El suicidio de Pere Camacho, el ex marido de María Riera, fue una noticia destacada en muchos medios de comunicación. Tanto la prensa escrita, como la radio e incluso la televisión se hicieron eco de la muerte, en circunstancias bastante extrañas, de uno de los miembros más destacados de la burguesía catalana. Según explicaban, la niñera había encontrado el cuerpo del hombre en el interior de la bañera de casa, con las venas cortadas y rodeado de botellas de exclusivo champán francés. Una vez los policías hubieron descartado la posibilidad de una muerte violenta, todas las investigaciones apuntaron a que se había tratado de una decisión voluntaria. Nadie, excepto él, conocía los verdaderos motivos que le habían llevado a tomar una decisión como aquélla. Por lo menos, era lo que todo el mundo pensaba.
Cuando María abrió el buzón de casa y descubrió el sobre manuscrito que le había enviado Pere, se puso contenta al pensar que su ex marido, convertido desde hacía días en uno de sus mejores amigos, quería sorprenderla de algún modo. Pero pronto cambió la cara de ilusión y de curiosidad por un rostro mucho más duro y serio, lleno de una pena y de una tristeza infinitas, cuando encendió la radio del coche y la locutora empezó a dar más detalles sobre el hallazgo del cuerpo sin vida del hombre.
Incapaz de conducir, la galerista miró, incrédula, el sobre que sostenía entre sus manos temblorosas. Lentamente lo abrió por uno de los extremos. El folio también estaba escrito a mano y María, a pesar la extrañez del momento, no pudo evitar dibujar una sonrisa en su boca al reconocer aquella letra redonda y clara, más propia de un artista que de un médico. Con un gesto preciso, sacó la funda de las gafas que guardaba en la guantera y se las colocó mientras desplegaba la carta.
Antes de empezar a leerla, María cerró los ojos e inspiró muy profundamente, consciente de la importancia del momento. El cuerpo le temblaba de arriba abajo y, mientras se esforzaba en enfocar la vista hacia aquel papel portador de una verdad que no estaba segura de querer conocer, empezó a leer poco a poco.
María,
¿Recuerdas lo que os dije a ti y a Ricard el día que enterramos a tu padre? Pues es una de las pocas verdades absolutas que he creído en toda la vida. ¿Lo recuerdas, verdad? Dije que os quería tanto que el día que faltaseis uno de vosotros dos, mi vida ya no tendría sentido. Y que entonces querría morirme cuanto antes, con el único deseo de reunirme con vosotros.
Ha llegado el momento, María. No quise decírtelo por no asustarte, pero Ricard nos dejó hace solo unos días víctima de un cáncer fulminante. Los médicos no quisieron que se quedara ingresado en el hospital y, después de coordinar una serie de visitas de control con una enfermera, quedamos en que me lo llevaría a casa para esperar el fatal desenlace. Yo nunca hubiese pensado que era posible querer tanto a alguien, y durante los últimos instantes de su vida, gozamos como nunca el uno del otro, entre caricias y miradas llenas de ternura y de amor verdadero.
Sé que cuando sepas que voluntariamente he decidido ir a reunirme con él y poner fin a mi vida no me lo perdonarás nunca. Pero intenta entenderme, preciosa, y alégrate por mí porque esta es una de las decisiones más importantes y conscientes de toda mi vida. En ningún momento quiero que pienses que tiro la toalla, más bien al contrario. Me voy feliz y satisfecho por haber conocido personas tan impresionantes como tú, mi confidente más íntima y mi amiga del alma.
Cuida de los chicos, cuídate a ti y sé generosa con la vida y contigo misma. Nos das muchas más cosas de lo que esperamos y creo que, en algún lugar, sigue esperándote la persona destinada a hacerte la mujer más feliz del mundo. Yo no quiero que esta carta se convierta en una despedida fría y triste. Al contrario, te pido que tan pronto como leas estas palabras me dediques una de tus mejores sonrisas. Siempre estaré contigo, María, pero ahora tengo que marcharme. Ya sabes que Ricard, esté donde esté, debe de sentirse solo y desamparado sin mí, del mismo modo que me siento yo sin él.
Te amé ayer, te amo hoy y te amaré siempre, no lo olvides nunca.
Con todo mi corazón me despido de ti y te digo hasta pronto...
PERE
Cuando Ramón oyó la noticia de la muerte de Pere Camacho en la radio, subió el volumen del aparato para no perderse ningún detalle. Y cuando oyó que una unidad móvil se había desplazado hasta la galería de arte de su ex mujer para conocer su opinión, Ramón aguantó la respiración mientras escuchaba María pronunciarse en referencia al hecho. La galerista despachó al locutor con un lacónico «No haré ninguna declaración». Sólo había sido una frase sencilla y breve, pero a Ramón se le quedó grabada con fuego en el cerebro mientras el corazón se le volvía a disparar como cuando había sido un adolescente lleno de sueños y de ilusiones. Nunca había dudado del poder que tienen las palabras que decimos, pero también del poder que tienen las que callamos. Y aquel había sido un buen ejemplo.
Cada palabra pronunciada por María le había hecho recordar diferentes momentos que habían vivido juntos, y mientras le volvía a la cabeza la conversación telefónica que había mantenido con su madre, Ramón sentía una fuerza dentro de sí que crecía a cada instante como una tormenta que amenazaba con llevarse para siempre cualquier rastro de juicio. No había ninguna duda. Algo había renacido con fuerza en su interior.
María no pudo quitarse las gafas de sol en el funeral de Pere. Y esta vez sí, a diferencia de cuando dieron sepultura a su padre, fue porque no quería que nadie la viera con los ojos tristes y llorosos. Había intentado hacer lo que le había pedido su ex marido, pero sólo pudo aguantar la sonrisa durante unos segundos antes de que un llanto desconsolado la estremeciera sin contemplaciones.
Aquel día, después de la ceremonia, nadie la acompañó a casa. Y echó de menos como nunca la presencia del único hombre que le había traído paz y serenidad a lo largo de la vida: Ramón Miserachs.
Al llegar a casa, María marcó el número de teléfono de su amiga de París y se desahogó con Sabine,.
–Cada vez me queda menos gente, Sabine. Si te marcharas tú, ya no sabría qué hacer.
–María, por favor, ya sé que estás muy afectada por la muerte de Pere, pero te pido por favor que seas fuerte y que no te dejes llevar por la desilusión.
–Pero lo que te digo es cierto, Sabine. Parece que toda la gente que quiero, de un modo u otro, acaba desapareciendo de mi vida cuando más los necesito. Y cada vez me siento más y más sola.
–¿Y puedo saber a qué esperas para dejar de sentirte sola?
–¿Qué quieres decir?
–Pues que no entiendo por qué no corres a buscar a Ramón de una vez. ¿No tienes la sensación de estar jugando al gato y al ratón con él?
–Nunca he jugado, ni con él ni con nadie.
–Pues sabes qué, creo que seguramente lo que más te conviene en la vida ahora mismo es jugar mucho y recuperar la ilusión que siempre has tenido ante la vida. Y me da igual si es con Ramón o con otro, pero te pido que salgas ahora mismo a la calle y te enamores perdidamente de un hombre que te haga volar bien alto.
–Pero Sabine, este no es mi problema.
–¿Qué quieres decir?
–Pues que yo ya tengo muy claro que estoy enamorada.
–¿Entonces? ¿A qué estás esperando para vivir tu amor? En lugar de llorar por la muerte de Pere y Ricard, lo que tienes que hacer es aprender de ellos, dejar de perder el tiempo y lanzarte de una vez a los brazos de Ramón.