José Vittadini Bruzzone
Café Bacacay
20 de mayo
—Con permiso, mi nombre es Quevedo, inspector Gualberto Quevedo, encantado.
No acierto la hora, pero sí la cantidad de alcohol que tengo encima. Suficiente para un viernes, que es el único día de la semana en que me lo permito y a lo que me he comprometido. El Gordo, otra vez urgido, y antes de retirarse, igualmente se hace espacio para recordarme sus advertencias de la semana pasada:
—Yo también te avisé. Ahí tenés tu muerto y tu justicia.
—O sea que ambos teníamos razón.
—Pero sigo sin compartir nada de lo que escribiste.
—No te enojes, pero eso me consuela. Y quedate tranquilo, no tengo ningún poder. Lo del viejo degenerado no debe de ser más que una casualidad.
Liberados ya del oso rojo, Tabárez —que no cesó de atender y tender las redes con la intención de alguna repesca que compense otro viernes decaído— liquida lo que queda y, ya de pie, dice:
—Solo entre nosotros. A la salud del justiciero. Viejo hijo de puta.
Yo acompaño y nos despedimos, aunque a mí —sin ánimo suficiente como para levar el ancla de la desidia— me retiene únicamente el trago recién servido que me aleja de la hoja en blanco, sin historia para contar, en un bar vacío, con la vista nublada sobre el ventanal húmedo y turbio.
Lo imaginé cuando vi que el mismo auto al que se había subido Susana el viernes pasado estacionaba del otro lado de la calle, frente a mi mesa. No es gordo, es ancho, donde la ropa siempre luce deformada y la elegancia no cabe. Lo delata, sin necesidad del bigote delineado, de lejos, el andar firme, preciso, rítmico. Y es joven, al menos para mí, y más para Susana. Mala liga, el día que me resuelvo a salir, terminar la noche con un milico.
Pero entró hace ya un rato, se sentó en la barra y no cruzamos la vista hasta ahora, que lo tengo en frente, con su vaso en una mano, la otra en la silla, y con un gesto amable —aunque forzado y también sorpresivo— me obliga al permiso que le concedo sin palabras, apenas abriendo mi brazo con la palma abierta, tendida.
No debería importarme quién se coge a Susana, pero este pedazo de carne me desconcierta y confirma mi absoluta ignorancia, que es la de todo hombre, de alcanzar la complejidad de cualquier mujer.
Pide un trago más para cada uno e, inmediatamente, despliega sobre la mesa la misma hoja de diario que ya me cansé de justificar. Quevedo, que hasta ahora no ha pronunciado más que su nombre, coloca su índice sobre mi firma:
—Es usted, ¿verdad?
Discutir con el Gordo es, al cabo de tantos años, casi un deporte, donde ya no hay campeonato, ni siquiera triunfos, nada más que una diversión. Pero responderle a un inspector de la policía en una especie de interrogatorio íntimo e irregular no me interesa ni me alienta. Resuelvo seguir en off y asiento casi sin cabecear, con los ojos.
—¿Sabe que tiene un admirador?
—No sé si da para tanto. Pero unos cuántos que me leen, sí. Aunque, antes de seguir, me gustaría saber…
—Me comentaron que usted los viernes paraba por acá. Muy elegante el boliche. Artistas, intelectuales, algún político.
—Sí…, acá milicos no vienen. Ni siquiera disfrazados. Se les nota.
—No se crea. ¿Querrá saber qué hago acá? A esta hora, importunándolo.
Vuelvo al silencio como signo de consentimiento. Dale, Quevedo.
—Nada. Pasé por la puerta, lo reconocí….
—Tengo otro concepto de la nada, más bien solitaria.
—Me invitó a sentarme. Sabe quién soy.
El que le ahorra al ministro —siempre tan atareado— tener que ocuparse de su esposa.
—Cortesía de parroquiano. Sí, ya se presentó. Es el que se… El que levanta a la fiscal los viernes de noche. Apurado…
Ay, Susana, el viernes pasado que todavía no entendí, hoy que no quise interrumpir tu noche tramposa, ahora me mandás la policía. Ya los tuve a todos encima hace unos meses. Responder diez veces lo mismo…
—No soy yo el que tiene apuro, pero disculpe, quizá sea mejor vernos mañana, cumpliendo las formalidades.
Me cagó. No tengo idea de qué se trata, pero no pienso visitar la jefatura, menos un sábado, de resaca.
—Adelante.
—Supongo se habrá enterado de que asesinaron a Gabriel Mallo.
—Una pena…
Innecesaria la ironía, como siempre. A Quevedo no se le mueve una pestaña, pero ahora vuelve a la hoja y lee, lo que recuerdo es el remate de mi artículo, que aparece subrayado:
—«Porque los lugares vacíos, como los que ha abandonado la justicia, terminan siempre por ocuparse…». Parece que le aceptaron el convite. Peligroso lo que escribe.
Me devuelve el sarcasmo con una amenaza que me obliga:
—Qué coincidencia, si hubiera llegado antes… Pero no, es tarde. Estoy cansado. Mejor me aclara; si puedo, le respondo y cada cual para su casa. ¿Está bien?
—Disculpe. Este mismo pedazo de papel…
Me rebaja. Aunque, al final, tiene razón, no es más que papel… y palabras.
—lo encontramos pegado a la espalda de Mallo.
—¿Y? Se habrá volado y cayó justo. Total, una hojita…
Nadie más que yo puede percibirlo, pero planea sobre mi cabeza, como un fantasma, el aura de David, su índice acusador que reclama la culpa, invento de sus ancestros. Y la noche, que parecía hasta hace un momento deslizarse lenta y cansada, vuelve a encenderse. Andá a cagar, Quevedo, y decime a qué viniste.
—¿No sabe nada? ¿No tiene idea?
Ni pienso en repetirme, ya estoy cansado de mi voz, y su pregunta se instala —sin convocar a ninguna reflexión— en alguna parte de mi cuerpo, próxima a las entrañas, que, al instante, directo al pensamiento, levanta un indicio de molestia y ansiedad que intento que el inspector no detecte.
—A ver, este diario de mierda no vende más que mil ejemplares, a cuatro lectores por diario, ahí tiene el universo. Lo puede intersecar con otro, bastante más numeroso, el de los que…
Mirá si te voy a hablar de Giges, Platón. Menos de Glaucón, el hermano.
—En fin, para otros cuántos, un pederasta menos. Busque por ahí, por acá no hay nada, palabras, nomás. ¿Qué opina, Quevedo?
—Que acá no se voló nada, ni hay ninguna casualidad, ni interesa lo que yo opine, aunque parece que hay alguno que, aparte de que piensa como usted, ha decidido tomar cartas.
—Yo no juego a nada, Quevedo, apenas me gano la vida escribiendo y, sí, opinando.
—Escritura con la que se ha metido en algún que otro problema… Como con Malfatti.
Y con alguno de tus jefes, de lo que vos no estás enterado, Quevedo.
—Eso es historia. Está todo aclarado. Ya pagué, no le debo nada a nadie. No me jodan, yo no los jodo.
—Bueno, en realidad, aclarado… Del cadáver decapitado que apareció en el Fusca nunca se supo más nada.
—Lo que se dice un problema… suyo, ¿no?
—De momento. Pero… No lo molesto más. Si por esas cosas se le ocurre algo, le dejo mi tarjeta ¿Lo alcanzo a algún lado? Tengo tiempo.
—Yo también.
Nos estrechamos la mano, él ya está de espaldas, pero da un paso y se detiene. Gira sobre sí mismo y levanta su mano, con el índice en alto, casi en su sien y el entrecejo angostado:
—¿La noche del 19 de mayo, usted estaba…?
—Con una que puede ser la hija de su amante, Quevedo. ¿Terminamos el interrogatorio? ¿Tengo el fin de semana libre?
—Aprovéchelo.
Me arrepentí antes de terminar, no por Quevedo. Por Susana, porque no resisto el resentimiento que el alcohol no logra contener.
No soporto más noche ni puedo agregar —como pretende el inspector, a la carga pesada del cuerpo sin cabeza y a partir de lo que parece una broma absurda de un autor desquiciado— el cuerpo de Mallo sobre el mío, que ya no aguanta.