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España en la encrucijada
La proclamación de la mayoría de edad de Alfonso XIII (1902) no tuvo consecuencias apreciables en la marcha de los acontecimientos, aunque el joven rey, un muchachito consentido, rodeado de una aduladora servidumbre palatina con aires de camarilla, quería intervenir en la vida política algo más de lo que le permitía el marco constitucional. Estaba animado de las mejores intenciones, pero no tenía ni los poderes ni las cualidades necesarias para dominar las tendencias que corroían el edificio levantado por el canovismo y para el que no se veía ninguna alternativa. Mirando en conjunto aquel reinado, y a pesar de que hubo momentos brillantes y avances innegables, se nos aparece como un plano inclinado que condujo al régimen hacia su traumático final.
Antonio Domínguez Ortiz: España.
Tres milenios de Historia, 2001.
LOS DESAFÍOS DE UN NUEVO SIGLO
Durante dos décadas, el régimen diseñado por Cáno vas había funcionado bien. Los cambios de Gobierno se sucedían sin traumas. Los militares, ajenos a la política, no intervenían en ellos. La economía crecía a un ritmo constante. Las clases sociales parecían relacionarse con armonía. Y ningún conflicto venía a turbar, dentro o fuera del país, una paz que parecía duradera.
Pero un suceso trágico e imprevisto vino a sacar a la nación de su ensimismamiento y la forzó a enfrentarse a la cruda realidad. En 1898, tras una fugaz guerra y una paz humillante con los pujantes Estados Unidos de América, España perdía sus últimas posesiones coloniales, Cuba, Puerto Rico y Filipinas. El régimen sufrió una sacudida que conmovió sus cimientos. Bajo el trémulo estandarte de la regeneración*, cada español se erigió por un tiempo en médico improvisado de la nación exangüe. Luego, los ecos de la derrota se apagaron y todo pareció volver a la normalidad. El turno entre los partidos dinásticos se reanudó. El nuevo rey, Alfonso XIII, alcanzó la mayoría de edad y se dispuso a desempeñar sus funciones constitucionales. El Desastre de 1898 no derribó de inmediato al régimen canovista, pero actuó por debajo de él, como una corriente subterránea, silenciosa pero continua, que terminó por pudrir sus cimientos. Y lo hizo sirviendo de catalizador a unas fuerzas ya existentes que, intensificadas en su acción a partir de aquellos años y enfrentadas a la incapacidad del régimen para canalizarlas, terminarán por destruirlo.
Los primeros efectos del 98 se observaron en el terreno de las ideas. Las voces críticas contra el régimen, que apenas habían logrado hacerse oír hasta entonces, retumbaron ahora con enorme fuerza. Pero nada hay de revolucionario en ellas. Sus iras se agotan en el mero ataque a los políticos y los caciques. Sus esperanzas miran a las nacientes burguesías y las sufridas clases medias antes que a los obreros; a la milagrosa resurrección del pasado mucho antes que a la construcción racional y laboriosa del futuro. Macías Picavea, Lucas Mallada, Joaquín Costa, incluso, son en el fondo arbitristas que saben muy poco de economía moderna y que, a fuerza de desconfiar del pueblo, terminan por recelar también del Parlamento y de la democracia misma. La Generación del 98 es otra cosa. No pretende regenerar España, sino entenderla a la luz de Europa. Por eso la recorren sus hijos; marchan fuera de ella para contemplarla en perspectiva; se preguntan por su ser y por su problema; la sienten, y el sentimiento les desgarra y les inspira. Y desde esa inspiración escriben Azorín, Ramón María del Valle-Inclán, Antonio Machado, Miguel de Unamuno o Pío Baroja las mejores páginas de la literatura española en muchas décadas, y dan inicio a la edad de plata de nuestra cultura. Tras ellos, los hombres del 14 y del 27 toman el testigo y no desmerecen su ejemplo. De la mano de Federico García Lorca, de Rafael Alberti, de Jorge Guillén, de Gerardo Diego, de León Felipe llega la poesía en español a sus más altas cotas desde el siglo XVII. Y las bellas artes siguen su modelo, originalísimo y ondulante en los edificios de Antonio Gaudí, costumbrista en las pinturas de Ignacio Zuloaga, espectacular en Joaquín Sorolla, puntillista en Darío Regoyos; un modelo que se desborda en la obra innovadora y universal de Pablo Picasso, Juan Gris, Joan Miró y Salvador Dalí.
Monumento a Joaquín Costa, Zaragoza. Político, jurista, economista e historiador, fue el portavoz más conspicuo del movimiento intelectual español conocido como Regeneracionismo. Su conocido lema «Escuela, despensa y siete llaves para el sepulcro de El Cid» sintetizaba bien a las claras los objetivos de su programa de reformas, en general demasiado anclado en lo agrario y poco atrevido en lo social y lo político
Pero no fueron la crítica, la literatura o el arte las piquetas que derribaron las instituciones canovistas, sino el progreso. Porque la pérdida de las colonias aceleró el crecimiento de la economía y la modernización de la sociedad. Los capitales repatriados desde la Cuba independiente, ávidos de nuevos mercados, desembarcaron en la metrópoli, reavivando su industria, multiplicando sus bancos, fundiendo finanzas y manufacturas en nuevos y poderosos conglomerados empresariales. La población empezó a crecer más aprisa. Frente a un incremento de dos millones de personas en los veinte años anteriores, entre 1898 y 1930 el crecimiento fue de cinco millones, y ello a pesar de una terrible epidemia de gripe, la de 1918-1919, mal llamada española, que se llevó por delante a más de doscientos mil españoles, y una masiva emigración hacia América. Se iniciaba al fin una verdadera revolución demográfica. No solo descendía la mortalidad; la natalidad empezaba a reducirse; se elevaba la esperanza de vida, y mejoraban la higiene y la sanidad. Las ciudades sufren una auténtica metamorfosis. Madrid y Barcelona alcanzan el millón de habitantes; muchas otras duplican su tamaño. La industria crece a un ritmo acelerado, que se dispara cuando la primera guerra mundial fuerza a nuestras empresas a aumentar su producción para nutrir la demanda de los países beligerantes y sustituir a las ahora imposibles importaciones. Junto a la minería, el textil y la siderurgia, crecen la producción de electricidad, la química, la fabricación de maquinaria y las industrias de bienes de consumo. Luego, en los años veinte, vueltos a los mercados los países beligerantes, muchas empresas, incapaces de resistir la competencia, cierran sus puertas. Pero el paso está dado. Aunque con menos vigor que sus vecinos más avanzados, España ha entrado ya en la era del capital financiero.
Es cierto que queda aún mucho camino por recorrer. Junto a la España industrial, dinámica y moderna, existe todavía un país agrario y tradicional. Los desequilibrios no se atenúan con el crecimiento, sino que se acentúan. Es aún enorme el peso muerto del latifundismo absentista, que impone al país su dictadura de bajos rendimientos, pan caro y protección arancelaria, limitando su demanda interna y lastrando el desarrollo de su industria. Pero las nuevas fuerzas son imparables y su irrupción arrastra un sinfín de cambios en las relaciones sociales y las mentalidades de los españoles.
Junto a la oligarquía tradicional —obispos, terratenientes, aristócratas y generales— nace ahora una gran burguesía industrial, en especial en Cataluña y el País Vasco. Junto a la vieja clase media, surge también una nueva, más dinámica y crítica, que no se siente representada por el régimen. Junto a jornaleros y pequeños labradores, existe ya el proletariado que mueve una industria cuya producción logra al fin, hacia 1930, igualar en valor a la de la agricultura.
Los cambios llegan a la política. La modernización desarticula los resortes del caciquismo, y los partidos dinásticos, víctimas a un tiempo de crecientes querellas intestinas, entran en una decadencia irreversible. Nuevas fuerzas políticas nacen en seguida para ocupar su lugar. Las primeras serán los partidos nacionalistas. El mayor desarrollo económico de vascos y catalanes, el redescubrimiento de sus lenguas, la herencia carlista y, en fin, la frustración de sus burguesías con el frágil proyecto nacional español se conjugan para alimentar sueños de naciones alternativas. Pero hay diferencias. El nacionalismo vasco busca desde el principio romper por completo con España, como pretende el Partido Nacionalista Vasco (PNV) de Sabino Arana, que ve la luz en 1895. El catalán persigue redefinir e incluso dirigir el proyecto nacional español desde postulados respetuosos con la pluralidad del país, como es el caso de la Lliga Regionalista catalana, fundada por Enric Prat de la Riba en 1901. No son los únicos. Las nuevas clases medias, los obreros industriales más cualificados y los intelectuales críticos nutren de nuevo un republicanismo que va superando el personalismo y la desorganización. Dos nuevas fuerzas vehiculan el cambio: el Partido Radical, fundado en 1908 por Alejandro Lerroux, reúne a los dispuestos a entenderse con el proletariado; el Reformista, creado en 1912 por Melquíades Álvarez y Gumersindo de Azcárate, acoge a quienes se inclinan por el diálogo con la Monarquía. A la izquierda de ambos, las fuerzas obreras plantean al sistema un envite cada vez más enérgico. Agresivo en los anarquistas de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), fundada en 1910, simpatizante del terrorismo y la huelga general revolucionaria; más templado en el caso del PSOE, que va acercándose a los republicanos radicales para fortalecer en el Parlamento la oposición al régimen y forzar desde allí el triunfo de la república.
Ante estos retos, que constituían una verdadera encrucijada de la Historia, el régimen tiene tres alternativas. La primera es la reforma en profundidad de sus instituciones para dar cauces de representación a las nuevas fuerzas sociales y políticas. La Monarquía canovista, liberal solo en apariencia, se transformaría así en un régimen democrático. La segunda es el encastillamiento; la preservación autoritaria del control de la oligarquía tradicional. En este caso, el régimen daría paso, de una u otra forma, a una dictadura. Por último, queda la alternativa de la ruptura. Si la Monarquía no sirve para encauzar la democracia, debería hacerlo la República. Una tras otra, las tres alternativas se pusieron en práctica. Pero las tres fracasaron, y el resultado será una nueva y feroz guerra civil.
EL FRACASO DE LA VÍA REFORMISTA
El entramado constitucional diseñado por Cánovas, quizá adecuado para la España de 1876, se reveló incapaz de reformarse a sí mismo para dar entrada a las nuevas fuerzas sociales y asumir sus exigencias de democracia. Las instituciones fallaron; las personas también. Alfonso XIII no supo estar a la altura de las circunstancias; se implicó en exceso en los problemas políticos, y tomó decisiones en función de una percepción de la opinión pública distorsionada por la influencia reaccionaria de su entorno. Los partidos dinásticos no supieron tampoco renovarse para representar a las nuevas fuerzas sociales, y, anclados en sus redes caciquiles, cada vez más inoperantes, entraron en un proceso de desarticulación interna. Las muertes de Cánovas, víctima de un atentado anarquista en 1897, y Sagasta, que falleció seis años después, no dieron paso a nuevos jefes incontestables, sino a la lucha entre un número creciente de facciones incapaces de construir mayorías estables en las Cortes. Por último, la respuesta intransigente de los grupos sociales dominantes, que bloquearon, por medio de la Iglesia y el Ejército, cualquier intento de reforma en profundidad del régimen, terminó por condenarlo a muerte.
Alfonso XIII de Borbón (Madrid, 17 de mayo de 1886 - Roma, 28 de febrero de 1941).
La crisis del sistema se manifestó muy pronto. Durante la primera década del nuevo siglo, con la excepción del gobierno largo del nuevo jefe del Partido Conservador, Antonio Maura, entre 1907 y 1909, los gabinetes se sucedían sin prestar atención a los grandes problemas. Frente a la creciente conflictividad social, solo se ofreció represión y paternalismo. La jornada de trabajo de mujeres y niños y el descanso dominical fueron regulados, y en 1903 abrió sus puertas el Instituto de Reformas Sociales, entregado al estudio del problema obrero. Ante el anticlericalismo cada vez mayor de republicanos y socialistas, solo algunos liberales parecían dispuestos a responder con medidas que redujeran la influencia de la Iglesia, como el matrimonio civil y la limitación del número de órdenes religiosas. La terrible humillación de 1898 llevó a los militares a culpar a los políticos de su derrota y resucitó sus deseos de asumir funciones políticas sin que nadie pareciese conceder ninguna importancia a un fenómeno tan preocupante. Y los nacionalismos periféricos iban conquistando sus primeros bastiones de poder en ayuntamientos y diputaciones, lo que alimentaba sus reivindicaciones frente a gabinetes que las ignoraban sin más.
En realidad, liberales y conservadores no presenciaban impasibles el deterioro imparable del sistema. Lo que sucedió es que sus intentos de reforma, tímidos, contradictorios y, sobre todo, fruto del empeño solitario de poderosas individualidades antes que de los partidos como tales, hubieron de enfrentarse a fuerzas en exceso poderosas e intransigentes. El primero se debe a Antonio Maura, que, como dijimos, presidió el Gobierno entre 1907 y 1909. Hombre enérgico y decidido, impulsó un amplio programa de regeneración conservadora que se concretó en un verdadero torrente de disposiciones legales. Proteccionista en lo económico, aprobó leyes de defensa de la industria nacional, de rearme naval y de colonización y mejora agrícola. Paternalista en lo social, intervino en las relaciones laborales y dio su primer impulso a los seguros de vejez e invalidez. Convencido de la necesidad de afrontar con urgencia el problema de la representatividad de las instituciones, trató de movilizar a la opinión pública, descuajando las bases del caciquismo mediante la autonomía limitada de ayuntamientos y regiones. Pero este proyecto no llegó a aprobarse porque se rebelaron contra él los mismos caciques que sostenían al Partido Conservador.
Bloqueada la reforma, la situación del régimen siguió agravándose. En julio de 1909 estallaba en Barcelona la Semana Trágica, que se inició cuando el Gobierno movilizó a los reservistas para defender Melilla, amenazada por las tribus marroquíes. Esta decisión provocó una huelga general en Barcelona que se saldó con la muerte de 116 personas, 300 heridos y decenas de edificios destruidos. Tras ella, el Gobierno Maura se entregó a una represión indiscriminada en la que resultó significativa la ejecución de Francisco Ferrer i Guardia, maestro anarquista convertido por las autoridades en símbolo del escarmiento que quería practicarse. El escándalo subsiguiente y la oleada de protestas dentro y fuera de España hicieron que el rey retirase su confianza a Antonio Maura.
Francisco Ferrer i Guardia (Alella, 10 de enero 1859 - Barcelona, 13 de octubre 1909).
Tras un breve paréntesis, llegó al poder el liberal José Canalejas, que protagonizó el segundo gran intento de regeneración del régimen. Entre febrero de 1910 y noviembre de 1912 trató de introducir una serie de reformas que ampliaran sus bases y lo adaptaran a la realidad social, aunque desde una perspectiva más progresista que la del jefe conservador. El odiado arbitrio sobre consumos, que, al gravar los productos de primera necesidad, pesaba en exceso sobre las clases populares, dejó paso a un nuevo impuesto sobre las rentas urbanas. Lo injusto del servicio militar, que pesaba casi en exclusiva sobre obreros y campesinos incapaces de reunir la cantidad que permitía su redención, quedó atenuado por una disposición que lo hacía obligatorio en tiempos de guerra y elevaba las cuotas de redención en tiempos de paz. La llamada ley del Candado, que entró en vigor en diciembre de 1910, prohibió la entrada de nuevas órdenes religiosas en España, mientras se avanzaba hacia la libertad de cultos al permitirse los símbolos externos en los templos de otras confesiones. Y, comprendida al fin la conveniencia de integrar en el régimen al nacionalismo catalán moderado, el Gobierno liberal hizo aprobar en el Congreso la ley de Mancomunidades de Maura, la cual, aunque no entraría en vigor hasta 1913, abría ya la puerta de una tímida autonomía regional.
Por desgracia, la que llevaba camino de convertirse en una reforma global del régimen, que quizá lo hubiese conducido a la democracia, quedó bruscamente interrumpida en noviembre de 1912 al morir asesinado Canalejas en la madrileña Puerta del Sol. Fue una auténtica hecatombe, porque desde ese instante, el sistema, atenazado por la parálisis, empezó a despeñarse hacia su fin. A ello contribuyó la actitud de Maura, que rechazó la legitimidad de los liberales para gobernar con la Monarquía argumentando que habían apoyado la campaña orquestada contra él por la izquierda con motivo de la Semana Trágica. Tan irresponsable postura rompió el partido, pues una parte de él, liderada por Eduardo Dato, se negó a secundarla. Pero no fue menos importante la fragmentación del Partido Liberal a la muerte de Canalejas, que abrió una pugna por su sucesión de la que salieron diversas facciones cuyos líderes no estaban ya dispuestos a obedecer más disciplina que la suya. Durante nueve años, entre 1914 y 1923, ni siquiera la más escandalosa manipulación electoral bastaba ya para garantizar a ningún grupo la mayoría suficiente para gobernar. Mientras, la primera guerra mundial regalaba a los empresarios beneficios ingentes; desabastecía el mercado nacional, y disparaba los precios, desplomando el salario real de los obreros. La situación era muy peligrosa, pues la creciente miseria de los pobres coincidía con el aumento escandaloso en la opulencia de los ricos. Rechazados por la oligarquía miope proyectos como los del liberal Santiago Alba, que pretendía aliviar a los trabajadores mediante un tributo extraordinario sobre los beneficios generados por la guerra, la situación derivó hacia una tensión social cada vez más insoportable que terminó por estallar en forma de una nueva crisis en 1917.
Entonces vinieron a superponerse todos los descontentos y concertaron su oposición por un instante todos sus protagonistas. El régimen pareció hallarse al borde del fin cuando, por vez primera, republicanos, socialistas, regionalistas y militares exigieron una democratización efectiva de las instituciones. Pero la misma incoherencia de aquella alianza contra natura quedó en seguida de manifiesto. El temor de militares y catalanistas, conservadores ambos por las clases a las que pertenecían, a que sus aliados en aquella aventura la aprovecharan para derribar a un tiempo Monarquía y orden social, forzó su retirada y reconstruyó al poco, en forma de Gobierno de concentración nacional, el frente natural de la oligarquía que, todavía por entonces, continuaba decidiendo los destinos del país.
Todo continuó como estaba. Y seguir como se estaba solo podía significar ir a peor, pues los problemas sin resolver habían por fuerza de hacerse más complejos. No resuelta la cuestión de la representatividad, las clases medias continuaban pasándose a mayor ritmo a las filas republicanas o nacionalistas. No resuelta la cuestión regional, el nacionalismo se radicalizaba y los partidos más moderados empezaban a ceder terreno ante opciones más exigentes. No resuelta la cuestión social, las demandas de los trabajadores se hacían más extremas y ganaban terreno entre ellos las opciones más violentas. Barcelona, por ejemplo, contaba con tantas bandas de pistoleros que llegó a ser conocida como «la Chicago Española». Y los gobiernos, efímeros e inoperantes, se mostraban incapaces de frenar la deriva del régimen hacia su fin. En sus estertores, un último intento de reforma, el que protagonizaría a partir de diciembre de 1922 el líder liberal Manuel García Prieto, en coalición con los reformistas del antiguo republicano Melquíades Álvarez, pareció por un momento abrir una pequeña puerta a la esperanza. Quizá la Monarquía liberal podía por fin apostar por una reforma pacífica que la condujera hacia la democracia y, de su mano, permitiera por fin afrontar con legitimidad y energía las cuestiones pendientes. Fue un espejismo. El experimento, más bien timorato, por otra parte, fue boicoteado una vez más por la oligarquía. El golpe militar de Miguel Primo de Rivera, a la sazón capitán general de Cataluña, en septiembre de 1923, dio la puntilla a un sistema en el que ya no creían ni sus propios dirigentes.
Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (Jerez de la Frontera, 8 de enero de 1870 - París, 16 de marzo de 1930).
En apariencia, el disparador del golpe de Estado que colocó en el poder a Primo de Rivera no fue otro que las posibles repercusiones del llamado Expediente Picasso, nombre que recibió la investigación abierta con el fin de depurar las responsabilidades por una nueva derrota militar, acaecida en esta ocasión en el Marruecos español. En 1906, la Conferencia de Algeciras había concedido a españoles y franceses un protectorado conjunto sobre el país africano en el que España recibió la zona septentrional del sultanato. Pero la explotación de sus recursos mineros, a la que aspiraban algunas importantes empresas nacionales, exigía la ocupación efectiva del territorio, objetivo nada fácil a tenor de la belicosidad que demostraban las kábilas o tribus locales. El avance de las tropas, mal entrenadas y peor dotadas, fue lento y costoso. Así las cosas, en julio de 1921, los soldados españolas sufrieron una humillante derrota en Annual ante las tribus rebeldes. Cerca de trece mil hombres, con su general al frente, perdieron la vida. Una catástrofe semejante exigía responsables, y la prensa los exigió casi de forma unánime. El contenido del expediente, que revelaba no solo la im previsión e incompetencia de buena parte de las autoridades civiles y militares implicadas, sino que llegaba a salpicar también al propio rey, habría explicado así un golpe que el mismo Alfonso XIII sin duda conocía de antemano y que no tardó en legitimar llamando a Primo de Rivera, su figura principal, a formar Go bierno. Pero debajo de estos hechos subyace la verdadera cuestión. El golpe venía a significar el fracaso de la vía reformista a la democracia, la confesión de impotencia del régimen para renovarse, para cambiar en la dirección que le marcaba el signo de los tiempos.
Mapa del protectorado español en Marruecos. La Derrota de Annual se saldó, según el Expediente Picasso, con 13 363 muertos. Es probable que las cifras fueran inferiores, ya que los informantes las hinchaban con frecuencia para recibir más dinero y suministros. De todos modos, el número de cadáveres era tan elevado que pronto empezó a decirse que los buitres solo se comían los de comandante para arriba. Las pérdidas de material militar fueron también ingentes: 20 000 fusiles, 400 ametralladoras y más de 100 cañones, aparte de municiones y pertrechos. Y no lo fueron menos las de líneas férreas y telegráficas, hospitales, escuelas y otras infraestructuras construidas en los doce años precedentes.
Por el contrario, la Dictadura a la que daba paso, tan pintoresca como la campechana personalidad del dictador, suponía una apuesta de las clases dirigentes del país, amparadas por la Iglesia y el Ejército, por la vía autoritaria de preservación de sus intereses. En cierto sentido, se trataba de una fórmula propia del regeneracionismo, desde arriba, como el intentado por Maura o Canalejas, pero sin alterar lo esencial del orden económico, social y político que tanto les beneficiaba. Por ello, Primo de Rivera se identificaba con aquel cirujano de hierro que, según había escrito Joaquín Costa, debía operar el cuerpo nacional para prepararlo para la democracia. Pero solo hasta cierto punto y solo en los primeros momentos de su ejecutoria. Hasta 1925, el régimen careció de instituciones propias. Su Gobierno no era otra cosa que un Directorio Militar que mantenía suspendida la Constitución y clausuradas las Cortes; reprimía, con escasa dureza, toda oposición, y se entregaba con cierta energía a la labor de dar solución urgente a lo que, desde su punto de vista, eran los problemas del país. Natu ralmente, ninguno de los verdaderos problemas de fondo recibió la atención que merecía. El de la representatividad de las instituciones ni se planteó ni podía plantearse. La cuestión social se abordó desde una óptica represiva, como un mero problema de orden público, al igual que los nacionalismos catalán y vasco, víctimas de humillaciones innecesarias de las que no podía derivar sino su radicalización. Solo el problema marroquí recibió respuesta cumplida y eficaz, gracias a una acción militar concertada con Francia que permitió llevar a cabo, en septiembre de 1925, un nutrido desembarco de tropas en Alhucemas y, tras caer derrotado su principal instigador, el caudillo rifeño Abdel-Krim, terminó prácticamente con los disturbios en el protectorado.
Si en la mente del dictador y de quienes lo amparaban hubiera estado actuar como el cirujano de hierro, se habría retirado entonces. Pero había algo más. Se trataba de ensayar una vía alternativa de modernización del país, una vía segura, que no pusiera en peligro el orden establecido. Por ello, Primo de Rivera no solo permaneció en el poder, sino que trató de dotar a lo que hasta entonces no había sido más que una situación de hecho de un entramado jurídico que hiciera de su Gobierno un verdadero régimen. En 1925 dio comienzo la institucionalización de la Dictadura. Se concretó en la formación de un Directorio Civil, integrado ya por verdaderos ministros; la creación de un partido único, la Unión Patriótica, concebido para nutrir al régimen de cua dros políticos y administrativos; la introducción de un órgano representativo, la Asamblea Nacional Con sultiva, que habría de dar a España una nueva Cons titución, y la puesta en marcha de una política económica declaradamente intervencionista con el objetivo de acelerar, bajo la tutela efectiva del Estado, el desarrollo económico del país.
El Directorio Militar posa junto al rey Alfonso XIII. El monarca no solo no se opuso al golpe de Estado dirigido por el capitán general de Cataluña, sino que lo apoyó decididamente. De hecho, durante una visita a Italia, realizada algún tiempo después, el rey presentó al dictador con la frase: «Este es mi Mussolini». Esta actitud le costaría más tarde el trono y la misma Monarquía.
Pero casi nada era lo que pretendía ser. Solo el Directorio fue un verdadero Gobierno, que contó incluso con algunos ministros de gran valía personal, como José Calvo Sotelo, Eduardo Aunós o Rafael Benjumea y Burín, conde de Guadalhorce. La Unión Patriótica no fue nunca un partido, sino, en todo caso, un movimiento, precario en ideas, deficiente en organización y muy pobre en talento en el que se integraron tan solo arribistas sin escrúpulos y conservadores sin iniciativa. La Asamblea era, desde luego, consultiva, pues en ningún momento se comprometió el dictador a seguir sus indicaciones, pero tenía poco de nacional, ya que sus miembros no representaban a la nación, sino al mismo sector que militaba en el partido oficial, del que provenían casi todos sus integrantes. Y la Constitución que redactó nunca pasó del papel, pues se trataba de un documento tan conservador que incluso desagradó al propio dictador. Solo la política económica y, con matices, la obra social del régimen parecían apuntarse un éxito tras otro.
En efecto, en aquellos años España cambió su faz con una rapidez desconocida. Las Confederaciones Hidrográficas iniciaron la racionalización y la explotación de los recursos hídricos del país, tantas veces sugerida por los regeneracionistas como panacea de los males del campo. Los ferrocarriles, las carreteras, las líneas telefónicas y las emisoras de radio se multiplicaron, acortando las distancias físicas y espirituales entre los españoles. La industria recibió un impulso enorme, alimentada por la creación de monopolios y bancos públicos, el aumento impresionante de las inversiones del Estado y la intensificación del proteccionismo arancelario, mientras el PIB crecía a un ritmo desconocido hasta entonces. Las relaciones sociales parecieron disfrutar un período de relativa calma, gracias a la bonanza económica y la introducción de pensiones de maternidad, subsidios para las familias numerosas e instituciones de arbitraje y mediación entre empresarios y trabajadores que funcionaban bajo la tutela del Estado y que contaron incluso con la participación del PSOE y su sindicato, la Unión General de Trabajadores (UGT). Por un tiempo, el Gobierno parecía seguir al pie de la letra el programa regeneracionista, sembrando el país de escuelas, llenando de pan las despensas y llevando la paz a los campos y las calles.
Pero se trataba de un panorama engañoso. La oposición existía y se fortalecía con el paso del tiempo y a cada error del dictador. La economía era boyante, pero dependía para serlo de un presupuesto extraordinario que cargaba con ingentes deudas las arcas públicas. La crisis mundial de 1929 pondría al descubierto sus limitaciones y daría al traste con la mejor baza del régimen para preservar su existencia. Las relaciones sociales eran, desde luego, menos tensas que en la década precedente, pero distaban mucho de ser idílicas. La organización corporativa del trabajo tenía frente a sí enemigos tan poderosos como las organizaciones patronales, que recelaban de la presencia del socialismo en las instituciones, y los sindicatos anarquistas, que la consideraban una traición a sus intereses de clase. La educación avanzaba, pero al precio de cerrar la boca de los disidentes y conculcar la libertad de cátedra en escuelas, institutos y universidades, que pronto se convirtieron en activos nidos de oposición contra la Dictadura. El Ejército, en apariencia institución privilegiada de un régimen que parecía obra suya, terminó por volverse contra su criatura, cansado de las arbitrariedades de Primo de Rivera en materia de ascensos. Y el nacionalismo catalán, agraviado por la suspensión de la ya escasa autonomía de la región y la pro hibición de todos los símbolos de su identidad, se embarcó en una deriva radical que sobrepasó a la moderada y monárquica Lliga en beneficio de opciones extremistas como Estat Catalá, embrión de la futura Esquerra Republicana de Catalunya. Las clases medias, en fin, no solo iban apartándose de un régimen que no mostraba ánimo alguno de implantar la democracia, sino que terminaron por detestar a la Monarquía que lo amparaba. Los partidos republicanos, que se embarcaron por fin en un proceso de reorganización del que saldrían las principales fuerzas de la futura república, recogían cada día un poco del cansancio que se iba apoderando de los españoles.
Cuando todos estos procesos coincidieron en el tiempo con la crisis económica, el régimen hubo de encarar su inminente final. La inflación desbocada, la alarmante depreciación de la peseta y el desmesurado déficit de las cuentas públicas privaron al dictador de todo apoyo. Descorazonado, perdida la simpatía del propio rey, no se le ocurrió otra salida que consultar a quienes le habían colocado en el poder. Los jefes militares se pronunciaron contra su continuidad y forzaron su dimisión, que se produjo en enero de 1930.
Alfonso XIII se encontraba entonces ante una difícil situación ¿Qué podía hacer? Cabía buscar un sustituto al dictador en la figura de otro general, como le había recomendado el propio Primo de Rivera. El mismo monarca podía asumir la dictadura, como acababa de hacer en Yugoslavia el rey Alejandro I Karagjorgjević. E incluso era posible restablecer sin más la Constitución y convocar elecciones como si no hubiera pasado nada. Pero ninguna de estas salidas era factible. Las dos primeras, porque constituían una fuga hacia delante; la última, porque ya no existían los partidos de la Restauración.
Por ello, Alfonso XIII optó por una fórmula híbrida. Encargó a un general anodino y sin prestigio, Dámaso Berenguer, la dirección del retorno a la Monarquía constitucional, pero de forma gradual, de manera que, una vez reconstruidos los partidos dinásticos, se celebrasen comicios que uno de ellos estuviera en condiciones de ganar. Se trataba de un craso error. Ni Berenguer podía alcanzar el consenso suficiente para lograr lo que se proponía, ni los partidos dinásticos eran ya capaces de revivir, por mucho tiempo que tuvieran para ello. Antes bien, el resultado fue el con trario al esperado. La oposición, en especial la republicana y socialista, se fortaleció; las masas se radicalizaron, e incluso una buena parte de la opinión con servadora, convencida de que la Monarquía no servía ya para preservar el orden, volvió sus ojos a la república. El retorno a la situación de 1923, así las cosas, se hizo imposible.
Republicanos y socialistas comprendieron entonces que había llegado su hora. El 17 de agosto de 1930, en el llamado Pacto de San Sebastián, acordaban la creación de un Comité Revolucionario para coordinar los preparativos del golpe que derribaría la Monarquía. Pero la falta de coordinación dio al traste con los planes trazados. El 12 de diciembre, los capitanes Fermín Galán y Ángel García Hernández caían derrotados en Jaca mientras en Madrid fracasaba la intentona golpista en Cuatro Vientos. Sin embargo, el fusilamiento de los capitanes rebeldes dio a la república sus primeros mártires y mayor simpatía entre las masas populares.
Por ello, cuando, siguiendo con su plan, Berenguer convocó elecciones generales, la gran mayoría de las fuerzas políticas y sociales, incluso muchos viejos jefes monárquicos, proclamaron su abstención. Sin apoyos, el general dimitía el 14 de febrero de 1931. Solo entonces trató Alfonso XIII de iniciar la apertura del régimen, invitando a formar Gobierno a la oposición más moderada. Pero ya era tarde. Ningún político consiguió apoyos suficientes para gobernar, y el rey, entregado de nuevo a su en torno más reaccionario, presionó a los viejos jefes monárquicos para que aceptaran entrar en un gabinete que, bajo la presidencia teórica del almirante Juan Bautista Aznar y el control real de Álvaro de Figueroa, conde de Romanones, tendría como misión la vuelta a la normalidad constitucional por medio de sucesivas elecciones. Las primeras habían de ser las municipales, que fueron convocadas para el 12 de abril de 1931.
Contra toda previsión, el resultado de los comicios cambió la historia de España. La victoria fue para los monárquicos, pero donde el voto se emitía sin coacciones caciquiles, en las ciudades, el triunfo sonrió a los republicanos. Las masas, que se echaron en seguida a la calle, y el propio Gobierno, que se desmoralizó de inmediato, hicieron el resto. El 14 de abril Romanones negociaba con los jefes republicanos el traspaso ordenado de poderes y la salida del país de Alfonso XIII.
El flamante Gobierno provisional de la República integraba en su seno las diferentes tendencias de la coalición republicano-socialista. Figuraban en él antiguos monárquicos como el mismo presidente, Niceto Alcalá-Zamora, o el ministro de la Gobernación, Miguel Maura; sindicalistas como el líder de la UGT, Francisco Largo Caballero, y, sobre todo, republicanos reformistas y anticlericales procedentes de la pequeña burguesía de funcionarios y profesionales liberales, como Manuel Azaña, Alejandro Lerroux, Diego Martínez Barrio o Marcelino Domingo. Tan heterogéneo gabinete tenía por delante una doble labor. Por un lado, debía dotar al régimen de una constitución, limitando al mínimo la duración de la inevitable etapa de transición. Por otro lado, había de comenzar a afrontar con decisión los principales problemas del país, algunos de los cuales llevaban planteados más de un siglo.
Portada del diario conservador La Época correspondiente al 15 de abril de 1931. Los periódicos publicados aquel día recogían la proclamación de la República y las primeras decisiones de un Gobierno que llegaba al poderm en un ambiente preñado de paz y esperanza. Sin embargo, si para algunos españoles la misma palabra República poseía un valor casi taumatúrgico, para otros era sinónimo de anarquía.
Las labores constituyentes se iniciaron en seguida con la promulgación de un estatuto jurídico que legitimaba la existencia misma del Gobierno, fijaba límites a su poder y trazaba las líneas de su actuación inmediata. Luego, una vez aprobada una ley electoral más democrática, se convocaron comicios a Cortes Constituyentes. Pero la rapidez del proceso jugó a favor de la izquierda. La ley, nítidamente mayoritaria, beneficiaba a las grandes coaliciones, y solo republicanos y socialistas estaban en condiciones de formarlas. Por ello, las Cortes resultaron de signo mucho más izquierdista del que correspondía a la verdadera opinión del país. Los republicanos moderados obtuvieron escasa representación. Y la derecha, que apenas había contado con tiempo para organizarse, resultó casi barrida del Parlamento —poco más de 50 escaños de un total de 470—, a pesar de la existencia de un nutrido electorado católico y conservador.
Para agravar las cosas, en los debates de la Constitución la izquierda impuso casi siempre sus puntos de vista, lo que terminó por provocar la salida del Gobierno de los moderados y la formación de un nuevo gabinete presidido por Azaña. La Carta Magna, aprobada en diciembre, definía a España como una república de trabajadores de todas las clases; separaba la Iglesia y el Estado; introducía, por vez primera en la historia de España, el voto femenino, y abría las puertas a la autonomía regional, la expropiación por razones de interés social y, en suma, la democratización profunda del país. Pero no era fruto del consenso entre todos los partidos, condición imprescindible para su viabilidad, sino de un pacto coyuntural entre la izquierda burguesa y los socialistas, que impusieron su voluntad al resto. Y este hecho, además de hipotecar la gestión de futuros Gobiernos, hacía muy difícil la consolidación del nuevo régimen. España parecía incapaz de aprender de sus errores.
Pero lo que preocupaba al Gobierno era dar solución a los graves problemas del país. La cuestión agraria era sin duda la de mayor trascendencia. El campo español sufría aún una paradójica contradicción entre minifundio y latifundio. En el centro y noroeste, las parcelas eran tan pequeñas que no permitían introducir los avances técnicos imprescindibles para mejorar los rendimientos. En el sur, las fincas, enormes, estaban en manos de propietarios absentistas que podían, pero no querían introducirlos. Dos millones de jornaleros sin tierra trabajaban para ellos a cambio de salarios miserables. La Segunda República les había traído esperanzas. El Gobierno estaba obligado a satisfacerlas, pero también a impulsar reformas que abrieran el campo a la modernidad, colocando al fin a la agricultura en situación de favorecer el progreso industrial del país.
Preocupaba también la cuestión religiosa. Era necesario reformar las relaciones entre la Iglesia católica, acostumbrada a un vínculo privilegiado con la Monarquía, y un Estado republicano que, en tanto democrático, debía ser neutro en materia religiosa. Pero el problema no era simple. Por un lado, los católicos eran aún una inmensa mayoría, y algunos sectores de la jerarquía eclesiástica, reacios a perder sus prerrogativas, podían tratar de volverlos contra la República. Por otro lado, una parte de la izquierda deseaba ir más allá de la mera separación entre la Iglesia y el Estado para impulsar una secularización efectiva de la sociedad, privando al clero de sus medios de influencia sobre ella. Y ambos extremismos se alimentaban mutuamente sin que el Gobierno mostrase habilidad alguna para apaciguarlos. La virtual declaración de guerra con la que el cardenal primado, Pedro Segura y Sáenz, había saludado a la República recibió una respuesta contundente del gabinete, que decretó su expulsión del país. Pero el Gobierno fue incapaz de frenar con idéntica contundencia la escalada de violencia anticlerical que llevó a la quema de más de un centenar de iglesias y conventos por todo el país. En mayo de 1931, miles de católicos se habían vuelto ya contra el régimen. Muchos otros lo harían en los meses posteriores.
Más urgencia revestía la cuestión de la enseñanza. A comienzos de los años treinta, España sufría aún una tasa muy alta de analfabetismo, lo que lastraba de forma decisiva su desarrollo. Había, pues, que garantizar el acceso a la enseñanza primaria al conjunto de la población, a la vez que se incrementaban las plazas en la secundaria y se modernizaban los planes de estudio. Pero también aquí un sector de la izquierda deseaba ir más allá. Desde su punto de vista, la escuela era la principal herramienta de la que se valía la Iglesia para manipular las conciencias y era necesario arrebatársela. Los colegios religiosos debían desaparecer.
No menos complicada era la cuestión militar. Resultaba imprescindible modernizar unas fuerzas armadas obsoletas en lo material y en lo espiritual. La oficialidad era excesiva en número, deficiente en formación y contumaz en su presunción de constituirse en intérprete cierto de la verdadera voluntad de la nación. Los suboficiales escaseaban y se mostraban incapaces de servir a las funciones que les correspondían en un Ejército moderno. Y muchos militares manifestaban, además, un apego muy escaso hacia la República a la que debían servir.
Por último, el Gobierno debía dar respuesta a la cuestión regional, que no era, en el fondo, otra cosa que la consecuencia del fracaso parcial del proyecto nacional español en los términos en que había sido formulado por los liberales. Imposible de alcanzar la unidad basada en la uniformidad, quedaba asumir la plu ralidad, descentralizando la estructura política y administrativa del Estado. La Constitución había reconocido el derecho a la autonomía, pero era necesario concretar el alcance de ese derecho. Y había que hacerlo satisfaciendo a los nacionalistas sin poner en riesgo la unidad nacional y sin dar argumentos a quienes podían usar el problema como un arma arrojadiza contra el régimen.
Las reformas se iniciaron bajo los Gobiernos provisionales de Alcalá-Zamora y Azaña. Pero los cambios se intensificaron después del 9 de diciembre de 1931, una vez aprobada la Constitución, en cuyos debates se gestó una alianza entre republicanos de izquierda, deseosos, más que nada, de impulsar la secularización de la enseñanza y la cultura del país; socialistas, ansiosos de reformas que mejorasen las condiciones de los trabajadores, y nacionalistas catalanes, que deseaban la rápida aprobación de un Estatuto de Autonomía para Cataluña. Este pacto sostuvo, durante el primer bienio de la República, los Go biernos de Manuel Azaña, responsables de una amplísima política de reformas que se enfrentó, con más valentía que acierto, a los grandes problemas del país.
En el campo, los propietarios fueron obligados a emplear antes a los braceros locales, se prorrogaron los arrendamientos, se impuso el laboreo forzoso de algunas tierras, quedó implantada la jornada de ocho horas y se introdujeron los jurados mixtos para cuestiones salariales. Era un anticipo de la imprescindible reforma agraria que ansiaban los jornaleros. Pero la ley se retrasaba. Los interminables debates solo concluyeron en septiembre de 1932, y su resultado fue decepcionante. La norma expropiaba sin indemnización los latifundios de la nobleza, y con ella en caso de excesiva concentración de la propiedad, cultivo ineficaz, absentismo o falta de regadío si este era posible. Las tierras obtenidas se cederían, en usufructo, a jornaleros que recibirían también los aperos para trabajarla. Pero la cantidad presupuestada para expropiaciones fue ridícula: cincuenta millones anuales. A ese ritmo, sería necesario un milenio para asentar a los dos millones de jornaleros del país.
Respecto a la Iglesia, la actitud de respeto que había adoptado el Gobierno provisional, limitándose a afirmar la futura neutralidad del Estado, dejó paso en seguida a una actitud claramente anticlerical. La mis ma Constitución disolvía la Compañía de Jesús; prohibía a las demás órdenes la industria, el comercio y la enseñanza, e imponía la secularización de los cementerios. Las leyes posteriores desarrollaron estas disposiciones con excesivo celo, hiriendo muchas sensibilidades y haciendo aún más urgente la necesidad de impulsar la enseñanza pública. Se abrieron miles de escuelas. El número de maestros se multiplicó con rapidez y se mejoró su salario. La enseñanza primaria se convirtió al fin en obligatoria, gratuita y laica. Y las Misiones Pedagógicas llevaron a los pueblos más recónditos el arte y la cultura de la época. Quedaba mucho por hacer, pero el impulso que se dio a la enseñanza en aquellos años fue el mayor de la historia de España.
Gobierno Provisional del 14 de abril de 1931. De pie: Indalecio Prieto, Marcelino Domingo, Casares Quiroga, Fernando de los Rios, Lluís Nicolau d'Olwer, Francisco Largo Caballero, José Giral, Diego Martínez Barrio. Sentados: Alejandro Lerroux, Manuel Azaña, Niceto Alcalá Zamora, Julián Besteiro y Álvaro de Albornoz.
La cuestión militar fue abordada por el mismo Azaña, que trató de dotar al régimen de un Ejército moderno, leal y apartado de la política. Ofreció el retiro con sueldo íntegro a los militares refractarios a la Constitución; redujo el número de divisiones de dieciséis a ocho; organizó la aviación como cuerpo independiente; eliminó los empleos de teniente y capitán general, y colocó la jurisdicción castrense bajo dependencia del Ministerio de Justicia. Además, el Ejército vio modernizado tanto su material como su sistema de reclutamiento y formación. El aislamiento social y emocional de los militares españoles empezó a desaparecer.
Algo se avanzó también en la cuestión re gio nal. Aunque el Estatuto vasco no pudo ser apro bado, pues los socialistas desconfiaban del carácter clerical de su nacionalismo, el catalán lo fue en septiembre de 1932. Con él, Cataluña se cons tituía en región autónoma con Gobierno, Par lamento, bandera e himno propios, y recibía competencias exclusivas sobre la red secundaria de transportes, sanidad, beneficencia y Derecho civil. Castellano y catalán se equiparaban, y as pectos clave como la gestión tributaria y el sis te ma educativo serían compartidos por el Go bierno central y la Generalitat, denominación histórica de las instituciones propias de la Cataluña anterior a la Nueva Planta que se recuperaba para la región autónoma.
El esfuerzo desarrollado para modernizar el país fue, en suma, inmenso. Sin embargo, algunas reformas no fueron bien enfocadas. Los ataques a la Iglesia consiguieron bien poco, aparte de sembrar el malestar entre las clases medias y ofrecer a la derecha un arma para movilizar contra el régimen a las masas católicas. Además, el Gobierno fue incapaz de entender cuán contradictorio resultaba impulsar reformas tan costosas sin dotar antes al Estado de los recursos para financiarlas. En realidad, apenas pensaron en introducir una fiscalidad más progresiva, y tampoco impulsaron el crecimiento industrial que podía haber logrado lo mismo por otra vía. Así las cosas, las reformas no eran sostenibles a largo plazo.
Por supuesto, no cabe culpar de todo a la izquierda. La obstrucción de los obispos, la patronal y los terratenientes dilató las reformas y bloqueó en parte su aplicación. La reacción violenta de la derecha fue, no obstante, minoritaria. El golpe de Estado del general José Sanjurjo, en agosto de 1932, contó con escaso apoyo. Más agresiva fue la reacción de los anarquistas, que, gracias sobre todo a lo torpe de la represión gubernamental —incapaz de superar viejos hábitos, como mostró la matanza de campesinos anarquistas por la Guardia de Asalto republicana acaecida en la localidad gaditana de Casas Viejas en enero de 1933— ofreció nuevos argumentos a la reacción. Por último, la creciente frustración de las bases obreras, decepcionadas con el Gobierno, y sus problemas internos lo condujeron a la crisis. En noviembre de 1933, los españoles eran llamados de nuevo a las urnas.
En esta ocasión, la victoria correspondió al centro, representado por el Partido Radical de Lerroux, y a los conservadores de José María Gil-Robles, líder de la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), de ambigua lealtad al régimen. Al principio se formaron Gobiernos de mayoría radical, con presencia de ministros de otras pequeñas fuerzas de centro, sostenidos desde fuera por la CEDA. Su objetivo fue limar los excesos del primer bienio, pero sin privar a la República de su carácter reformista, e integrar en ella a los católicos representados por Gil Robles. Las leyes vigentes fueron aplicadas con lealtad. La reforma agraria no se detuvo, acelerándose incluso el ritmo de asentamiento de colonos, pero se derogó la preferencia en la contratación de los braceros locales. Los salarios bajaron y el paro agrícola creció, lo que provocó en 1934 una huelga general de la cosecha, que fue reprimida sin miramientos. Se suavizó la aplicación de las leyes religiosas, en especial en la enseñanza, y el clero parroquial recuperó parte de los haberes que percibía del Estado, que se había previsto suprimir en dos años. Las reformas militares quedaron intactas, pero se permitió el ascenso de oficiales poco leales. Por último, se produjeron graves tensiones entre el Go bierno central y el de la Generalitat, pues el Par lamento catalán aprobó de nuevo, sin cambios, una ley de Contratos de Cultivo que el Tribunal de Garantías Constitucionales había declarado contraria a la Carta Magna.
En realidad, lo que Lerroux pretendía era imposible, porque la CEDA no quería consolidar la República, sino transformarla. El apoyo de Gil Robles a los radicales era solo táctico, y ocultaba el deseo de favorecer su desgaste hasta el mo men to en que el jefe del Estado, el católico Al calá-Zamora, no tuviese más salida que hacer de la CEDA la fuerza dominante del Gobierno. Así ocu rrió el 3 de octubre de 1934. En el nuevo gabinete Lerroux participan ya tres ministros ce distas. Pero con lo que no contaba Gil Robles era con la reacción de la izquierda. Al día siguiente las fuerzas obreras llamaban al pueblo a la revolución.
La Revolución de octubre fue, de forma simultánea, una huelga general fracasada en casi toda España, un movimiento revolucionario del proletariado asturiano y un levantamiento de las autoridades catalanas contra el Gobierno legítimo de la República. Pero en modo alguno se trató de una reacción espontánea de las masas frente a una presunta amenaza fascista. En realidad, se preparaba desde hacía meses, y no pretendía sino frenar la derechización de un régimen que la izquierda consideraba suyo en propiedad e intocable en sus formas.
No obstante, si la izquierda reveló en octubre su escasa fe en la democracia, la derecha lo haría en los meses posteriores. Convertida la CEDA en fuerza hegemónica tras la defección del ala izquierda de los radicales, que condenó al partido a la inoperancia, Gil Robles pudo al fin entregarse sin disimulo a la consecución de sus objetivos. La represión de los implicados en los sucesos de octubre fue durísima. La política agraria, tras un breve interludio moderado, se caracterizó por una radical contrarreforma. Una nueva ley dio a los terratenientes expropiados el derecho a negociar la indemnización; redujo los fondos, ya de por sí exiguos, e interrumpió casi por completo los asentamientos de colonos. El Estatuto catalán fue suspendido y más tarde recortado. Los generales monárquicos ascendían con rapidez. El ritmo de construcción de escuelas decaía. Los sindicatos fueron sometidos a un férreo control y los salarios continuaban cayendo en un contexto de paro creciente que una política presupuestaria muy rigurosa no hacía nada por combatir.
En la mente de Gil Robles se perfilaba ya una España distinta, sin resquicio alguno de pluralidad regional y gobernada con mano de hierro por un Estado autoritario, corporativo y confesional. Sin embargo, para convertirla en realidad necesitaba alcanzar la presidencia del Gobierno. El momento parecía llegado a finales de 1935, cuando el Partido Radical se desintegró por completo tocado por asuntos de corrupción, sonados, pero poco cuantiosos —en el escándalo del estraperlo, por ejemplo, no hubo más sobornos que un par de relojes de oro que ni siquiera sabemos si llegaron a sus destinatarios—. No obstante, el ascenso de Gil Robles exigía la anuencia del presidente de la República, y Alcalá-Zamora, que, a pesar de ser católico y conservador, era leal al régimen, desconfiaba de Gil Robles y se negó a ofrecerle la presidencia del Gobierno.
Convencido de que el país se precipitaba hacia la guerra civil, el jefe del Estado concibió entonces la idea de interponer entre derechas e izquierdas una fuerza de centro lo bastante numerosa para condicionar la formación de mayorías parlamentarias. Para organizarla necesitaba tiempo, y trató de procurárselo mediante la formación de Gobiernos técnicos presididos por uno de sus amigos: Manuel Portela Valladares, centrista sin partido que debía retrasar en lo posible la celebración de nuevas elecciones.
Pero cuando estas se celebraron al fin, en febrero de 1936, no dieron el resultado apetecido por el presidente. La brutal política reaccionaria de la CEDA había convencido a las izquierdas de la necesidad de unirse de nuevo para recuperar el poder. Las derechas, asustadas, trataron de hacer lo propio, convencidas de que su derrota significaría el triunfo del marxismo. Así, en las elecciones de febrero de 1936 se enfrentaron tres fuerzas fundamentales. La izquierda se había unido en el Frente Popular, una alianza de republicanos, socialistas y comunistas cuyo programa prometía la amnistía a los condenados por la Revolución de 1934 y la profundización de las reformas del primer bienio. Frente a ella se sitúan las derechas, que se presentan en alianzas diversas según las regiones, pero en su mayoría articuladas en torno a la CEDA, con un programa nacionalista, autoritario y conservador. Por último, se ha constituido de cara a los comicios el llamado Partido del Centro, fuerza artificial creada por Portela, sin apenas programa ni implantación alguna, que confía en el control del Ministerio de la Gobernación para asegurarse un número de escaños suficiente para erigirse en árbitro de la formación de Gobiernos.
La victoria, aunque más ajustada en votos que en escaños, fue para el Frente Popular, que, gracias a la ley electoral vigente, obtuvo 278 diputados frente a 124 de la derecha y 51 del centro, el gran derrotado. El extraordinario incremento de la movilización política que la sociedad española había experimentado desde 1931 hacía cada vez más inoperantes las formas de manipulación política basadas en el caciquismo. Ade más, en aquel momento la situación del país no favorecía la moderación. Las tensiones propias de una sociedad polarizada en exceso desde el punto de vista económico se veían multiplicadas por los efectos de una crisis mundial. El gran número de promesas de cambio que habían quedado incumplidas por la ineficacia de la izquierda y la insensibilidad de la derecha impulsaba a las masas obreras hacia la revolución, lo que provocaba ansiedad en las clases medias y acomodadas, que podían inclinarse con mayor facilidad hacia el autoritarismo. La sociedad, en fin, se estaba dividiendo a lo largo de una línea de fractura que separaba de forma creciente a quienes deseaban la revolución y a quienes la temían. En estas circunstancias, el centro social tendía a ser fagocitado por los extremos en un proceso que se alimentaba a sí mismo, y las posibilidades de traducir políticamente las opiniones de este sector disminuían día a día.
Los hechos se desarrollaron de acuerdo con este guión desgraciado. Un nuevo Gobierno encabezado por Azaña quedó constituido el 19 de febrero. No había en él socialistas, pero su dependencia de ellos era absoluta, y el ala izquierda del PSOE, ya muy radicalizada, no creía en la república burguesa y hablaba sin cesar de la revolución. Los obreros deseaban ir más allá del programa reformista burgués del Gobierno y comenzaban a aplicar por su cuenta una versión radicalizada de sus recetas. La amnistía a los presos por los sucesos de octubre de 1934, el regreso de la Esquerra al Gobierno catalán, el alejamiento de los generales monárquicos y la continuación de la política educativa y la reforma agraria no bastaban a unas masas que se habían lanzado a la ocupación de fincas y exigían subidas salariales incompatibles con la difícil coyuntura económica. Las clases medias conservadoras, presas del terror, se arrojaban en manos de una derecha que, insatisfecha con lo conseguido por la CEDA, había iniciado una deriva autoritaria y antiparlamentaria. Solo que daba una salida: implicar al socialismo en el sostenimiento de la República, conciliando las reformas con una defensa decidida del orden público. Para lograrlo, sin embargo, era imprescindible que las riendas del PSOE pasasen a manos de Indalecio Prieto, jefe del ala moderada del partido y afín a las tesis de Azaña. Por desgracia, la receta no llegó a ponerse en práctica. Destituido Alcalá-Zamora, acusado, paradójicamente, de haber disuelto las Cortes anteriores de manera innecesaria, cuando dicha disolución había traído la victoria de los que ahora le destituían, Azaña fue designado para sucederle. Si Prieto se convertía en jefe del Gobierno, quizá quedaría alguna esperanza, pero el ala izquierda del PSOE se opuso frontalmente, y aquel no quiso arriesgarse a romperlo para imponerse. El ele gido fue otro republicano, Santiago Casares Qui roga, y la situación del país continuó agravándose.
Mapa electoral de 1936. Como puede verse, la izquierda se impuso en la España urbana e industrial —con la excepción del País Vasco, dominado por el conservador Partido Nacionalista Vasco (PNV)—, así como en las provincias con un nutrido proletariado rural, mientras la derecha lo hizo en las regiones en las que predominaban los pequeños propietarios agrarios.
Mientras, una nueva conspiración se ponía en marcha. Su principal instigador, el general Emilio Mola, pretendía derrocar al Gobierno y sustituirlo por un directorio militar presidido por Sanjurjo que disolvería las Cortes, colocaría fuera de la ley a los partidos marxistas y reformaría la Constitución en un sentido corporativo y autoritario. Los asesinatos del teniente José del Castillo y el diputado derechista José Calvo Sotelo, antiguo ministro de Primo de Rivera, los días 12 y 13 de julio, respectivamente, aceleraron la trama. La sublevación estalló en Melilla el 17 de julio. Según las previsiones, debía producirse a continuación un levantamiento coordinado de todas las guarniciones, que implantarían el estado de guerra en sus demarcaciones. Si el éxito era parcial, Mola, desde el norte, y el ejército de Marruecos, desde el sur, caerían sobre Madrid, obligándola a una rendición inmediata. Sin embargo, el fracaso del levantamiento en la mitad del territorio nacional abortó los planes de los sublevados y dio comienzo, una vez más, a una guerra entre españoles.