Nocturno en la ciudad
20 de mayo
El inspector Quevedo ha anunciado a su esposa que no lo espere. Llegará tarde, no sabe, le han asignado el caso Mallo, y al cabo de casi dos días apenas tiene un calzoncillo con manchas y una página de periódico, que conserva prolijamente doblada en su bolsillo. La recorrida por el parque, previsiblemente, nada ha agregado y nada tampoco tendrá para responder mañana — hoy ya es muy tarde— cuando el teléfono vuelva a incordiarlo.
Quizá no regrese al chalet de la costa que finalmente ha podido terminar luego de su último ascenso. Son treinta quilómetros, está agotado y tendrá que levantarse incluso antes que nadie despierte. Para qué entonces, se dice, si al fin nadie se dará cuenta de su llegada ni de su partida, como un fantasma. No vale la pena. Ahora conduce solo.
La fiscal no se permite tantas libertades, prefiere la prudencia y regresa en taxi, aunque el ministro no la espera. Mallo no es su problema y Quevedo tan solo es parte de la solución, apenas una distracción. La lluvia ha cesado por un rato y pese a la hora, con el piso en silencio, desde la terraza del octavo piso —el último, donde se roza el cielo— sobre la plaza que es un símbolo, con su codo en la baranda, de espalda a la ciudad a sus pies y la vista entornada a la ausencia, enciende el último cigarro recordando el anterior, su mano colgada sobre el respaldo de la cama, su cuerpo desnudo aunque aún cubierto. Enciende el teléfono, apagado por placer. No hay nada. Allá abajo, lejos del balcón solitario, la libertad no es más que una piedra borrosa y resbaladiza.
El inspector no sabe lo que busca, por eso sigue. Ha regresado al lugar de partida, pero ahora la calle está vacía y su nave no surca más que el asfalto vidrioso. El semáforo lo detiene, y al mirar a su izquierda lo reconoce, confirma el contenido de su bolsillo, estaciona en la puerta del teatro y decide hacer su última gestión.