José Vittadini Bruzzone

De madrugada en Aquiles Lanza 1175

21 de mayo

Me aburre repetirme noche a noche y, luego de abrir el candado, preguntarme otra vez por qué todavía no puse una llave de luz a la entrada. Debo descender al tanteo los seis escalones y, luego, otros cuatro pasos, medidos, hasta alcanzarla. Él está ahí, esperándome, como siempre, feliz de verme.

Ha regresado la ansiedad que me aturde y no logro acallar al cabo de la caminata hacia mi casa, el sótano que nos sirve de cucha desde que Susana desapareció de mi horizonte, que ahora es oscuro, aunque cercano, tranquilizador.

Pero el regreso de Susana hace una semana —el encuentro que ella atribuye a la casualidad, el de hoy, que la llame—, y luego Quevedo, me colocan unos cuántos casilleros detrás en un juego donde el descuido resultó, hace tan poco, una imprudencia.

Regresé por la avenida en solitario, aunque desde hace un tiempo, al atravesar los cincuenta, hay cierta compañía, imágenes y voces íntimas que solamente yo puedo oír, que no ceden y se hacen presentes cuando todos se callan, en silencio, con la firmeza de la lentitud. No me interesan los flashbacks que no es posible editar para recomponer una historia que me consuele. Me aterran las escenas que aún no han sido escritas, las que describirán el final —cuáles serán las últimas, me pregunto— antes del apagón.

Porque es a mí a quien el pasado —que invoqué por motivos exclusivamente personales, y que me sirvió también de excusa para inventar una historia— ha arruinado mi presente, que he decidido finalmente aceptar, pero que me ha dejado sin fuerza para imaginar un futuro. El pasado lejano es mi padre, Pedro Vittadini, también Omar y Torres, a quienes intenté dejar atrás, sobreestimando mis fuerzas, y terminaron por seguir presentes luego de envolverme en una trama funesta, engañándome como a un principiante, pero, también, con saña, ya cuando ambos habían obtenido lo suyo, hostigándome hasta mi ruina.

Soy el autor de Yaguarón al sur, que tuvo sus quince segundos de fama, la suficiente para despertar a los demonios que creía enterrados. La historia, que es posible encontrarla ya en las mesas de saldos —aunque acompañada de otras obras de firmas prestigiosas (perdón, no puedo negar que el hecho me provoca cierta satisfacción mezquina)— trata, en breve, de la historia de Pedro Vittadini, sus vínculos con gente peligrosa en las bandas enfrentadas en los setenta, su desaparición y su aparición treinta años después, ya muerto, acompañado de un legado que procuré usar exclusivamente a mi favor y que originó las circunstancias de las que a nadie más que a mí mismo puedo responsabilizar.

Fui chantajeado por Omar Malfatti, y por quien no supe advertir era su socio —Torres, para mí—, del que mantengo serias dudas acerca de su verdadera identidad. Ambos obtuvieron su tajada. Omar, el estafador, el dinero que había venido a cosechar. Torres, a quien nunca logré verle el rostro, finalmente y luego de cuarenta años, recuperó la documentación que Vittadini había guardado una vida y que pensó que en algún momento serviría para hacer justicia. Aunque la parejita, no conforme con su estafa —que incluyó el asesinato de un inocente que nadie llegó a saber quién era— continuó con ferocidad su persecución hasta colocarme en mi puesto actual.

Omar alegaba que mi novela era un plagio de una historia de su autoría que me había dado a conocer hacía muchos años. Lo negué, para mí, pero mucho más para él, porque, aunque es cierto que su escrito era una basura, le había robado al menos en parte. Y, aunque presentó documentos prolijamente falsificados —Omar es experto en ese arte—, logró probarlo. Tras las maniobras de Omar, mis aspiraciones de construir una carrera literaria se esfumaron. Por su parte, Torres —aunque descarto que, con la colaboración de sus antiguos enemigos, con los que jugaron a la guerra hace una vida— hizo lo propio para echarme los perros que, disfrazados de inspectores, clausuraron la editorial con la que navegaba apenas a flote.

No me quedó más que vender mi casa, la de Pedro, para indemnizar —con una parte— a Omar Malfatti luego del juicio. El resto saldó las cuentas impagas de la evasión de impuestos que permitía mantener la editorial que hoy ya no existe. Sí resta el sótano —a treinta metros del 1161, la casa paterna— que servía de oficina, que ni siquiera es mía y que hoy no es más que un escondite donde ya no hay nada para revelar.

Todo remonta casi a la antigüedad, cuando Pedro Vittadini, redactor político casi intrascendente de periódicos de izquierda en los setenta, se hizo —aún no queda claro cómo— de ciertos archivos militares que comprometían a las facciones en disputa, desatando una búsqueda furiosa en su recuperación, que, gracias al temple de Pedro, no alcanzó resultados.

Yaguarón al sur cuenta esa historia y el final trágico de Pedro, que casi logra huir, pero al que devolvieron en una bolsa que trajeron desde la frontera, sin explicaciones, y que Alberto, su hermano, sugirió no abrir, directo al cementerio, a pocas cuadras, al final de mi calle.

Nada se supo de todos esos documentos durante cuarenta años, hasta la publicación de mi primera y última novela con la que intenté reivindicar a mi padre, aunque, más aún, construirme una carrera que nunca comenzó.

Fue allí que reapareció Omar, acusándome del supuesto robo.

Pero, como si se hubiese abierto una escotilla en el submarino que surca la profundidad de los tiempos, la fugaz amante de mi padre —que resultó ser la esposa del ministro, la fiscal Susana Vieytes—, al mismo tiempo y en sincronía fatal, puso en mis manos las carpetas que Pedro había enterrado y que no entregó, pese a las marcas en su cuerpo enfundado, que Alberto no me permitió ver.

Ambicioné negociarlas con Torres y hacer un dinero que me permitiera sacarme de arriba a Omar y su extorsión, pero nunca pude ver que formaban parte de un equipo y, al cabo de su jugada, las carpetas acabaron silenciadas en sus manos, luego de una puesta en escena siniestra, en que, para mantener mi silencio, torturaron y asesinaron —en mi presencia— a un inocente, un don nadie cuya ausencia no sería percibida. Dinamitaron el galpón del Cerro y lo decapitaron para aterrorizarme, pero no necesitaron casi ponerme un dedo encima para obtener lo que buscaban.

Esa es también mi ruina, la moral —reconocer que no precisaron más que un par de sopapos para que les entregara lo que Pedro les negó—, bajo la única excusa de mi salvación, una novelita de mierda, la editorial trucha, la propiedad.

Y así, como en alegoría berreta, he llegado al sótano donde me aguarda mi actual socio, impaciente, nervioso, pronto para el paseo que tendrá que hacer en solitario porque, al cabo de los seis Jack, no tengo más fuerza que para echarme, ahora sí, vestido y destapado. No me puedo dormir, por un rato, hasta que comience a rascar el portón de hierro.

La reaparición de Susana, que siempre me resultó confusa y esquiva, su mensaje esta misma noche y la presentación en mi pequeño mundo de su ocasional amante, un milico que me obliga a recordar lo inolvidable —aparte de la espera por Toro—, me mantienen en una alerta que me incomoda.

Atribuyo al alcohol la silueta que me pareció ver en la altura —al cruzar la plaza a mi regreso, hace un rato— y me hizo recordar su recepción seductora en la casa del ministro ausente. «Leí su novela», me dijo en nuestro primer encuentro, hace casi un año, «interesante, aunque me parece que hay algunas cosas que debería conocer». No tenía idea, hasta ese día, de su existencia y de que los archivos estaban disponibles. Menos aún que iba a acabar en mi cama con Susana, que había sido mujer de mi padre. Que se convirtió en Vieytes por elección, con los años por costumbre y no descarto que por conveniencia —quizá, genuinamente por temor, nunca me animé a preguntarle—, pero es para siempre Malvárez, aunque intente borrar las pistas que nunca se ocupó de seguir.

La historia de Pedro, que ya fue contada, incluye a Malvárez, ocasional amistad por la que mi padre alcanzó —sin intención, que es como se accede al amor— a conocer a su hija, Susana, la joven actriz, y también establecer contactos que facilitaran su fuga, que resultó fallida.

Pero a Malvárez, su padre, como a Pedro, el mío, se los tragó la historia, que yo intenté a mi manera reconstruir, pero que Susana —a quien no puedo no imaginar a los dieciocho, cuando Pedro, con edad de padre, la esperaba a la salida del teatro— declara que no le incumbe, como si el sol que alumbra su terraza con vista al río fuese posible sin la oscuridad que borró las trazas de su padre.

Ella logró con astucia salir indemne y deshacerse del pasado que la incomoda. No sé qué habrá hecho con la memoria, pero de la prueba material —el par de carpetas que había mantenido a resguardo durante tanto tiempo por encargo de mi padre— se deshizo con mi ayuda en un pacto que a ambos convenía. Susana cumplió, nada tengo para reprocharle, y fui yo el que fallé y pagué, aunque aún mantengo una deuda que no podré saldar con ninguna moneda, la que contraje con mi padre, para la que preciso el coraje del cual carezco.

Pedro pagó con su vida por mantener un silencio y proteger la verdad que yo no dudé en quebrar, aunque para ocultarla. Me cagué en todo, nada más que para proteger mi pequeño mundo que hoy —acurrucado en el sofá— solamente puedo ver a través de un agujero, allá arriba.

Reviso el teléfono, por las dudas, pero no hay nada, y no es hora de llamar a nadie.

Por dónde andará el Toro. Abro mi compuerta, pero no veo más que a los lateros sentados enfrente, ahuecando sus manos sobre la pipa improvisada. Del perro ni rastros, que se joda, no me pienso levantar, que duerma afuera, me miento.

Enciendo el último cigarro mientras aguardo a mi acompañante, aún con el teléfono en mis manos. Tengo en la bandeja docenas de correos que voy eliminando, algunos leyendo de vuelo, otros sin siquiera abrirlos. Reservo para el final los que encienden alguna promesa que nunca se cumple.

No tengo rutinas ni horarios, apenas el trabajo semanal cuyo producto tanto fastidió a David y que un morocho medio gordo, en un auto terraja, con traje de uniforme y pinta de sorete, colocó bajo mis ojos hace un rato. No me importa desvelarme, ni siquiera si mañana es sábado o jueves después de Turismo. En mi guarida el tiempo no pasa.

Fue sencilla la mudanza del 1161 al 1175 —el subsuelo que me alberga, nuestra anterior oficina—, unos pocos metros que recorrimos juntos con Alfredo trasegando los escasos bienes que decidí conservar. De la oficina ya inútil, liquidamos, al kilo, los materiales de casi ningún valor que la editorial había publicado sin el menor suceso. Mantuve el sofá de tres cuerpos, mi actual lecho, el escritorio, la butaca antigua y una única estantería que tanto sirve ahora de ropero, placar de cocina y biblioteca. Del 1161, algo de ropa, las camisas, siempre blancas, los sacos de tweed y los únicos recuerdos de Pedro que me interesa conservar: la bergère, la Remington aún intacta, la Zenith que ya no zumba y no pienso reparar, y la cafetera italiana. Al fondo, para camuflar la banderola que da al pozo de aire —algún día, nunca se sabe, puede servir para algo más que ventilar, dijo un día el Flaco Arbelo— reubiqué a los Perros de la calle, enmarcados en rojo. Por último, a escondidas de Alfredo y envuelto en una funda de almohada, el kilo de metal frío que me intimida, pero también me tranquiliza y que bien podría servir algún día para redimirme y sellar la paz con mi padre, pero más aún conmigo.

Para Julieta —que cuando se aburre de sus compañeros de facultad, continúa visitándome—, esto es recool, José, aparte casi no hay nada de qué ocuparse, sos un genio. Agustina, si no fuera mi hija, seguramente pensaría igual que su amiga, pero no comprende, porque aún no ha alcanzado la edad que da comienzo a esa etapa en que los hijos —cuando al fin renuncian al ejercicio inútil de culpar a los padres de todas sus desgracias, y en el espejo descubren que no hay más imagen que las de sí mismos— van convirtiéndose lentamente en los padres de sus padres.

Debo reconocer, en contrapartida, que los estragos del fracaso han sido, asimismo, la causa de una extraña sensación de libertad que —aunque en solitario— me conforta. Las amarras han sido desatadas y ya no hay lazos que puedan atraparme, apenas ciertas rutinas —la lectura matinal en la escasa hora en que el sol se estrella en mi sofá, el paseo de domingo revolviendo cajones de ejemplares gastados, el faso vespertino que induce el descanso— que me distraen y ahogan los pensamientos que aún me perturban.

—Che, ¿cómo vas con la escritura? ¿Vas a seguir con el policial?

Esta fue la última pregunta de Tabárez en el Bacacay, ya de pie y en retirada. No se refería, era obvio, a la única obligación semanal que mantengo y me mantiene, una columna a la que titulé «Filosofía barata», en donde despotrico contra lo que me viene en ganas, a veces sin más fundamentos que la indignación, una especie de diletantismo acerca de los temas más variados: hoy la justicia, ayer ya no me acuerdo y, para el próximo jueves, aún no tengo idea. Ya escribí suficiente para la izquierda, que paga mal, tarde y, desde que escribo a sueldo para la derecha, no para de acusarme de renegado, traidor y cosas peores que ya no leo.

No, Tabárez me conoce y aunque sea de soslayo, sin aguardar la respuesta, coloca la pregunta exacta —casi como Inés— que evado.

—Ahí voy… Con la hoja en blanco.

Porque no tengo historia para contar y no hay circunstancia que compense el vacío interior. No me interesan los asesinos del quiosquero, el padrastro abusador, los cuerpos de los aspirantes a dealers enterrados en el basural. No hay misterio a develar cuando todo es tan obvio y el móvil es de manual. Con los otros, los únicos asesinos seriales que el país puede exhibir, lo intenté en una ficción cuyos únicos visos de veracidad despertaron a las bestias dormidas que se me echaron encima, recordándome —si hacía falta— que, por ahora, lo único permitido es el silencio.

—¿Y la cabeza? — insistió Tabárez.

No para. Pero aún, sin siquiera haber podido cerrar los ojos, se despeja con los focos amarillentos que se apagan y las piernas que —azuladas por el amanecer—reaparecen en lo alto. Me levanto para ejercitar la voluntad, porque es peor la angustia que desde hace un tiempo me invade al resignar la mañana, el café, las horas más lúcidas, reconocer que he perdido el tiempo alimentando un inconsciente que la apatía me impedirá rescatar.

Nada llega solo y he aprendido que —y me reconforta—atribuir casualidades no es, las más de las veces, más que otra forma de la haraganería, la de evitar preguntarnos hasta el final, intentando comprender la causa última. Me imagino en esas circunstancias, hace miles de años, ofrendando a la luna para salvar una cosecha.

Por eso, Susana y su reclamo, Mallo destripado, Quevedo y su enigma de thriller de tevé me depositan en la lucidez. Tranquilo, Tabárez, no voy a cruzar más rojas.

El primer café y el primer cigarro anteceden cualquier acto al levantarme. Luego, siguiendo el ceremonial, los diarios de la mañana —comprobar que da igual si me los salteara— y los correos, que, a partir de mis opiniones periódicas, alternan algún reconocimiento con unas cuantas puteadas que no me conmueven y, en algún caso, me divierten.

Pero hay un mensaje cuyo asunto no logro ubicar a qué grupo pertenece: El lugar vacío. Me resultó sugerente, también otro posible título, la ilusión de algo más que un me gusta, también que no tenía remitente, la decisión del anonimato en tiempos en que todos firman nada más que boludeces con timbre de gloria. Pero es suficiente recordar al inspector blandiendo su frágil prueba para que me resulte impostergable la lectura:

«Te conozco. Espero no haberte complicado el partido con la hoja del diario. Me pareció una buena firma, sin necesidad de más explicaciones. Te paso un adjunto que te puede interesar».

Tengo docenas de lecturas pendientes, las únicas que rescaté en la mudanza y están apiladas en el piso, junto a la bergère. Para el resto, seguí el consejo del Flaco Tancredi y, en una especie de venta de garaje sin fines de lucro, los expuse a la curiosidad de los jóvenes, animándolos a trascender los ciento cuarenta caracteres. Pasaron Alfredo, Agustina y Julieta que —aunque separadamente, qué necesidad— dejaron los restos que terminaron en la volqueta. Únicamente reservé —siempre según el Flaco— los que seguiré leyendo. Los de los dos viejos que, a pesar de vivir uno enfrente al otro, apenas se conocieron y alternativamente me consuelan y también me inspiran, intentando, uno, explicar lo indescifrable, los misterios que no tienen respuesta y nos justifican. El otro, íntimo, que resignó esas preguntas para descender al infierno interior. También las obras de un par de antiguos que escribieron, sin saberlo —estoicos y resignados— los primeros manuales de autoayuda. Por último —todos estos tomos no ocupan más que la mitad de un estante— la poesía al servicio de la escena en que la muerte no es más que un sueño.

Pero presiento que no hay más urgencia que leer lo que mi admirador ocasional me ofrenda y quizá contenga alguna respuesta a los sucesos que han regresado para alterar mi tránsito, que pretendo pase desapercibido.