Y así era ese lugar: amplio, sereno y revuelto a la vez. Las aguas cantaban al compás del viento cual remolinos y truenos del mayor de los tambores… Tal era el sitio escogido por los dioses lucumíes.
Iyá Alaró, la madre reina del mar, deseaba pasear por los alrededores de la playa acompañada por sus tres hijos: Yambá, el mayor, carismático y muy gracioso, pero rebelde como nadie; Aloddé, el mediano, inteligente y sabio, y Aloré Yayá, el más pequeño, travieso y juguetón. Pronto se dieron a la tarea de recoger caracoles para regalar un pulso a Ochún, la tía áurea, presumida y bella que sería la esposa de Oggún, el más fiero y temido de todos los guerreros.
Mientras, Iyá Alaró danzaba divinamente con las olas en la orilla y las palomas detenían su vuelo para disfrutar de las caricias de su baile. La risa de los tambores hacía vibrar la arena y el eco de la espuma centelleaba en la brisa de la tarde. Pero todo acabó al abrir la noche sus ojos. Iyá Alaró llamó a sus hijos para marchar a la casa de la hermosa hermana amarilla. Fue entonces que presintieron el peligro y el miedo alzó sus espinas. Todos estaban, menos Aloré, el travieso. Sobre las nubes del espanto y en unísono grito de gargantas, comenzaron a clamar:
¡Aloré, Iyá Alaró te busca!
¡Aloré, Iyá Alaró te llama!
¡Aloré, Iyá Alaró te quiere!
Gritos, llantos, lamentos. La noche iba creciendo, pero el pequeño no aparecía. Las aguas tranquilas simulaban indiferencia. La tristeza llegó sin ser esperada.
Al final de las quejas solo quedaba hacer un rezo lucumí. Rodeada de sus hijos, la madre se arrodilló y alzó su voz dulce azul:
Iyámakeké,
Fondé mi Iyá,
MukekéIyá,
O mío Obbatalá.
Pero Aloré no apareció. A punto ya de marcharse de aquel paraje, las aguas se hicieron más oscuras. Voces de tambores desconocidos poblaron los caminos de la tierra, el cielo y el mar.
A lo lejos, sobre las aguas, emergió del fondo la gigante negra, dueña de las profundidades. Lentamente se acercó con una sonrisa maliciosa escondiendo algo sobre su manto inmenso:
—¡Esperen, hermanos! —llamó a los de la playa—. ¿No me conocen?
—Claro —respondió Iyá Alaró— tú eres mi hermana Olokun.
—Pues no sufras —dijo la patrona del mar profundo—, aquí está tu hijo. Le hice pasar un susto porque mientras ustedes estaban en la orilla, él maltrataba a mis animales en el fondo y decidí tenerlo un rato para enseñarle a cuidar y defender a todos.
Dicho esto, antes de retirarse, abrió su manto y Aloré, maravillado, aunque no repuesto del susto, fue conducido hasta la playa por dos hábiles delfines. El pequeño bajó la cabeza, pidió disculpas a las criaturas del mar, a sus hermanos, a su madre y a la poderosa tía, quien ya apenas era divisada. Iyá Alaró besó al niño y todos se fueron entonando esta canción:
Aloré, Yambá, Aloddé,
todos unidos
por un mismo camino,
sembrando el amor
y tejiendo la paz.