Cada vez que María Riera se acercaba a la cala Montjoi sentía que algo rejuvenecía en su interior. Aquel día simbolizaba un momento de celebración en la vida de la pareja y ya hacía tiempo que Pere había planeado sorprender a su mujer con una cena romántica en el restaurante más prestigioso del mundo.
Barcelona había sido la capital de todo el universo durante la celebración de los Juegos Olímpicos, y el lujoso restaurante del municipio de Roses, año tras año, gracias al talento de Ferran Adrià y su equipo, se empeñaba en convertirse en la capital de la gastronomía.
La relación entre María y Pere había pasado por buenos y malos momentos, pero en el fondo de su corazón ella sabía que era un matrimonio que siempre había estado marcado por las mentiras y la hipocresía. Y en este caso no era capaz de decidir quién era el bueno y quién era el malo porque seguramente ninguno de los dos estaba viviendo la vida que quería vivir.
Después de muchos reproches y lágrimas, parecía que todo se había transformado, con el tiempo, en algo más que soportable, y el sufrimiento había dejado paso a una aparente felicidad que a menudo parecía más frágil que una flor de jazmín.
–Siempre he querido venir al Bulli, Pere. Has acertado de lleno.
–Lo sé, querida, por eso te he querido llevar aquí en un día tan especial para nosotros.
–Sí, porque hoy celebramos el día que nos conocimos, ¿verdad?
–Sí, claro, ¿lo dudas?
–No, no es eso, sólo estaba pensado, Pere.
–Pero ahora no es el momento de pensar demasiado, María. Este menú degustación que estamos a punto de comer es un regalo para los sentidos y creo que las dudas y los reproches tienen que quedarse en la puerta, bien lejos de esta mesa.
–¿Te sabe mal que piense?
–No, no es eso, pero contigo siempre tengo la sensación de que estás ausente. ¿Dónde tienes la cabeza, María?
–Nada, te he dicho que sólo estaba pensando. Me han venido a la cabeza nuestros hijos. Me preguntaba si serán lo bastante valientes para vivir la vida que realmente quieran. Porque, ¿tú has vivido la vida que deseabas, Pere?
–Sí, claro.
–¿Lo dices en serio?
–Sí, María, lo digo en serio. ¿Pero quieres dejar de molestarme con esas preguntas estúpidas?
–¿De verdad crees que mis preguntas son estúpidas?
–Sí, cojones, ya te lo he dicho. Tus preguntas son estúpidas y tú también...
–Entonces no entiendo qué haces conmigo, Pere. Porque, ¿tú me quieres, verdad?
–María, ¡claro que te quiero! ¿Quieres parar de una vez? ¡Me estas fastidiando la noche!
–Pues si me quieres tanto como dices, ¿por qué me hablas así?
–¡Te hablo así porque te gusta mucho tocarme los cojones!
–Sólo te he hecho una pregunta. ¿Puedo saber por qué te pones a la defensiva? Esta conversación me está recordando a otra que tuvimos hace muchos años. ¿Te acuerdas?
–María, tú y yo hemos tenido miles de conversaciones. ¿Quieres hacer el favor de hablar claro de una vez? ¿Qué quieres saber?
–Lo que quiero saber es si vives la vida que te gustaría vivir...
–¡Ya te he dicho que sí, joder!
–No te creo, Pere. De hecho ni te creo a ti ni me creo a mí misma.
–¿Qué quieres decir? ¿No crees que te estás pasando?
–No me estoy pasando para nada. Somos unos hipócritas que nos dejamos llevar por la rutina y los intereses. Te lo volveré a preguntar, Pere. ¿Eres feliz?
–No, María, no soy feliz. ¿Y quieres saber por qué?
–¿Porque te falta algo?
–Exacto, María, porque me falta algo muy importante.
–¿Y qué te falta, Pere?
–Sí, María, no soy feliz porque me falta Ricard. ¿Ya estás contenta?
Tras poner las cartas sobre la mesa y enseñar su verdadero juego, María decidió hablar de ello a fondo, y después de cenar en el Bulli, donde abrieron su caja de Pandora personal, regresaron al Parador, donde pasaron toda la noche hablando, no como marido y mujer, sino como dos amigos que se reencuentran después de mucho tiempo sin verse y comparten todas sus luces y sombras. Parecía increíble, pero justo cuando desnudaron sus propias almas, el uno delante del otro, la tensión que les había acompañado a lo largo de toda la relación se esfumó en un santiamén.
Pere nunca había dejado de verse con su amante, y durante todos aquellos años había llevado una doble vida que había acabado por minar su mente y también su cuerpo.
–¿Y por qué no has hecho nada al respecto, Pere?
–¿Bromeas, María? ¿Cómo quieres que le diga a mi familia que soy homosexual?
–Lo van a entender.
–No seas inocente, María. Ya conoces a mis padres y a mis hermanos. No sólo no lo entenderían, sino que, además, me rechazarían de por vida.
–Pero la realidad es que no eres feliz.
–No, no soy feliz. Nunca lo he sido...
–Es una lástima, Pere, eres un buen hombre.
–Ser buena persona no tiene nada que ver con ser feliz. Creía que tú ya lo sabías, María. Pero, ¿y si hablamos de ti? ¿Eres feliz?
–Tengo muchos momentos de infelicidad. Me dan muchas alegrías mis hijos y mi trabajo en la galería de arte.
–¿Pero...?
–Pero no soy feliz del todo, Pere, y ahora mismo ya empiezo a pensar que nunca más seré feliz.
–¿Has sido feliz en algún momento de tu vida?
–Sí, Pere, yo he sido una mujer muy feliz.
–¿Y cuándo fue esto? Porque es evidente que conmigo no lo has sido.
–Fue hace muchos años, Pere. Pero el hombre al que quería me dejó y mi corazón nunca se ha curado del todo.
–¿Y no sabes nada de él?
–Sé que un día me rompió el corazón. Y todavía no lo he podido curar.
La separación de Pere y María no sorprendió a nadie de su círculo más íntimo.
Cuando Joan Riera supo que su hija se separaba, dejó de hablar con ella durante unos meses. Según afirmaba el hombre, María disfrutaba llevándole la contraria siempre, y no podía entender cómo una mujer de buena familia dejaba escapar a un hombre como Pere Camacho.
–¿Y por qué os separáis, María?
–Porque Pere y yo solo podemos ser amigos, no una pareja.
–¿Por qué lo dices? ¿No has aprendido nada de lo que te he enseñado todos estos años? ¿Y el sacrificio?
–No tiene nada que ver con esto, papá. De hecho, no sé por qué te lo he dicho...
–Pues yo creo que debes ser respetuosa conmigo y no veo ningún motivo válido por el que separarte de tu marido. ¿Puedo saber qué has hecho?
–¿Qué quieres decir? ¡Yo no he hecho nada!
–No lo sé, María, pero creo que me escondes algo.
–Yo no te escondo nada, papá, solo te he dicho que con Pere hay una buena amistad, pero no hay amor.
–¿Amor, dices? El amor es una mentira, hija. El amor no existe, es solo una invención para niños. Pero los adultos tenemos que ser prácticos, María. Y lo más práctico para ti es aguantarte y continuar al lado de tu marido. Con él nunca te faltará ni el dinero ni una posición social más que respetable. Tenéis que hacerlo por vuestros hijos. ¡Ahora lo tienes todo, hija!
–¿Pero, qué dices? A mí no me interesan esas cosas.
–¿Ah no? ¿Entonces puedo saber qué te interesa a ti?
–Yo quiero amar y respetar a mi marido, pero no tal y como tú lo entiendes.
–Nunca creciste, María, sigues siendo una niña llena de tonterías. Tienes suerte de que haya estado siempre a tu lado para solucionarte los problemas.
–Pero, papá, yo no quiero que te metas en mi vida.
–Si no me hubiera metido en tu vida, tal y como pides, serías una desgraciada.
–Te oigo y me das miedo, papá. Vete a sabe qué debes de haber hecho sin que yo lo supiera.
–Todo lo que he hecho ha sido por tu bien. Y, como vuelvas a hablarme así, tendré que darte un bofetón. ¿Lo comprendes?
María se marchó del ático de la Rambla de Cataluña con los ojos llenos de lágrimas, y sintió un escalofrío que le recorrió el espinazo de arriba abajo.