45.
SERRAT EN EL PALAU

Cuando María atravesó la gran puerta giratoria de aquel recinto modernista consagrado a la música, volvió a tener la sensación de que entraba en un mundo muy distinto del que vivía en su día a día. Subió, escalón tras escalón, por la majestuosa escalinata de mármol, alzó la mirada para contemplar embobada aquella magnífica vidriera de Antoni Rigalt que hacía las veces de techo, y atravesó el patio de butacas hasta encontrar su asiento.

Aquella mágica noche de febrero del año 2009, en plena conmemoración del centenario del Palau de la Música, estaba a punto de celebrarse un concierto muy especial a cargo de Joan Manuel Serrat. El artista recordaba su primer concierto en aquel mismo escenario, en el año 1967, en el cual una joven y soñadora María Riera había interpretado una bonita y dulce nana.

Desde la fila siete de la platea, María volvía a gozar de todas aquellas esculturas, bellas musas de cerámica que rodeaban el escenario y que parecían formar parte de un coro de voces celestiales. Sin pensárselo dos veces, cerró los ojos y se dejó llevar suavemente por la melodía que entonces empezaba a tararear uno de los músicos que estaba afinando su instrumento.

El concierto estaba a punto de empezar y, desde el palco, con la misma actitud expectante y emocionada de María, el regidor del ayuntamiento, Ramón Miserachs, también esperaba que el chaval del Poble-Sec empezara su actuación.

Ramón se sintió otra vez como un adolescente e, inconscientemente, murmuró la melodía que ensayaban en el escenario. El hombre no pudo evitar recordar aquel atardecer del mes de abril de 1967, cuando su hermano Lluís afinó la guitarra en aquel mismo escenario. Todo le parecía extraño y confuso, porque, por un instante, cuando alguien del público empezó a gritar consignas independentistas que fueron aplaudidas por la mayoría de los asistentes, no tuvo claro si había dado un salto hacia el pasado o si continuaba viviendo en el presente.

Cuando Joan Manuel Serrat salió al escenario, el Palau entero enloqueció. Todo el mundo, sin excepción, recibió al cantante de pie y con un gran aplauso que se alargó hasta que sonaron los primeros acordes de guitarra. Y allí donde sólo unos instantes antes se oían gritos espontáneos de ánimo y felicitaciones, se hizo un silencio absoluto que solo se rompió con las estrofas de poemas y canciones que ya se habían convertido en universales. Era un concierto multitudinario, pero entre el público había dos personas que lo contemplaban y lo vivían de un modo especial, como si aquel concierto estuviera hecho expresamente para ellas. A pesar de su actitud aparentemente relajada, Ramón y María se buscaban el uno al otro con todas sus fuerzas. Tal y como lo habían hecho a lo largo de prácticamente toda su vida.

 

Mientras las canciones se sucedían una detrás de otra, María Riera tuvo la sensación de estar realizando un repaso a su propia vida. Y mientras escuchaba aquellas letras maravillosas, le vinieron a la cabeza las experiencias y las personas que, para bien o para mal, la habían marcado durante casi cincuenta años. Con el tiempo había aprendido a no dejar nunca de hacer las cosas que más la llenaban, pero en su interior también estaba el recuerdo doloroso de cosas inacabadas y de historias no vividas.

Lo primero que le vino a la cabeza fue la tormentosa relación con su padre. Todavía ahora le costaba decidir si Joan Riera había sido un buen maestro o un mal maestro para la vida, pero de lo que no tenía ninguna duda era que la manera que había tenido de tratarlas, a ella y a su madre, resultaba, sencillamente, imperdonable. Su aspecto autoritario y tiránico era el reflejo más oscuro y desagradable de un modo arcaico y misógino de entender la educación. ¿ Joan Riera fue un verdugo? ¿O sencillamente era una persona débil e insegura que vivía rodeada de fantasmas? En ese momento ya no importaba, María se acordaba de su padre como alguien que debía de haber sufrido mucho a lo largo de su vida.

La segunda persona en quien pensó con intensidad fue en Pere Camacho. Tuvo claro que el hecho de casarse con él, separarse, y descubrirlo después como amigo del alma, había sido uno de los regalos más valiosos de su vida. Mientras el concierto avanzaba, María pensó en aquel día en que su padre organizó el encuentro cerca del Turó Parc. Ella sabía que no se había casado enamorada, pero acabaron compartiendo un buen puñado de años como marido y mujer. Su historia de amor había sido imposible de vivir desde los sacramentos del matrimonio, pero, en cambio, había supuesto una gran oportunidad para ambos de crecer como personas, ya que la relación se había basado en la aceptación más incondicional de sus elecciones más íntimas. No fue fácil digerir la noticia de que su marido era homosexual, pero una vez tomó distancia de las emociones y aceptó al padre de sus hijos tal y como era, su relación se transformó en algo luminoso, profundo y lleno de una especie de amor muy difícil de encontrar, porque es, sencillamente, incondicional.

Pero la gran pena que había acompañado María a lo largo de su vida tenía nombre propio: Ramón. Él representaba como nadie la expresión que habla sobre la añoranza que sentimos las personas en referencia a todo aquello que deseamos y no hacemos realidad. María y Ramón eran un ejemplo de complementariedad, respeto infinito el uno por el otro y amor verdadero. Pero ellos también conocieron de primera mano el sabor amargo de la impotencia que se siente cuando ciertos hilos invisibles se empeñan en escribir el destino de las personas más allá de su voluntad. María seguía sintiendo la presencia de un enorme agujero negro a la altura del corazón que no le había permitido querer a ningún otro hombre del mismo modo. Y ahora, después de tantos años, ¿qué podía hacer? Recuperar el tiempo perdido parecía una tarea sin sentido, a pesar de la insistencia de Sabine y del mismo Pere, que siempre la habían animado a no renunciar a sus deseos y anhelos más profundos.

 

Ramón Miserachs gozaba de los acordes de una guitarra española que, desde el escenario, hablaban un idioma universal que invitaba a sonreír, y tal y como hacía María pocos metros más adelante, él también vivió el concierto de Joan Manuel Serrat como si se tratara de un álbum de recuerdos sonoros de su vida.

Cuarenta años atrás, Ramón había acompañado a su hermano a aquel concierto protagonizado por miembros de la Nueva Canción, y como el guitarrista que tocaba ahora su instrumento en directo en el Palau, Lluís también le había dado voz a su guitarra con una delicadeza que, al recordarla, todavía lo estremecía. Le gustaba recordar aquella cita cargada de verdades que decía «no está escrito en ninguna parte que la vida tiene que ser justa», pero Ramón también tenía claro que una cosa era la justicia y otra muy distinta la tragedia que había puesto punto y final a la vida de su hermano.

Las pesadillas y las cicatrices le recordaban que su pasado había estado lleno de sombras y de sufrimiento, pero la vida también le había enseñado que era posible encontrar verdaderos ángeles del cielo. El viejo Marcel había hecho de padre, de madre y también había adoptado el papel del hermano que había perdido en medio de terribles torturas en los sótanos de la comisaría de Vía Layetana. Pero, por encima de todo, le había enseñado a encontrar la paz.

El amor era su gran asignatura pendiente y, aunque hacía años que había renunciado a revivirlo por miedo, cada vez que pensaba en María notaba que algo se le removía por dentro. Era como si su cabeza y sus emociones se enfrentaran constantemente en una lucha que nunca tenía un claro vencedor. Nunca había querido casarse, ni tampoco empezar ninguna relación por el recuerdo desgarrador de su gran amor perdido. Y con este tira y afloja interno, los años habían pasado más rápido de lo que hubiera deseado. La vida es una carrera de fondo en la que caben todo tipo de hechos y circunstancias, de alegrías y penas, pero cuando uno decide renunciar al amor, o se engaña o es un muerto en vida. Y a Ramón, le gustara o no reconocerlo, todavía le hervía la sangre cada vez que se acordaba de los besos con sabor a sal que se había dado con María.