43.
UNA VISITA INESPERADA

Desde hacía unos días, Gemma, la madre de Ramón, volvía a sentir algo que le resultaba familiar. Hacía tiempo que no le pasaba, pero aquella sutil fragancia de flor de jazmín había vuelto a aparecer en el rellano de su casa. Y una vez más, el olor sólo era el sutil rastro de una presencia que no se atrevía a dar la cara.

La mujer siempre había tenido una intuición muy clara respecto a aquel fenómeno que muchos hubieron podido llegar a tildar de sobrenatural. Pero cuando oyó el timbre de la puerta, nunca se hubiera podido imaginar lo que estaba a punto de suceder. Y por muy misterioso que pareciera, en el fondo de su corazón siempre había estado esperando aquel momento.

Antes de girar la llave y abrir la puerta, Gemma se detuvo, cerró los ojos y se dejó llevar por aquella ola de perfume que parecía atravesarle la piel. Con el ánimo decidido, abrió, dispuesta a descubrir, por fin, a la persona responsable de aquella suerte de juego del gato y el ratón.

–Buenas tardes, señora.

–Sí, hija, ¿puedo ayudarte en algo?

–Pues la verdad es que no lo sé. De hecho, si le soy sincera, todavía no sé qué estoy haciendo aquí. Pero, ¿no me reconoce?

–Pues no, pero reconozco tu perfume de flor de jazmín.

–¿De veras?

–Sí, lo he olido varias veces a lo largo de estos años. ¿No es la primera vez que vienes a casa, cierto?

–No, no es la primera vez.

–¿Y puedo preguntarte por qué te has quedado siempre en el rellano sin llamar al timbre?

–Lo hice por miedo.

–¿Y de qué tenías miedo, María?

–¿Ya me has reconocido, Gemma?

–Sí bonita. Siempre he tenido la intuición de que tarde o temprano volverías a casa.

–¿De verdad? ¿Y cómo podías saberlo?

–Es muy sencillo. Una historia de amor que no acaba como tiene que acabar siempre mantiene encendida una llama que puede tardar años en consumirse del todo. Y, en vuestro caso, creo que bajo las cenizas que ha ido depositando el tiempo, todavía hay un fuego muy vivo que puede que esté aguardando el momento oportuno para volver a despertar.

La casa de Gemma era una especie de museo dedicado a la memoria de su marido y su hijo, ambos asesinados por unos hombres que creían que estaban por encima del bien y del mal.

María recorrió la casa con mucho respeto y, cuando llegó al mueble del comedor, se quedó de piedra al reconocer unas fotografías en las que aparecían ella y Ramón cogidos de la mano. De pronto, desde aquel piso del barrio de Gràcia de Barcelona, la galerista viajó muchos años atrás y volvió a verse en las transparentes aguas de las playas de Begur, acompañada de su amor.

Cuando Gemma le preguntó si le apetecía tomarse un café, María volvió al presente con los ojos medio cerrados y el regusto de unos besos que sabían a sal.

–Tendría que haber venir mucho antes, Gemma, pero durante años, después de la extraña llamada que me hizo Ramón, pensé que había dejado de quererme.

–El día que mi hijo te llamó, no era él quien hablaba.

–Ya lo sé, Gemma. Ahora ya sé toda la verdad. Sé que Ramón recibió amenazas de muerte, y también sé que Lluís murió torturado en la comisaría de Vía Layetana.

–Qué vida más triste, María. Ramón ha sufrido mucho. ¿Pero cómo has sabido todo esto? ¿Quién te lo ha contado?

–Ramón me escribió cada semana durante años. ¿Lo sabías?

–Sí, claro, pero tú nunca le contestaste. Y me consta que te envió centenares de cartas.

–Nunca las recibí, Gemma. Mi padre y su amigo, el comisario García, las interceptaban antes que me llegaran. Hace pocos días las descubrí todas cuidadosamente guardadas en el cajón de un viejo armario de casa de mis padres.

–Qué lástima, hija. Pero contéstame a una pregunta: ¿Todavía quieres a mi hijo, verdad?

–Nunca lo he dejado de querer, Gemma.

–Eso pensaba yo. ¿Sabes que él no se casó?

–No, no lo sabía.

–Ramón nunca apostó por ninguna relación por una razón muy sencilla. Siempre ha vivido con tu recuerdo dentro del corazón.

–¿De veras?

–Sí, María, mi hijo siempre me ha repetido lo mismo a lo largo de todos estos años: «Nunca ninguna mujer estará a la altura de María. Su lugar sólo es para ella».

 

Cuando Ramón telefoneó a su madre para saber cómo le había ido el día, enseguida notó algo especial en el tono de voz que le obligó a removerse, inquieto, en la silla del despacho.

–Mamá, ¿estás bien?

–Sí, hijo, sí. Pero tengo que confesarte que hoy ha sido uno de los días más felices de mi vida.

–¿A sí? ¿Qué ha pasado?

–Estoy contenta porque por fin he resuelto un misterio que me ha acompañado a lo largo de muchos años.

–Caramba, mamá, ¿Dices que hoy has resuelto un misterio? ¿Y de qué misterio se trata?

–Hoy, por fin, he podido ponerle cara a un perfume.

–No te entiendo.

–¿Te acuerdas de que a veces te he comentado que por el rellano de casa había pasado alguien con un perfume de flor de jazmín buenísimo?

–Sí, claro.

–Pues ahora ya sé que no era fruto de mi imaginación. Esta tarde han llamado a la puerta y cuando la he abierto me he llevado una de las mejores sorpresas de mi vida.

–Mamá, por favor, ¿puedes dejar de hacerte la misteriosa conmigo?

–Ramón, hijo, esta tarde he recibido una visita muy especial.

–Muy bien, mamá, ¿pero quieres decirme de una vez quién ha venido a verte?

–Mira hijo, he estado toda la tarde con María Riera. ¿Y sabes qué? No hemos dejado de hablar de ti en ningún momento...

–No me lo puedo creer. ¿Me estás tomando el pelo, verdad?

–Yo no soy capaz de jugar con algo como esto, Ramón.

–Pero, no entiendo nada. ¿Por qué ha venido?

–Es fácil, hijo, María ha venido porque nunca te ha olvidado.

–Pero eso que dices no tiene ningún sentido. Tú sabes que le escribí centenares de cartas y en todos aquellos años nunca recibí ni una respuesta. ¿No crees que este modo de proceder ya dice muchas cosas de ella?

–Te equivocas, Ramón. Si María no contestó a ninguna de tus cartas fue por una razón.

–¿Y puedo saber qué pasó?

–María no podía contestarte porque nunca leyó las cartas. Su padre, Joan Riera, y su amigo, el comisario García, nunca permitieron que ella supiera nada de ti. Hasta hace poco, María no ha sabido que pasaste todos aquellos años en la prisión. Se creía, tal y como tú mismo le dijiste, que te habías marchado con Lluís fuera de España. Y todavía hay otra cosa que tendrías que saber.

–¿Más cosas, mamá? Creo que ya he cubierto mi capacidad para sorprenderme hoy.

–Pues es muy importante que me escuches con atención.

–Dime, mamá, pero ya no me siento ni las piernas.

–Pues a ver si esto te hace volver a sentir el corazón: María nunca te ha dejado de querer.

–Pero eso, ¿cómo lo sabes?

–Es obvio, hijo, lo sé porque me lo acaba de decir ella misma, hace apenas una hora.