El señor subsecretario

26 de mayo

El inspector Gualberto Quevedo sube con desgano y pesadez la escalinata del viejo edificio que no pisó en veinte años de carrera, pero que, ahora —desde que le han impuesto confianza—, no ha podido eludir, aunque en anteriores ocasiones nunca escaló estas alturas. Ajusta el nudo de su corbata con ambas manos y, al mismo tiempo, tira de las solapas y se acomoda el saco para luego alisar innecesariamente su cabello, siempre inmóvil. Ha llegado puntualmente a la cita de la que le informaron únicamente la hora, y el nombre y cargo de quien lo aguarda. Lo sorprendió la reserva que ordenó telefónicamente la secretaria:

—Una última cosa, inspector, me indica el subsecretario que no es necesario que informe a sus superiores de este llamado.

La advertencia, por imprecisa, es suficientemente clara para Quevedo, que no comprende aún por qué han decidido saltearse al menos un par de jerarquías. La política, supone resignado, mientras aguarda ya sentado en la antesala del despacho al que ingresó sin demora al anunciarse.

Lo han dejado solo. No le parece adecuado levantarse; «tome asiento», le ordenan y él cumple, hundido en el sofá de cuero negro cuarteado y excesivamente mullido al cabo de tantas esperas. Nada puede ver tras los visillos que nublan el vidrio de la puerta de madera —más añeja que el incómodo sofá— y, aunque oye la voz del subsecretario en frases entrecortadas, ningún sentido logra descifrar. Le cuesta acostumbrarse a su nueva situación, sin saber qué espera, cuando al oír el silencio y luego los crujidos de las tablas, resuelve incorporarse y renunciar al descanso, aún sentado. Coloca sus manos en las rodillas, la espalda erguida y las piernas firmes, verticales. Está ahora escuadrado y a la orden.

—Encantado, inspector, adelante.

A Norberto Zapatero que —de joven, hace cuarenta años, recorrió cloacas, disparó algunos tiros y terminó encerrado por quienes ocupaban exactamente el mismo despacho en que hoy recibe al inspector— las alturas le resultan ya familiares y, desde hace algunos años, se ha acomodado en distintos despachos, aunque ninguno como este, desde donde mantiene el orden y la seguridad, sin lugar a ninguna subversión.

Ensaya que está hablando con un par y, aunque intenta establecer complicidad, el inspector apenas asiente —nada más que por su jerarquía— cuando Zapatero explica que le han hablado de él, su ascendente carrera y el profesionalismo que lo distingue. «Vamos, largá de una vez», piensa Quevedo.

—El tema es Mallo. Ya pasó una semana.

—No hay mucho, señor subsecretario.

—Sé perfectamente lo que hay, es por eso que está acá.

—Entonces no sé qué puedo agregar… Usted dirá.

Zapatero, aunque es corto, se estira, relajado. Quevedo no puede permitirse distensiones. Es cierto, del acompañante de Mallo no hay noticias y el pedazo de diario que aún conserva no dice más que lo que está escrito.

—No va a ser fácil ubicar al que estaba en el auto con Mallo, lo comprendo. Y boca abajo… Ese no vio nada.

—También tenemos el artículo. La columna de Vittadini.

—Vamos, Quevedo, disculpe, pero eso es un chiste. No me diga…

Quevedo se incomoda ante la interrupción —pero, más aún, por el tono y el talante, sobrador y canchero, que le resultan impropios tanto del cargo como de la familiaridad que no tienen— y aprovecha la pausa que el subsecretario acompaña con sus palmas hacia arriba, reforzando su discurso, para retomar su informe:

—Vittadini ya fue interrogado, aunque digamos, informalmente. Por ahí, de momento, no hay nada.

—Ah, muy bien, muy bien.

Las palabras del subsecretario, que podrían referir a las actuaciones del inspector, no son más que para sí mismo, un indicio de satisfacción, donde a Quevedo no le queda nada para agregar.

—¿Qué sabe de Mallo?

Quevedo ha leído el expediente y ha accedido —en forma irregular, a través de la fiscal— a la información que hasta ahora supuso debía conocer. Pero la confidencialidad de la cita, que ahora suma vaguedades y un tono de cierta confianza que no se justifica, le hacen comprender que su respuesta nada agregará a Zapatero, cuya pregunta, retórica, es solamente una invitación:

—¿Qué debo saber?

—Me gusta, Quevedo. Simple, sin pérdida de tiempo.

«Simple», se repite Quevedo, que no acierta a comprender el halago y ha comenzado a molestarse ante el tono paternal.

—A ver, no le voy a agregar nada hablándole sobre ciertas costumbres de Mallo, su vida privada…

—Retribución a personas menores de edad para que ejecuten actos sexuales o eróticos de cualquier tipo: dos a doce años de penitenciaría. No excarcelable, aun sin antecedentes.

—Muy bien, Quevedo, muy bien, pero el hombre ya había pagado y la justicia terminó absolviéndolo, es cierto, en un fallo cuestionado. Él no sabía que la muchacha era menor…

—La niña dirá, ¿usted vio las fotos?

Zapatero ni piensa en responder, ha citado al inspector para que sea él quien brinde explicaciones, «quién es este milico de mierda», mastica con el asco que, a veces —cada vez más espaciadamente—, le provoca el asiento que ocupa. Descarga sus codos en el apoyabrazos y junta sus manos, entretejiendo los dedos, con los pulgares oprimiéndose mutuamente —casi al borde de su nariz—, y una mueca de desagrado en el rostro, que precede al giro que ahora deberá darle a la entrevista, menos amable, de jefe:

—Usted está aquí por sus cualidades profesionales como policía y, francamente, sus opiniones, porque no son más que eso, sobre las bondades o flaquezas del Poder Judicial no interesan. Usted está para cumplir la ley, no para estar de acuerdo. Esto es sencillo: ejecutaron a un hombre y usted es el responsable de encontrar al asesino. Punto.

Quevedo ya no ofrecerá la otra mejilla y decide aceptar, en silencio.

—Verá, Mallo era un hombre grande, un empresario con vínculos; en fin, que hay gente inquieta… Porque ya a nadie se le mueve un pelo con el asesinato del repartidor, ni la vendetta al que no paga o el balazo en las piernas para demostrar quién manda en el barrio. Pero vio que eso ocurre siempre lejos, al norte, zonas 3 y 4, muy lejos de donde viven los amigos de Mallo. Entonces, cuando ocurren cosas como estas, ahí sí les viene el miedo, se preguntan por qué no les puede tocar a ellos, ¿me entiende, Quevedo? Y ahí es donde entro yo: las llamadas, los nervios…

Si Zapatero lo sabe todo, piensa Quevedo, estará al tanto también de su visita al restorán de Mallo, donde la moza recuerda —por extraño— al solitario comensal que visitaba por primera vez la casa. «Ninguna seña particular: cincuentón, de pocas palabras, correcto, buena propina», recuerda la joven, aunque cuando el inspector puso frente a sus ojos una foto de otro cincuentón —al que se tuvo que bancar hace casi una semana en el Bacacay—, primero dudó y luego descartó: «No, no. No es…, pero podría ser. Barba, saco sport, camisa blanca. No, segura que no es…».

Quevedo, ya que Zapatero ha decidido descartar a Vittadini, decide mantener reserva; nunca se sabe, el buen inspector debe discernir en todo momento qué ocultar y qué revelar para no entorpecer la investigación. Ya ha comprendido definitivamente que ha sido convocado solamente para escuchar. «Adelante, señor subsecretario»:

—Queda claro entonces la prioridad del caso, Quevedo, aunque faltan algunas instrucciones y también, cómo decirle…, algunas sugerencias…

Sobre las instrucciones Quevedo no tendrá dudas, están para ser cumplidas. Lo que Zapatero llama sugerencias el inspector también sabe que, cuando provienen de la autoridad, tendrá que poner cuidado si piensa desoírlas.

—En primer lugar, reserva absoluta. En este caso, su jefe será informado de inmediato, usted reporta exclusivamente a mí, tome nota de mi teléfono personal, sin intermediarios. Ahora, si las pistas van por el lado de la chiquilina muerta, ni me avise, todos tranquilos, lo obvio… Aunque no la veo. En caso contrario, si la piola viene cagada, usted la agarra fuerte, sin asco, y me pone al tanto, sin demora injustificada.

—Disculpe, señor subsecretario, tengo la impresión de que me faltan datos. Quizá si me los diera…

—La información justa, a la persona adecuada, en el instante preciso. De momento, lo que no se ajuste a estos principios no será más que un estorbo. Trabaje, Quevedo. Y me mantiene informado. Por ahora tiene un empresario muerto y un pendejo como los que hay docenas atrás de cien pesos por una mamada…

—Y un periodista —interrumpe Quevedo—. Involucrado hace poco tiempo en otro crimen, en el Cerro, en los galpones que fueron de la pesca. Su auto incendiado, un NN decapitado, todo muy confuso. Luego, la demanda que le cayó arriba de otro impresentable, el tal Malfatti.

A Quevedo los datos le resultan suficientes y no piensa agregar —qué necesidad, si Zapatero debe estar enterado, piensa— que Vittadini puede conducir a la fiscal que procesó a Mallo, elementos suficientes para seguir investigándolo.

—Escritor, periodista, pensamos que era un perejil en su momento. Ahora no sé. Aparte, lo que tiene no es siquiera prueba circunstancial, un pedazo de diario… Le sugiero, por otra parte, que no mencione ese detalle. A nadie. No hará más que entreverar.

Quevedo ya ha entendido el mensaje del subsecretario, pero, aunque conoce la respuesta, decide hacer la pregunta, nada más que para su confirmación:

—¿Y si lo pinchamos?

—¿Sin orden judicial? Me extraña, inspector. Ni lo piense… Periodista en el diario que no deja de hincharme las pelotas todos los días con tapas que chorrean sangre. No, Vittadini es un renegado, un jodido, revolviendo siempre en la mierda. Casi nos mete en un… Olvídese de Vittadini, no nos va traer más que problemas.

El subsecretario ha perdido la elegancia y en cada instante de silencio que hace para encontrar el adjetivo adecuado, enérgico —un tono más alto en su voz—, golpea el índice de su mano derecha sobre la carpeta de cuero del amplio escritorio que mantiene al inspector a distancia:

—Por último: me acaba de llamar el ministro, que está preocupado por su esposa. Ella también, aunque, claro, profesionalmente, está metida en esto. Claro, él no sabe que usted…

Quevedo continúa inmóvil y, en este caso, ni siquiera por cortesía está dispuesto a asentir:

—… la protege. Haga lo que se le cante, somos todos grandes. Aunque, si decide seguirla cuidando, guarde las formas.

No hay de su parte más que el afecto por tanto placer —el que no conocía por creerse demasiado hombre—, la elegancia y el brillo, ausentes en la vida que ha logrado armarse y sobre la que ni sueña en tocar una pieza. De las tantas insinuaciones del subsecretario, es la única que lo afecta y sabe ya que obedecerá, no va arriesgar la casa en la costa que aún no terminó de pagar ni la otra construcción, que ya lleva veinte años en mantenimiento, aunque luce desgastada y solo sostiene en pie bajo la excusa de la niña, casi con la edad de Marilyn.

Le ha costado demasiados años de servicio conquistar el derecho a subir esos mismos escalones que ahora desciende y recibir órdenes —sin intermediarios— del señor subsecretario. No le importa el desprecio —que ambos saben es mutuo—, sino comprobar que está en carrera y que lo que podía resultar un atajo quizá se haya convertido en un obstáculo. La fiscal, que hasta hace un momento solo era presente, ya es pasado.

Lo que resta es trabajo. Zapatero no ha lanzado más que insinuaciones, tan propias de quienes han hecho de la conspiración un método, hace tiempo para delinquir —eso es lo que le han enseñado— y ahora para gobernar. Tendrá que trabajar solo y caminar a ciegas un camino del que Zapatero ha recorrido un tramo que decidió no describirle —para que él investigue, con prudencia y en soledad— y que recorrerán juntos, con recíproca desconfianza.

Si bien es físicamente cuestionable, cada uno de los escalones que acaba de bajar le ha resultado más pesado que a su llegada, cuesta arriba. Está irritado, aunque se esfuerce en disimularlo, pero, al llegar a la intemperie de la calle —y abandonar ese mundo desconocido e inseguro al que no pertenece y no sabe si aspira a pertenecer—, descansa protegido porque conoce sus reglas.