41.
GAFAS DE SOL

María no se lo pensó ni un momento y, con una firmeza y una seguridad que no había tenido en muchos años, atravesó el umbral de la puerta del Café de la Opera y se dirigió con paso firme y decidido, sin mirar nada más, hacia la mesa que tantas veces había compartido con Ramón.

Jaume la reconoció nada más verla entrar, y con una sonrisa radiante, se dirigió hacia la mujer.

–Buenas tardes, ¿qué tomará? ¿Un té con limón?

–Sí, un té. Pero, ¿cómo lo sabe?

–¿Eres María, verdad?

–Sí, soy yo. Pero, espera un momento. ¿Jaume?

–Han pasado muchos años, María, pero cuando has entrado te he reconocido enseguida.

–Jaume, qué ilusión ver que todavía trabajas aquí. ¿Cómo te va todo?

–Todo bien, María. Soy un hombre de costumbres fijas, ya ves. ¿Y a ti, cómo te va la vida?

–No hace falta que te lo explique, Jaume. En la vida de las personas hay momentos de todos los colores. No me puedo quejar, trabajo como galerista y eso me permite viajar por todo el mundo intentando encontrar artistas con talento.

–¿Y te has casado?

–Me casé hace unos años, pero aquéllo no acabó de funcionar y decidimos separarnos. Y con el tiempo me di cuenta de que, por encima de muchas cosas, valoro mi libertad. Mejor estar sola que mal acompañada, ya conoces el refrán.

–Sí, ya te entiendo.

–Escúchame, Jaume. ¿Alguna vez ha vuelto a venir Ramón? Te acuerdas, ¿verdad? Era mi novio cuando veníamos aquí, todos los días.

–Pues qué casualidad, María. Hace poco menos de un mes apareció una tarde e hizo exactamente lo mismo que estás haciendo tú ahora.

–¿Qué quieres decir?

–Pues que entró y se sentó directamente en esta misma mesa.

–¿Lo dices en serio, Jaume?

–Sí, por supuesto.

–¿Y te dijo algo?

–Sí, también estuvimos hablando de la vida. Él ya hace un montón de años que se dedica a la política. ¿Lo sabías?

–Pues la verdad, me enteré cuando vi su cara en una banderola del paseo de Gracia.

–Pues sí, así es, María. ¿Pero sabes qué es lo más curioso?

–No.

–Pues que Ramón también me preguntó si sabía algo de ti.

María salió del Café de la Opera temblando y, aunque había algo en su interior que se resistía, lo que no podía negar es que volvía a sentir aquellas cosquillas que parecían empeñarse en aparecer cada vez que aparecía Ramón en su cabeza.

 

Al final, no supieron vivir el uno sin el otro, y poco después de que Julia muriera, Joan Riera cayó fulminado por un infarto del que nunca se recuperó. Era sabido por todo el mundo que aquel había sido un matrimonio en que el amor había brillado por su ausencia, pero la realidad también se empeñaba en enseñar que a menudo el amor no es el combustible que utilizan las parejas para compartir toda una vida. Dependencia, miedo, interés, unos valores que, en definitiva, habían servido para mantener unidas a dos personas muy distintas.

La ceremonia se celebró en la capilla del tanatorio de Collserola, donde se encontraron con familiares y amigos del difunto. María, en primera fila, no se quitó las gafas de sol que le cubrían los ojos durante toda la misa. La gente pensaba que era por no mostrar el dolor que sentía por la pérdida de su padre, pero la verdad era muy distinta. La galerista no podía mostrar la mirada ante su padre porque, de alguna manera, pensaba que aquel hombre no se merecía ni una de sus lágrimas.

Después del entierro, Pere, su ex marido, se ofreció para acompañarla a casa. Y a María no le sorprendió encontrarse en el coche a Ricard.

–María, no he entrado en la capilla para respetar la intimidad del acto, pero he querido acompañar a Pere para darte mi pésame.

–Muchas gracias, Ricard. La vida es muy extraña, ¿verdad?

–¿Por qué lo dices, María?

–Pues porque hace unos años te hubiera ahogado, y ahora, en cambio, no sabes hasta que punto agradezco que seas tan valiente.

–¿Valiente, dices?

–Sí, Ricard, eres un hombre valiente. De hecho, los dos lo sois, tú y Pere.

–Lo digo porque hace falta mucha valentía para hacer lo que estáis haciendo. Venir al funeral de mi padre acompañado de mi ex marido.

–Sí, quería estar con Pere, pero, tal y como te he dicho, también quería darte el pésame.

–Te lo agradezco mucho, de veras.

–María, ya sé que no es el mejor momento, pero hay algo que tengo ganas de hacer desde hace años.

–¿Ah, sí? ¿De qué se trata?

–Hace mucho tiempo que tengo ganas de mirarte a los ojos y pedirte perdón.

–¿Perdón? ¿Y por qué tienes que pedirme perdón, Ricard?

–Pues quiero pedirte perdón por todo el sufrimiento que te he causado. Yo nunca te he querido hacer daño, María. He amado, amo y siempre amaré a Pere. Si te he hecho daño en algún momento, tienes que saber que nunca lo hice queriendo. Sencillamente no sabía hacer las cosas mejor. Y tenía miedo, mucho miedo...

–Eres un hombre extraordinario, Ricard. Y estoy convencida de que no hay otra persona en el mundo capaz de hacer feliz a Pere.

El oftalmólogo no dijo ni una sola palabra, aunque había escuchado con mucha atención la conversación que había tenido lugar en aquel coche que atravesaba las calles de una Barcelona que ya tenía ganas de irse a dormir. Al llegar al primer lugar seguro donde poder parar el coche, el conductor lo aparcó y pidió a María y a Ricard que bajaran. Pere, en silencio, abrazó tiernamente a su ex mujer y al hombre de su vida.

–Os quiero tanto que el día que me falte uno de vosotros dos, mi vida ya no tendrá sentido. Y entonces querré morir con el único deseo de reunirme con vosotros.