba el ambiente de una atmosfera revitalizante, muy próxima a la euforia. Desde su inauguración en 1889, el cabaret se había convertido en un referente de éxito, y no tardó en convertirse en el lugar de encuentro de los más ricos y poderosos, pero también en el punto de encuentro de la gente de la clase obrera. Los unos y los otros se mezclaban para gozar del cancán, un ritmo nuevo y seductor que enloquecía a todo el mundo. Cuenta la leyenda que el gran pintor Toulouse-Lautrec llegó a convertirse en un visitante frecuente de aquellas fiestas que duraban hasta la madrugada.

La esencia de aquel local se había mantenido intacta a lo largo de los años, y aquella noche también fue una velada llena de sensualidad y placer.

El ambiente, poco a poco, se fue calentando, y después de muchas sonrisas, de unos cuantos golpes cómplices en la espalda y del deseo que crecía y se manifestaba cada vez más a flor de piel, los amigos del chico decidieron seguir la ruta e ir a cenar a un pequeño bistró de Montmartre. La decoración de la tasca no tenía nada de especial, su singularidad residía en la magnífica carta de quesos y vinos. Quesos franceses variados, patés con pan tostado, y unas cacerolas con sus especialidades, el pato y el estofado de buey. Para acompañarlo como convenía: un buen vino, uno de los mejores reservas del mercado. E incluso, por si no fuera suficiente, un surtido de postres deliciosos que compartieron entre todos, unas cuantas tacitas de café humeante y unas generosas copas de coñac para digerirlo.

De alguna forma, era como si el inconsciente les hiciera ir de prisa para no atrasar más aquello que, de hecho, prometía ser el verdadero plato fuerte de la noche. Y cuando pagaron la cuenta del restaurante, ninguno de los tres dudó ni un segundo en coger el taxi que les llevaría a Pigalle.

–¿Estás bien, Ramón?

–Sí, chico, me lo estoy pasando francamente bien.

–Es que, no lo sé... Desde que hemos subido al taxi, parece que se te haya comido la lengua el gato.

–No me pasa nada. Sólo estaba mirando por la ventanilla, sintiendo cómo pasa la vida, y pensaba que esta ciudad todavía me gusta más de noche que de día. Y tú, ¿piensas lo mismo?

–Sí, Ramón, yo lo veo así. Las noches de París son un verdadero regalo para los sentidos.

–¿Sabes qué propongo, pues?

–Tú dirás.

–Creo que tendríamos que cambiarle el nombre a la ciudad. Cuando decimos que París es la Ciudad de las Luces, no le estamos haciendo justicia. Mejor sería la Ciudad de la Vida, ¿verdad?

–Sí, Ramón, tienes razón. París, la Ciudad de la Vida... ¿Y del amor?

–¿Amor? ¿ Quién habla de amor? Nada de sentimientos. Nada de compromisos. Sólo sexo, amigo. Sexo y placer. París también es la ciudad de las luces de color rojo.

 

Aquel meublé estaba situado en el corazón del París más bohemio, en un callejón que salía de la plaza que daba nombre al barrio, situado al norte de la Ciudad de la Vida. La señora Pascal, la propietaria de aquel burdel, les abrió la inmensa puerta dorada luciendo una gran sonrisa, como si los chicos fuesen viejos amigos a lo que encontraba tras un tiempo de ausencia.

–¡Bienvenidos a Chez Pascal, queridos! ¡Sentíos como en casa!

–Muchas gracias, señora Pascal. Hoy llevamos a un amigo muy querido que necesita una de sus gatitas melindrosas.

–Claro que sí. ¿Pero tú ya sabes que todas mis chicas son muy dulces, verdad?

–Señora Pascal, eso ya lo sé, no se ofenda, por favor. Pero queremos a una chica que sea una verdadera princesa, buscamos alguien digno de un rey.

–Venid al salón y decidid vosotros mismos. Aquí, Chez Pascal, solo tenemos princesas...

Ramón fue el último en escoger, y sólo cuando sus amigos se habían retirado a sus respectivas habitaciones, dejó de lado la vergüenza y pidió que volviesen a desfilar delante de él aquellas verdaderas diosas dignas del rey más exigente. A pesar de su evidente belleza, a Ramón le costó encontrar una mujer que le pareciera especial. Sabía que aquel era un día muy importante en su vida, no por lo que iba a hacer, sino por el significado más profundo de aquel acto de rebeldía que estaba llevando a cabo contra sus principios.

Camille era pequeña y dulce. Su media melena rubia parecía hecha de güiros de maíz, y sus ojos azules competían con el color del cielo de un día sereno de primavera. Cuando la chica le tomó la mano para llevarlo hasta la habitación, Ramón sintió cómo se le aceleraba el corazón y, a medida que avanzaban por el pasillo, los nervios se transformaron en un encendido deseo.

La habitación era espaciosa y estaba perfumada con esencias naturales. Pasó por la ducha y, a continuación, salió del baño con la toalla en la cintura. Y Camille ya lo esperaba tumbada en una cama inmensa, cubierta por sábanas de seda negra.

–¿Estás bien? Pareces un poco nervioso –le dijo la chica mientras le acariciaba muy lentamente el pecho.

–Sí, estoy nervioso. ¿Se me nota mucho?

–Pues la verdad es que sí. Los hombres que vienen no son tan amables como tú. Vienen a poseerme, este es su único objetivo, y quieren hacerlo deprisa. En cambio, tú eres distinto. ¿Puedo preguntarte una cosa?

–Sí, ¿qué quieres saber?

–¿Eres virgen?

–No, no lo soy, pero por motivos que ahora no vienen al caso, hace mucho tiempo que no estoy con una mujer.

–Sólo hablan así los hombres que han sufrido mucho...

–Sí, es probable que tengas razón. Pero hoy para mí es el primer día de una nueva vida.

–¿Lo dices en serio? ¿Y qué vas a hacer con esta nueva vida?

–Es muy sencillo, Camille. A partir de hoy he decidido que no tendré ni sentimientos, ni tampoco ninguna especie de compromiso con las mujeres. Solo sexo y placer, sin amor.

–No te lo aconsejo, Ramón.

–¿Por qué no?

–Yo me hice prostituta el día que decidí vivir sin sentimientos. Y tomé aquella decisión poco después de que el amor de mi vida me rompiera el corazón ferozmente.

–¿A ti también?

–Sí, a mí también. Y te prometo que no pasa ni un solo día en que no me pregunte dónde escondí a mi pobre corazón, mi querido corazón.

–¿Y no lo encuentras?

–No, porque lo enterré en algún rincón oscuro de mí misma y ya no consigo saber dónde está.

–¿Y qué harías si, de repente, volvieras a encontrarlo?

–Pues me enamoraría al instante de un hombre como tú... Y entonces la vida volvería a empezar.

Ni Ramón ni Camille hubieran podido imaginar nunca que, en una noche como aquella, pudieran encontrarse en un burdel del barrio de Pigalle dos almas gemelas y solitarias como las suyas.

Pero tampoco podían haber soñado que, cuando sus cuerpos estallaron en el acto de la pasión gracias a la fiesta de los sentidos, una música deliciosa y ensordecedora lo invadiera todo, a través de la piel, de la saliva y de las caricias, y completara magistralmente la apoteosis final de una sinfonía perfecta.