La fiscal y el inspector
19 de mayo
Del coche con matrícula oficial que ha estacionado en la puerta del juzgado, desciende Susana Vieytes. Unos minutos antes, en el mismo auto y como todas las mañanas, la acompañaba el ministro, que ya está en su despacho, a pocas cuadras.
El edificio, que fue hace ya muchos años la redacción de un diario de la mañana, luce desde su exterior opaco y gastado, obsoleto, más aún frente a su vecino, el teatro que se ha aggiornado para estos tiempos y comparte galas líricas con festejos de cumpleaños de empresarios exitosos. Es la hora de la gestión y la cultura —convertida en industria— debe también exhibir resultados.
El juzgado tiene su propia explanada, pero la población que deambula por ella nada tiene que ver con el público que aguarda la función. Solo los separa una calle, y algunas veces las vallas, ante la inminente llegada de la camioneta policial. El espectáculo, que va en vivo, es siempre el mismo: el despliegue de fuerzas que conducen al peligroso delincuente, el monstruo que desfila sin cabeza, oculta bajo la campera que ha izado para cubrir su rostro de las cámaras. Lo aguardan un racimo de perdedores —la madre del menor que baleó al almacenero, la esposa del aspirante a narco que mató a su exsocio por un vuelto o por una esquina—, en general siempre mujeres, que nunca pisarán el teatro y aguardan sentadas en sus escalinatas, balconeando una escena absurda, desangelada, con la condena como seguro desenlace.
Pero a la fiscal Vieytes, que es también el apellido del ministro, no la despeina —ya no el esperpento que debe superar— siquiera el rugido amarronado que llega desde el río furioso, ni la lluvia transversal imposible de eludir. Con el moño bien sujeto y la vista fija al frente, sube las escalinatas impuesta del blindaje que ha construido en tantos años de trayectoria y por el cual no permite que se cuelen las emociones.
El interior, si es posible, es aún más lúgubre. Una serie de corredores oscuros, piezas desastradas y enrejadas —no hay mesa que combine con ninguna silla—, los pisos cubiertos de linóleos grasientos, armarios metálicos abollados a los que hay que aporrear para cerrarlos, componen la escenografía donde deberá escuchar lo que nadie vio, sabe, ni fue.
Ahora sí, ya en su despacho, la gabardina roja en el perchero desnuda una figura que, marcada apenas, sin excesos, desmiente los cincuenta y largos. No termina de acomodarse en esta, su oficina provisoria por lo que dure el turno, cuando, a pesar de que no la ha cerrado, oye los golpes en su puerta:
—Permiso, doctora. ¿Se puede?
Ahora sí, levanta la vista y ordena:
—Adelante, inspector. La puerta, por favor…
Gualberto Quevedo no precisa invitación y, tras clausurar el espacio, toma asiento frente a Susana Vieytes, relajado, desentendido de la postura de su cargo:
—¿Y ahora qué me decís, doctora…?
—Con sinceridad…, que nunca imaginé este final. Si me hubieran hecho caso, este viejo todavía estaría regando los tomates. Lo largaron… Que se jodan todos. Incluyéndolo. ¿Detalles?
—Salió del restorán como a la una, en principio para su casa. Lo encontraron hoy temprano, dentro del auto, en Capurro, en medio del parque. Le dispararon desde afuera, aunque no creo que, bueno, ya no importa, se haya enterado. Estaba boca abajo, con los calzones a los pies, la bala que le partió la cabeza terminó incrustada en el asiento trasero… El otro se salvó de asco.
—¿Otro?
—Al que se estaba cogiendo. No quiero entrar en detalles escabrosos, pero hay trazas…
—¿Pero tienen algo concreto?
—Un calzoncillo, por el tamaño y modelo, del pibe que el viejo se había levantado y que se ve que, del cagazo, salió rajando y ni se acordó de ponerse. El resto, las muestras que el forense extrajo del cuerpo de Mallo, que con mucha suerte podrían identificar a su acompañante, si es que tiene antecedentes. Nadie vio nada, lo de siempre. Por ahí va la búsqueda. Del asesino ni idea: el padre de la chiquilina y su novio están presos, los dos arruinados, incapaces de juntar un dólar para un encargo. En bolas, como Mallo, así estamos. Pero me parece que tendrías que ver algo…
—Este ya no es mi caso y, con convicción y pese a las presiones, me negué a dejarlo suelto, pero, qué ironía, no para protegerlo, más bien al revés.
Apoyada en el respaldo, los brazos sobre la butaca, sus piernas vestidas de negro que asoman debajo del escritorio apenas no alcanzan a rozar a Quevedo, que mantiene las suyas recogidas, con sus manos sobre la mesa:
—Parece que te hubiera alegrado…
La fiscal ahora lleva su vista al cielorraso descascarado y responde, sin mirarlo:
—Digamos, Gualberto, que no me da tristeza, para nada… Ni me interesa demasiado. Que se arregle otro ahora, te repito, yo ya no tengo más que ver. ¿Y a vos?
—Para mí es trabajo… Y del jodido. Ya me están llamando, con el cuerpo tibio. Ahora… Con este sí tuviste que ver.
A Gualberto Quevedo el ambo azul le luce impuesto, forzado, aunque ha debido transar a partir de su nuevo cargo y abandonar el otro hábito, el que usó toda una vida, de igual color, pero que impone la autoridad sin aclaraciones. Del bolsillo interior del saco extrae una hoja, que retorna a su tamaño original luego de deshacer los dos esmerados dobleces y coloca sobre el escritorio de la fiscal.
—Esto apareció pinchado en la espalda de Mallo.
Susana Vieytes no precisa más que un instante:
—Original el asesino… La nota ya la leí hace una semana, no hace falta. ¿Y?
La fiscal, como si hiciera falta, confirma de un vistazo que la puerta de su despacho permanece cerrada, se levanta de su silla y abre la ventana. La metralla de la tormenta, que antes tableteaba sobre el vidrio y ahora comienza a inundar su despacho, la tiene sin cuidado y aprovecha el vendaval para esconder el humo del cigarro que se dispone a fumar, con la vista perdida en el río, de espalda al inspector.
—Que un tipo ejecuta a otro, y así, como si fuera una firma, deja un artículo de prensa, una basura como todo lo que este imbécil escribe. Te imaginarás que no soy tan idiota como para pensar que está involucrado. Nunca nada es tan sencillo, pero esto viene de nalgas. Bien sabés que este tipo estuvo investigado… La fábrica del Cerro incendiada, adentro el Fusca que declaró que le habían robado y, más adentro, un cuerpo sin cabeza que nunca nadie reclamó. Salió limpio es cierto, aunque a las semanas otro escándalo que lo involucra, en el que también aparece otro tipo jodido, el tal Malfatti, acusándolo de robarle un cuento…
—Una novela, Gualberto.
—Sí, me queda claro que también la leíste. A mí esa mierda no me interesa, pero levanta sospechas sobre un montón de gente.
No ha dado más que tres pitadas, pero el cigarro, entre el índice y el pulgar, catapulta ya por los aires y, entonces, Susana gira, lo interrumpe y lo enfrenta:
—¿Qué gente, Quevedo? ¿Algún amigo tuyo, de los de antes? ¿O de tus nuevos jefes, quizá?
Gualberto Quevedo, el inspector con veinte años de carrera, forma parte del nuevo cuerpo de autoridades leales al gobierno, que luego de probar unos cuantos ministros, ha concluido por colocar en la cima, para mantener el orden, a quienes no hace tanto intentaron dinamitarlo. Quevedo cumple órdenes, lo importante es que haya un jefe y él está para obedecer:
—No me jodas, Susana, yo soy un profesional, y de las historias de hace cuarenta años no hay nada que me interese, problema de ellos. Pero este tipo no aguantó y cuando se le empezó a complicar y le exigieron que aclarara, nunca dio un nombre, se fue al mazo, un garca. Y, por si fuera poco, tuvo que indemnizar a Malfatti, el viejo estafador. Para jugar con fuego hay que estar preparado, Susana, hay cosas con las que no se jode…
—¿Qué es esta escena? Olvidate de José Bruzzone.
—José Vittadini, dirás. No sé por qué esconde su verdadero apellido.
—Hay toda una historia detrás, esa que no te interesa.
—Que vos conocés muy bien.
—No te confundas, Gualberto. ¿O me estuviste investigando? Sigamos como estamos, mañana estoy libre hasta tarde, el ministro está complicado.
—Te aviso que voy a citar a Vittadini.
—Claro, como no tienen nada, a alguien tienen que joder.
—Nunca se sabe.