46.
VOLVER A EMPEZAR

En la segunda tanda de bises, Joan Manuel Serrat, poco antes antes de acabar el concierto y como canción final, entonó Palabras de amor, fiel a lo que ya era una tradición. Y en medio de aquel ambiente de fiesta y celebración, Ramón, de pronto, se dio cuenta de que, unas cuantas filas más adelante, alguien muy parecido a María escuchaba con los ojos cerrados. Mientras aguantaba la respiración, Ramón se incorporó ligeramente y fijó la vista en aquella mujer que poco a poco parecía que rejuvenecía.

No había ninguna duda, y a medida que se convencía de que aquella no era ninguna aparición fruto de su desatada imaginación, sino que la mujer era de carne y hueso, no pudo evitar alterarse en su butaca mientras el corazón se le aceleraba.

Aturdido, Ramón fue incapaz de concentrarse en el artista que entonaba los acordes de la que había sido la canción más importante de su vida, y de repente sintió que en su interior se despertaba un viejo monstruo dormido durante mucho tiempo. El dragón de la duda apareció con una fuerza imparable y, con el cuerpo paralizado por la tensión, inició un diálogo eternamente aplazado entre el corazón y la cabeza.

La canción de Serrat estaba llena de incertidumbre y de misterio, como el amor entre Ramón y María, y mientras se encabalgaban los últimos versos, Ramón repetía mentalmente la estrofa que decía «ella quién sabe dónde está, quién sabe dónde anda, la perdí y nunca más he vuelto a encontrarla...».

Ahora, por fin, había vuelto a encontrarla, y por extraño que pareciera, a pesar de la sonrisa llena de ternura que dibujaba su rostro, y las ganas que tenía de levantarse y correr a buscarla, una voz interior muy poderosa lo detenía.

Sólo podía entenderlo desde la esencia misma de lo que son las personas inconformistas y contradictorias, una esencia que les hace desear y temer con la misma intensidad las cosas que más anhelan. A Ramón, humano y contradictorio como todo el mundo, le parecía que no merecía la pena romper bajo ninguna circunstancia el misterio que siempre había rodeado aquella maravillosa historia de amor inacabada. Y muy lentamente se hundió en la butaca, como si un ancla invisible a los ojos quisiera evitar que hiciera algo de lo que después pudiera arrepentirse.

Si voy a buscarla, tendré la oportunidad de recuperar a quien siempre ha sido el amor de mi vida, pero si dejo que se marche y no le digo nada, podré seguir viviendo de la ilusión de algo que en su día fue maravilloso. Pero, ¿y ahora? ¿Nos entenderíamos igual de bien después de tantos años sin saber nada el uno del otro?

Algunos dicen que el miedo es mal consejero. Otros defienden que los valientes sólo son miedosos que deciden pasar a la acción. A lo largo de su vida, Ramón Miserachs había aprendido que las oportunidades perdidas se las lleva el viento, y dejando de lado las dudas, se concentró y dirigió todos sus esfuerzos en no obedecer a su cabeza y levantarse.

El concierto se había acabado en medio de una explosión de aplausos y muestras de admiración hacia el cantante, y después de despedirse rápidamente de las autoridades con las que había compartido el palco, Ramón siguió en la distancia a una María, que se encontraba atrapada en medio de una riada de gente que desfilaba hacia la puerta.

Unos minutos más tarde, cuando las colas empezaron a menguar, Ramón adelantó a María sorteando una columna y, después de respirar profundamente, se le plantó delante sin decir ni una sola palabra. Sólo había encontrado la fuerza necesaria para sonreír y clavar la mirada en los ojos negros de María, que en esos momentos parecían deshacerse de emoción.

–Me gusta comprobar que llevas el mismo perfume de siempre, tu delicado aroma de flor de jazmín –le dijo Ramón, acordándose entonces de las mismas palabras que le había dedicado cuarenta años atrás en aquel mismo lugar.

–Sí, Ramón. Hay cosas que nunca cambian por mucho que pase el tiempo.

María y Ramón caminaron juntos en silencio, y entre sonrisas nerviosas, medio tímidas, medio cómplices, llegaron hasta las majestuosas escalinatas del Palau. Ramón, armado de valor, la cogió delicadamente por la cintura, despertando en ella una sutil sensualidad que hacía años que no se atrevía a sentir. Y fue así como atravesaron juntos la puerta giratoria que les llevaría hasta la calle.

Dejándose llevar por la magia del momento, dieron cuatro pasos hasta la Vía Layetana y cogieron la calle Jonqueres hacia arriba. Aquella noche de invierno, las estrellas brillaban con intensidad y la luna se mostraba orgullosa, en toda su plenitud, mientras sonreía de felicidad al alumbrar el reencuentro de los viejos amantes.

Llegaron a plaza Urquinaona y, allí mismo, mientras esperaban un taxi, continuaron hablando con toda la naturalidad del mundo, como si no hubiera pasado más de un día desde la última vez que se vieron. Al cabo de un rato, Ramón detuvo a un taxi y se intercambiaron los números de teléfono.

–¿Nos veremos mañana, María?

–Por mi sí, Ramón, mañana y quién sabe si a lo mejor siempre.

Y mientras él abría la puerta del coche, se acercó a ella, le dio un beso en la mejilla y le dijo al oído, muy lentamente: «No sabíamos más, teníamos quince años. No habíamos tenido demasiado tiempo para aprender, apenas despertábamos del sueño de los niños...».