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UN GOLPE DE SABLE

El 13 de enero de 1981, el programa Radioscope celebró sus 18 años en antena y, para festejarlo como era debido, un fiel grupo de oyentes organizó un homenaje a Salvador Escamilla. El acto, celebrado solemnemente en el Salón de Crónicas del Ayuntamiento de Barcelona, fue muy emotivo, y a la hora de los parlamentos, el alcalde Narcís Serra y otros miembros destacados de la sociedad catalana quisieron ensalzar la generosa personalidad del locutor y su aportación a la cultura del país.

Cuando Escamilla vio a María Riera acercándose hasta el atril, no podía dar crédito a sus ojos. Y cuando su protegida en aquel concierto memorable del 1967, en el Palau de la Música, empezó su parlamento, el periodista se emocionó intensamente. La mujer sólo tenía palabras de agradecimiento para el locutor que había confiado en su voz como cantante,

Y tal y como había sucedido tantos años atrás, cuando María sintió aquellas mariposas en el estómago, poco antes de empezar el parlamento, cerró los ojos y volvió a concentrarse en un recuerdo muy intenso y único: su primer beso de amor.

Autoridades, querido Salvador, amigas y amigos: tengo que confesar que había preparado un breve parlamento, pero ahora mismo me acaba de ocurrir algo increíble. Con vuestro permiso, os lo contaré y comprenderéis perfectamente cuál es el alcance de la magnífica personalidad de Salvador Escamilla.

Hace muchos años, fui invitada a participar en el memorable concierto que tuvo lugar el mes de abril de 1967, en el Palau de la Música Catalana. Escamilla insistió mucho en que yo cantara una canción. Horas antes del concierto, mientras ensayaba, estaba muy nerviosa y Salvador me dio un consejo maravilloso que ahora mismo, cuando he empezado a hablar, he vuelto a aplicar disciplinadamente. Recordaré toda la vida ese consejo. Mientras yo temblaba como una hoja, en aquel teatro que horas más tarde estaría lleno de gente, Salvador me miró a los ojos y me dio un consejo. Han pasado muchos años y yo no he vuelto a cantar nunca más en público. Pero cuando pinto o cuando tengo una presentación importante en mí galería de arte y las palabras se niegan a salir, siempre hago lo mismo: cierro los ojos y viajo tiempo atrás para revivir un momento especialmente dulce e intenso de mi vida. Y ahora mismo ha vuelto a funcionar.

Queridos amigos, Salvador Escamilla no solamente nos ha acompañado durante todos estos años a través de las ondas de radio, sino que, especialmente en mi caso, también me ha acompañado desde el corazón. Para mí es un padre, un buen amigo y un excelente consejero. Gracias a todos por vuestra atención, y gracias a ti, Salvador, por ser como eres.

 

Cuando María volvió a abrir los ojos, vio a todos los asistentes en pie. El Salón de Crónicas del Ayuntamiento temblaba con los aplausos que resonaban aquí y allá en aquella inmensa y noble sala. Y en medio de todo el mundo, María y Salvador, visiblemente emocionados, se fundieron en un abrazo cargado de afecto.

–Muchas gracias por tus palabras, María.

–Ha sido todo un honor ofrecer mi testimonio. Sólo he dicho lo que siento, Salvador. Nunca nadie me ha dado un consejo mejor que el que tú me diste aquel día en el Palau.

–Me haces feliz, María. Gracias otra vez por tus palabras. Y no te preocupes porque tan pronto como podamos, mi mujer y yo vendremos a verte a la galería de arte.

–Me gustaría mucho, Salvador...

La celebración acabó, unas cuantas horas después, en la popular sala de fiestas La Paloma, en el barrio chino, donde actuaron un buen grupo de amigos artistas de Escamilla, como Raimon, Ovidi Montllor, Núria Feliu, Marina Rossell o La Trinca.

Había sido un día verdaderamente intenso y lleno de emociones, y cuando María llegó a casa y escuchó cómo Pere hablaba por teléfono con su amante, tuvo la tentación de romper su matrimonio y volver a ser libre.

 

Aquel intenso y tétrico ruido de sables volvió a resonar la tarde del 23 de febrero de 1981. Como por arte de magia, muchos tuvieron la sensación de haber entrado en una especie de agujero negro en el tiempo, un túnel oscuro que amenazaba y parecía transportar a todo un país entero unos cuantos años atrás.

María Riera escuchó la noticia en la radio, pero se negaba a admitir que aquello era cierto. Con el corazón encogido, decidió pasar la tarde encerrada en casa, deseando que sólo se tratara de una pesadilla de la que despertaría en cualquier momento.

A medida que pasaban las horas, la incertidumbre se apoderaba de las calles de una Barcelona que se agitaba inquieta entre el miedo y la duda, y Ramón, reunido en casa de un compañero abogado con el cual acostumbraba a colaborar, fumaba sin parar mientras caminaba arriba y abajo por el pasillo del piso como si fuera un animal enjaulado.

–No me gusta nada todo lo que está pasando. Las calles huelen tanto a miedo que incluso me mareo.

–¿Pero qué pasa exactamente, Ramón?

–Parece que a las dos de la tarde, un grupo de Guardias Civiles y de vehículos camuflados han cerrado los accesos de la zona cercana al Congreso de los Diputados y, poco después, un centenar de Guardia Civiles, encabezados por el teniente Antonio Tejero, ha asaltado el hemiciclo del Congreso, precisamente cuando se llevaba a cabo la segunda votación para la investidura de Leopoldo Calvo Sotelo como presidente del Gobierno de España.

En casa de los Riera, el golpe de estado se vivía de una forma muy distinta. Mientras Joan y su gran amigo, el comisario García, se abrazaban, soñaban con un país donde se volviera a vivir como en los gloriosos tiempos de Franco.

Aquella noche fue muy larga, con millones de españoles pegados a sus aparatos de radio, y ya de madrugada, Juan Carlos I, vestido de capitán general, se dirigía a los ciudadanos por la televisión, dando por fracasado el golpe de estado.

Al día siguiente, el 24 de febrero, los secuestradores se rindieron definitivamente, y aquel mismo día Ramón se hizo un juramento solemne. Él, que en otros tiempos había jurado que renunciaría a la violencia por defender sus ideas con la fuerza de las palabras, tras pasar la noche en vela con el miedo en el cuerpo, decidió que dedicaría el resto de su vida a evitar que nunca más se volviera a repetir un atentado contra la democracia como el que acababa de vivir. Nacía un nuevo Ramón, un espíritu renovado que empezaba a aceptar que sus cicatrices sólo eran el recuerdo lejano de un pasado que no tenía que volver a vivir nunca más.