31.
BAJO LA TORRE EIFFEL

En aquella nueva vida de Ramón ya no había lugar para los recuerdos dolorosos. Cada día que pasaba se sentía más fuerte y seguro con la firme decisión que había tomado, con tal de no volver a caer en el pozo oscuro de la desesperanza.

Pero, a menudo, el destino pone a prueba la fortaleza de las decisiones de los hombres, y un domingo de septiembre de 1979 por la mañana, los astros se confabularon para que se produjera un encuentro inesperado. Bajo la magnífica estructura metálica de la torre Eiffel que se encumbraba hasta el firmamento, dos personas se quedaron heladas, la una delante de la otra, sin poder reaccionar. Los años habían sido generosos para ambos, pero, a pesar de todo, era evidente que en sus rostros empezaba a quedar poca cosa de aquella juventud pletórica que, en otros tiempos, habían poseído con avidez.

Sabine fue la primera en hablar, y cuando estuvo completamente segura de que no se trataba de ninguna aparición mágica, se acercó a él.

–Ramón, por el amor de Dios. ¿Realmente eres tú?

–¿Sabine?

–Sí, soy Sabine. ¿Te acuerdas de mí?

–Claro que me acuerdo. Han pasado muchos años, pero enseguida he reconocido tus ojos risueños. Y tus pecas, claro.

–Tú también estás igual.

–¿Y estos niños tan guapos?

–Pues mira, son mis hijos. La niña se llama Sabine, como yo, y el niño es Pierre, como su padre.

–Son preciosos, Sabine. Veo que, al final decidiste casarte con tu chico de siempre, ¿cierto?

–Sí, y nunca nos hemos separado. Soy una mujer afortunada, Ramón. Estoy con el hombre de mi vida.

–Me alegro mucho por ti, de veras.

–¿Y tú? ¿De turismo por París?

–No, Sabine, no. Hace años que vivo aquí.

–¿En serio? ¿Y qué haces aquí?

–Soy abogado y tengo un pequeño despacho en Montmartre.

–¿En Montmartre? Ya veo que no has perdido para nada tu espíritu romántico. Me ha gustado mucho volver a verte, Ramón. Pero ahora tengo que irme, que los abuelos de los chicos nos esperan para ir de compras al centro.

–A mí también me ha gustado mucho encontrarte, Sabine. Y a vosotros también, niños. Sois muy espabilados.

–Cuídate, Ramón.

–Sabine, perdóname, quiero preguntarte algo.

–Dime.

–Sabine, ¿todavía sigues en contacto con María?

–Claro que sí. Es mi amiga del alma. Eso no ha cambiado para nada, ni cambiará.

–Me alegro mucho. ¿Y cómo está María?

–Está bien, Ramón, muy bien.

–¿Y a qué se dedica?

–Pues es pintora. Es una mujer felizmente casada y también futura madre de gemelos...

Ramón sintió que las piernas le temblaban y, tan pronto como se despidió, se reprochó mil y una veces el haber preguntado nada. No tenía ningún sentido volver a abrir una herida que, desgraciadamente, todavía le quemaba por dentro.

 

El desencanto devoró hasta la última pizca de alegría del alma de Ramón y, cuando menos se lo esperaba, cayó en la apatía más absoluta. La depresión empezaba a llamar a su puerta. Todo dependía de él mismo: debía escoger entre la luz o la oscuridad. Pero ya se sabe que, a veces, aquello que resulta más sencillo de hacer acabar por convertirse en una épica sólo al alcance de unos cuantos héroes del Olimpo, y Ramón no se vio capaz de enfrentarse a ello.

Por fin tuvo que aceptar que María había vuelto a rehacer su vida y que aquella noticia le había hundido del todo. En el fondo de su corazón, había tratado de mantener encendida la llama de la esperanza, pero, de pronto, un golpe de viento helado, como una furia que presagia tiempos todavía peores, se encargó de enmudecer cualquier ilusión, cualquier rayo de esperanza.

Y era precisamente en momentos como aquel, cuando más echaba de menos al viejo Marcel, su compañero de celda en la Modelo de Barcelona. Aquel hombre tenía la capacidad de encontrar siempre la palabra justa, como la brújula que señala el norte, con indicaciones precisas que ayudaban Ramón en los momentos más complicados. Y ahora, cuando el abogado estaba tentado de jugar a dados con su propia vida, hubiera agradecido un golpecito en la espalda de su confidente, aunque sólo fuera por intentar animarle.

La llegada inclemente del invierno tampoco le ayudó demasiado. El frío, la nieve y aquella niebla persistente que lo nublaba todo se extendían, mientras el río Sena parecía estar a punto de quedarse helado. Por eso fue tan importante la visita de Gemma. Sólo eso, definitivamente, consiguió salvarle de caer en un vertiginoso precipicio.

 

El tiempo les dio una tregua durante los primeros días del nuevo año, algo que permitió a Ramón asustar a sus fantasmas más íntimos y tormentosos. Resultaba extraordinario que pudiese tomar un café en una terraza, cuando apenas pocos días atrás casi no podía salir de casa. Pero como todo forma parte de un mismo ciclo, el frió volvió a cubrir con una fina capa de hielo y nieve la ciudad y a nublar la cabeza del chico.

La rabia apareció en la vida del abogado con una virulencia imposible de contener y, en poco tiempo, decidió abandonarse indolentemente a una cotidianeidad hecha de oscuridad y rencores. Gordo, barbudo y ahogado en el alcohol, cayó en una espiral loca de autodestrucción, de consecuencias imprevisibles y difíciles de detener.

El insomnio se convirtió en su fiel compañero a lo largo de muchas noches de invierno. Cuando cerraba los ojos, agotado, le venían a la cabeza las escenas más escalofriantes que había tenido que vivir en aquella habitación pútrida de la comisaría de Vía Layetana, donde los policías, encabezados por uno de los grandes verdugos del fascismo, habían acabado con su querido hermano Lluís. Y una noche, una oscura y honda noche, poseído por el dolor más insoportable, soñó con él...

–¿Por qué vienes a verme, Lluís?

–No nos dejaron despedirnos. ¿Te acuerdas, verdad?

–Lo pienso cada día de mi vida.

–Tú tampoco lo has pasado nada bien, Ramón. Has estado a punto de morir muchas veces, a raíz de todas aquellas palizas salvajes. Pero tu cuerpo y, sobre todo, tu alma, siempre se han resistido a abandonar este mundo. Y es por eso que no acabo de entender qué haces ahora, ni por qué te comportas cruelmente contigo mismo.

–¿Qué quieres decir, Lluís?

–Que no entiendo por qué te empeñas en matarte cada día un poco más.

–No lo sé muy bien... Supongo que lo hago porque mi vida ya no tiene mucho sentido.

–¡No te entiendo para nada! Cuando tenías realmente motivos para abandonar, para tirar la toalla, no lo hiciste, y ahora que todo puede ser más luminoso y esperanzador, precisamente ahora, es cuando lo hechas todo a perder.

–Estoy perdido sin ti y sin María. ¿No te das cuenta? Me siento viejo, y quiero desaparecer de aquí.

–¿Y mamá? ¿Crees que ella no ha tenido, a lo largo de su vida, muchos motivos para abandonar? Primero, la muerte de papá; después, mi repentina desaparición, tú encerrado en la prisión...

–Sí, Lluís, ya lo sé. Tienes razón.

–¿Y crees en serio que ella no ha llorado noches enteras pensando que su existencia se había convertido en un infierno ingobernable?

–Estoy convencido de que a mamá ya no deben de quedarle lagrimas por llorar, Lluís.

–¿Y a ti, todavía te quedan lágrimas?

–Sí.

–Entonces llora por todo lo que has tenido que pasar, y cuando dejes de compadecerte de ti mismo, intenta abrir las ventanas de par en par, aspira una buena bocanada de aire fresco y sal a la calle con la cabeza bien alta. Y nunca permitas que los malos recuerdos te hagan dudar de ti mismo, hermano.