José Vittadini Bruzzone
27 de mayo
«¿Así que nos vamos de viaje? Seguro que vas a traer buen material. Yo también voy a estar ocupado, quizá a la vuelta, si te empeñás, nos conocemos. Van más adjuntos.»
El cuerpo del correo es breve, igual que el anterior; en tono irónico, aunque sutilmente amenazante, e intenta establecer connivencias que no me interesan ni creo que me convengan. Intenté —al primer contacto— tan solo un movimiento, una breve respuesta, «¿Quién sos?», que no demoró un instante en retornar a mi casilla bajo el rótulo de un destinatario desconocido, el mensaje en una botella fisurada que ha ido a parar al fondo del mar. Pude llamar a Quevedo y atender su advertencia, responder a Susana, consultar a Tabárez, pero no logré vencer la inercia y transformar la intranquilidad en movimiento.
Ha sumado en ambos contactos extensísimas redacciones, desordenadas e inconexas —que tuve que leer repetidamente para poder comprender—, pretendidas interpelaciones a mis colaboraciones semanales, estas sí descalificadoras y acusatorias. En suma, opiniones como tantas de las que recibo, aunque con pretensiones literarias, inabordables, seudofilosóficas y descentradas. Pero ha agregado también detalles —la luz amarilla que debería alertarme— que, si pudiera confirmar, lo ubican inequívocamente en la escena del crimen, aunque ha tomado todas las precauciones para no ser identificado.
No me arrepiento de mis reflexiones de hace quince días, que David calificó como una imprudencia, pero los hechos ocurridos —de los cuales no me atribuyo ninguna responsabilidad—, y el acoso posterior, me sugirieron moderación y decidí, para el trabajo que ayer se publicó, cambiar de tema e intentar algunas definiciones sobre mi actual ubicación política y el tímido espacio que queda para la resistencia, que a mi fanático seguidor le resulta —por decirlo suavemente— decepcionante.
También anuncié una próxima colaboración desde Nueva York, adonde el diario ha resuelto enviarme para cubrir la inauguración de una exposición de nuestro pintor en el Museo de Arte Moderno. Es apenas una semana de vacaciones pagas, que conseguí nada más que por mi amistad con el actual secretario de redacción, antiguo colega en los ochenta, cuando ambos hablábamos pestes del diario. No sé nada de arte —menos aún qué significan todos esos cuadraditos rellenos de barcos, peces, anclas, estrellas, soles y números, todo rojo, azul y amarillo, que son la piedra de toque de su obra y no consiguen emocionarme—, pero hace un tiempo me sorprendió la vigencia de sus impresiones sobre esta misma ciudad, cien años atrás.
Salgo mañana, todo ha sido imprevisto, pero aprovecharé el vigor tenue que me invade los viernes para despejar algunas incógnitas y no cargar innecesariamente la valija.
Quiero apagar el silencio, aunque ya no quedan discos que me ahorran el tiempo de elegir si conviene el Concierto en Colonia, los chirridos del cuarteto americano, las amabilidades de sus amigos nórdicos o los Standards sin viento, acompañado de bajo y batería. Ana Rosa elige por mí y yo me acomodo y ordeno, con el dial amarrado en el 97.1 de una Panavox portátil que transita por mi sótano sin pretensiones de fidelidad.
He citado a Alfredo Sequeira para la tarde, cuando termina su trabajo en el mismo diario en que publico. Fue mi fiel escudero en los últimos dos años de la editorial, en realidad, el que trabajaba y al que expuse —bajo su ignorancia, a la ligera y sin su consentimiento— en las transas fallidas con Omar y Torres, o Gómez, o como se llame quien me manejó como un pelele con ínfulas de conspirador.
Sabe —aunque no conoce detalles— perfectamente que la carambola a dos bandas resultó en pifia. Es testigo de las consecuencias, nunca preguntó nada y, cuando hice algún intento por aclarar, demostró un desinterés inconvincente, con cierto tono moralista y aire de superioridad que interpreté como si fuese el residuo, la lección aprendida de las lecturas de las cartas que Lucilio recibía puntualmente de Séneca —«Este te lo presto, pero devolvémelo», le dije cuando lo manoteó de la biblioteca— y a las que recurro, aleatoriamente, cuando mi aguja se desmagnetiza, enloquece y me quedo sin rumbo.
—Olvidate. Hiciste lo que tenías que hacer. Nunca nada está terminado. Siempre queda una vuelta más —me dice Alfredo.
Mantengo la culpa que —fruto del engaño—al menos pude atenuar recomendándolo como periodista cultural, oficio que cumple con decoro. Publica un par de notas semanales, livianas, acorde al público, realiza sugerencias y coloca la cantidad de estrellas que alumbran el pasatiempo y alejan la reflexión que inquieta.
—Che, bien, ¿eh? Nos quedó coqueto el bulo. No pagás alquiler, seguís en el barrio… Para tanto desastre. Y, aparte, un viajecito a «la capital», todo pago. Podría ser peor. Perdoná, ¿me podés sacar esta bestia de arriba? No sé, no es prejuicio, pero me da como cosa el hocico en el culo. Ya sé que es puro cariño… ¡Basta, Toro, no jodas!
Casi todos los que conviven con canes —no es el caso de Alfredo— no terminan de comprender y pontifican que tratarlos como tales se limita a darles agua y comida, sacarlos a cagar y después que no jodan. Esto descartando a las verdaderas bestias que, a cambio de tan poco —debería haber algo así como una carta que declarara sus derechos—, exigen la obediencia, la guardia y, a la orden, el ataque.
Dicen los ingleses de no sé qué academia que Toro —no hablan de él, claro, sino de cualquiera de su especie— es capaz de comprender el significado de hasta ciento sesenta palabras. Leí hace poco tiempo que una parte importante de los estudiantes secundarios del país no usan más que trescientos vocablos en su lenguaje habitual. No me interesa la exactitud de la cuenta, pero podría ser prueba de la fuerza de nuestro vínculo. Todo esto sin contar el lenguaje gestual, con el que sí puedo asegurar que lleva ventaja indescontable luego de nada más que cuatro años de convivencia. Basta una mirada, la mía o la de él, el gesto de una oreja erguida, un dedo apenas en alto, su látigo cimbreante o mi casi imperceptible arruga en el ceño para que ambos sepamos de qué se trata. Como si no fuese suficiente, resta la fiesta de cada recepción, cualquier día, a toda hora. Es mucho más que lo que recibo de casi todos los seres vivos que me rodean. Igualmente —y porque en general nadie aspira a entender, sino a confirmar—, ya no gasto ningún tiempo discutiendo qué significa tratar a Toro como un perro. Ellos se lo pierden.
Alfredo es muy joven, no tiene tiempo para estos temas, y el par de gritos no alcanzan para ahuyentar a Toro, que escucha, pero decide no obedecer, mientras lo acosa con su hocico hasta obtener el saludo —un par de caricias sobre su cabeza— el cual cree justificadamente merecer por parte de quien ha ingresado a su casa.
Ni se me ocurre proponerle a Agustina que se ocupe de Toro en mi ausencia. Supongo —a través de una transitividad que no tiene nada de científica— que igual lo aprecia, aunque no logra interpretar sus muestras de cariño, de cuyas trazas me tengo que ocupar pasando un trapo sobre sus pantalones para borrar la baba que le asquea. Se enoja y le grita, sin terminar de comprender el mensaje equívoco que transmite.
No lo invité para despedirme. Aceptó ocuparse estos pocos días del paseo diario, alimentación y lo que quiera de afecto. Le pedí información que, ahora, recostado en la que fuera su butaca cuando mi actual casa era su oficina y con las piernas sobre el escritorio, comienza a compartir:
—Gabriel Mallo. Lo que salió en la prensa no te lo voy a repetir.
—Está claro, lo que me interesa es lo que hayas podido arrancarle al sorete de Manfredini.
Manfredini —jefe de Policiales— no es peor que el resto de los cronistas mediocres que nada investigan y no son más que alcahuetes de la policía, a veces milicos retirados, incapaces de superar la jerga del parte oficial, sin más méritos que una agenda cargada de teléfonos a través de los que acceden a primicias a cargo de favores.
—Hoy se estrena una policial, ¿por qué no te vas al cine y te ocupás de lo tuyo? — me dijo, con su mano en mi hombro—. Ah, un gran saludo a Vittadini, si quiere algo que me llame. —Se dio media vuelta y chau.
—Gracias, igual —contesté.
—No, pará. Porque el pibe que escribió la nota…
—El aspirante al Pulitzer.
—Cagate de risa, sí, pero se fue a los archivos… Todo digitalizado, en un rato se puede trazar la historia de cualquiera, al menos lo público.
Me vino un flash. Vicios privados, públicas virtudes, buen título de una película de los setenta, hace demasiado, cuando Cinemateca era parte de la religión y hacíamos cola en la calle en pleno invierno, para la función trasnoche frente a la rambla, resistiendo a nuestra manera. No voy a interrumpir a Alfredo, a quien cada vez que refiero historias de esa índole, atiende nada más que por respeto.
—Te imprimí lo que hay. Está todo en este sobre. Tenés para entretenerte, material de los últimos cuarenta años. Le dejás comida, ¿no? Ah, también, que en la cana, el tema este lo maneja en exclusivo un tal Quevedo, ¿lo tenés?
Alfredo ha cumplido con una presteza y dedicación que me asombra, y que atribuyo, en porciones parejas, al afecto, pero también al recuerdo, que funciona como un reflejo de cuando componíamos una sociedad donde era él quien ponía el trabajo y yo bicicleteaba el capital.
Llamo a Susana. Que no se quiere exponer, dice, aunque no tuvo el menor reparo en subirse —el viernes pasado y frente a la pecera del boliche del que es asidua— a la nave ostentosa de vidrios oscuros que procuran discreción, aunque provocan exactamente lo contrario y abren sospecha sobre el ocultamiento. Cosas de milicos.
—Está bien, te espero en el Cocktail.
Es la penúltima en la lista de pendientes y el boliche me queda de camino hacia el encuentro semanal con David y Tabárez, que hoy será más breve para evitar sumar la resaca a la incomodidad de las catorce horas de viaje hasta el destino provisorio que me anima. Preciso cigarros —que le compro siempre a Trinidad, a la vuelta—, y este viernes decido descartar la avenida y continuar por Maldonado, para luego remontar por Andes, que en la ciudad es apenas una cuchilla en la que, en lo más alto, me aguarda Susana.
No tengo apuro y el camino que he recorrido tantas veces —aunque resulta imposible ningún cálculo exacto— me devuelve a recuerdos que me angustian. La esquina con Paraguay, que resume la historia del horror en una chapa de bronce —que no nombra a Iván, ni a Marcos, ni a Claudia, mis compañeros del Zorrilla que no tenían ni quince años cuando los encerraron—, me provoca un malestar que no logro ubicar con precisión en ninguna parte de mi cuerpo, pero que igual me descompone. No descarto que sea evidencia en contra acerca de mi escepticismo radical con respecto a la teoría de la energía que emiten los cuerpos inertes y que resulta funcional a tanto estafador que vende piedras que curan. Igualmente, la cárcel de esa esquina me sigue estremeciendo.
No hay ningún adiós, en una semana estaré de regreso, y podría subir por Convención, pero me obligo —para continuar mi ejercicio introspectivo y masoquista— a llegar hasta Andes donde no puedo siquiera mirar a mi izquierda, hacia Durazno, porque no sé si tendré el temple para cruzar mirada con la maldad que me robó a mis hijos, los de otra vida. Pero esa es una historia borrosa, lejana, a la que —para seguir viviendo— le he puesto un punto de incierto final.
No es la ciudad la que me habla, tampoco ninguna piedra, aun consintiendo que soy capaz de recorrerla —en la única parte que me interesa, desde la avenida hasta la rambla y desde la escollera hasta el bulevar— con la mirada al suelo y reconocer cada esquina. Porque, si así fuera, debería también —y aunque no merezco ninguna atención especial más que porque ella sabe que soy capaz de amarla—conversar con ella y recordar juntos el cigarro que apuró un nocturno, la mesa del bar donde quedé solo cuando las camionetas azules cargaban a mis compañeros o la madrugada por la rambla, luego del Nelson, camino a la noche más bella en mi refugio de la calle Piedras. Y, si eso ocurriera, debería aceptar que es una diosa. No es ella, soy yo, y hablo solo, en silencio, porque todas las voces —que acumulan preguntas sin dar tiempo a las respuestas— son mías.
Andes, al cruzar San José, comienza a cambiar el carácter y, aunque desde afuera no la alcanzo a ver, sé que estará de frente a la puerta, con la vista hacia la única salida, al final de ese estrecho corredor que deja las cinco mesas a un lado y a su frente despliega el largo mármol añejo, cariado por las melaminas verdes, rojas, amarillas, que acompañan bebidas que ya son historia y de las que Julieta, Alfredo o sus amigos no conocen su existencia. Sobre el final, antes de la puerta del baño que es solo para hombres, el museo con apariencia de bar exhibe otra pieza enorme, la Cimbali celeste y dorada, que maneja Walter para nosotros y no cesa de echar los vapores que empañan la luna turbia que completa la imagen de Susana.
—Ahora te vino la urgencia. Hace una semana que te pasé el aviso. Ando apurada y este tugurio no invita. Te vino la nostalgia, miralos…
En el Cocktail se toma de parado, sosteniéndose mutuamente con el mostrador, tras el cual se amontonan, en exhibición, botellas añejas e intactas, a las que la grasa y el polvo se han ido adhiriendo, como un altar que rodea la imagen de Pichuco y Goyeneche, pegados a otro espejo que les devuelve su historia.
—… Parece que todavía están esperando que les sirvan el trago que pidieron en el ochenta y tres.
—Querías reserva.
—Te quise advertir. Quevedo te iba a citar, pero, bueno, vos te atrasaste —como siempre— y él se adelantó. Ya no te puedo ayudar.
—Entiendo. Es viernes, estás apurada ¿A qué hora te levanta?
—No es tu único atractivo, pero, si algo te distingue, es la elegancia… No la pierdas.
No me viene mal el elogio —al que agrega el sarcasmo— que, aunque no atraviese ninguna superficie, me conforta y devuelvo, en el mismo tono:
—Como para compensar con el milico terraja, supongo.
—Qué poco comprenden ustedes, siempre midiendo, comparando tamaños. Arroz con hilo negro, José.
«Ustedes», nos comprende a todos, básicos y previsibles, ya me lo había dicho hace un tiempo esta feminista seductora que ama a los hombres y así desarma —sin fisuras— cualquier ofensiva.
Ahora apura el café y estira el brazo sin reserva hasta descubrir su muñeca que marca el tiempo que me queda:
—Es que creo que tengo una pista del asesino. No sé, puede ser una broma de mal gusto. ¿Vos conocés los antecedentes de Mallo?
—Un viejo cajetilla, que usaba la guita que se ganaba su esposa para comprar cosas a escondidas.
—¿Nada más?
—No sé ni me interesa más nada de Mallo, yo no lo solté. Y, si sabés algo, te sugiero te lo saques de arriba, no te metas en más quilombos. Yo ya hice lo propio, el ministro tuvo que aclararle a Zapatero que no me joda.
—Ese hijo de puta, bien que se ocupó de tapar todo el desastre del Cerro.
—Olvidate, José. Para mí es asunto terminado. Llamalo a Quevedo y arréglense entre hombrecitos.
—Quizá le podés adelantar algo. Lo vas a ver en un rato.
El ataque integral y sistemático —que cause daños tanto psíquicos como físicos— a una comunidad ya fue definido en Roma por un tribunal internacional hace veinte años. Alguien debería proponer entonces que la prohibición de fumar en el Cocktail sea declarada un delito de lesa humanidad. Porque, aunque no joda a nadie, al fondo de un corredor oscuro, no le está permitido apoyarse —con la mano en el aire y los dedos en alto— en el descanso humeante que sosiegue y arrime el segundo necesario para intentar la respuesta:
—Quevedo… ya fue. Quevedo es...
El aire de suficiencia no empareja con la mirada que elude, ocupada en liquidar el café y descolgar la cartera, instante que yo aprovecho para rellenar el hueco de la explicación que no me dará:
—Lo que siempre fue. Un milico. Podrá ser inteligente, corrupto, amable, joven, no importa. No hay adjetivo que altere lo sustantivo. Un milico es un milico.
Ni piensa contestarme y, aunque a su viernes no tendrá nada para agregar en las horas que restan, ya está de pie ante la urgencia del cigarro sin encender que retira de sus labios:
—Si vas por el Schiller’s, mandame una foto. ¿Cuándo volvés?
El pasaje del Salvo ya está cerrado y no tengo más que enfrentar la plaza inhóspita, las treinta y tres palmeras que de nada resguardan, siempre de frente al viento húmedo, rodeando al general, que nos mira desde arriba y yace profundo, sin que todavía hayamos podido digerir la renuncia ante el hartazgo de tanta traición.
David no vino, Tabárez está apurado y no me quiso dejar en banda:
—Nos tomamos una y me voy. Nada mal una semanita en la isla, ¿eh? La Meca para quien acaba de definirse como un liberal de izquierdas. ¿Es en joda? Lo de izquierdas, así en plural, vaya y pase, es tal la confusión. Ahora me están esperando y te confieso que dejar al Gordo afuera de este tema me parece casi una traición. Lo que es difícil de llevar es la conjunción. Izquierda, liberal: una síntesis compleja. Seguro que allá vas a encontrar colegas. ¿Novedades?
Sabía lo que me esperaba cuándo lo escribí y, aunque íntimamente no dejo de avergonzarme, prefiero el sinceramiento que debería acompañar a cualquiera que ya haya cumplido los cincuenta. Pero Tabárez está apurado y a mí me urge su orientación:
—¿Qué tal si tuviese data sobre el asesino de Mallo?
—Lo único razonable: llamá al milico que te está investigando y sacate el tema de arriba. Pero ¿tenés algo firme?
—Un par de correos de un demente que no firma y no pude rastrear.
—O sea, nada. No te ofendas, me esperan, pero a vos ya te acostaron una vez. No te compliques, José. No tengo claro por qué lo tienen callado, pero, si se ventila lo de tu nota en la espalda de Mallo…, todavía hay una investigación abierta de otra muerte en que casi quedé involucrado. Abrite.
Tabárez debió dar explicaciones cuando el esqueleto del Fusca celeste que me prestó apareció en el Cerro, bajo los escombros del galpón desmantelado que hicieron estallar Torres y Malfatti. Nadie reclamó hasta ahora el cuerpo sin cabeza que colocaron dentro del auto, los seguros ampararon las pérdidas, Torres obtuvo sus archivos y Omar, su dinero. En términos prácticos: caso cerrado.
Decido hacer caso a sus primeras palabras, no tengo nada —menos la voluntad de reunirme con Quevedo para rematar otro viernes a la noche—, aunque no puedo mentirme, el anuncio del mensaje que acabo de leer de reojo me distrae de su recomendación. Me voy en pocas horas. La ley y el orden tendrán que aguardar.
Leo: «¿Estás ahí? Paso un rato».
Retorno a casa e intento eludir, al llegar a Canelones —antes de cruzar y recorrer los últimos metros hasta alcanzar el portoncito bajo que me obliga a agacharme para ingresar a la cueva—, la montonera juvenil que se reúne en los boliches de la esquina. Oigo mi nombre en un tono algo más alto que el murmullo en que los treintañeros exponen bajo el acuerdo de la diversidad, donde todo es aceptable; nada está muy mal, tampoco muy bien, y no hay lugar para los extremos ni la polémica. Menos para la historia, que les aburre, ya fue, hasta que —si la estudiasen lo descubrirían— llegue una vez más la hora de los bifes y a ellos los encuentre sin los cubiertos.
Hasta hace un tiempo, obligado por Alfredo, hice un esfuerzo por acompañar, pero mis sueños ya desertaron y no puedo proyectar para dentro de veinte años, que son los que me sobran en esas mesas. Me siento, escucho y en cada uno reconozco ilusiones que compartí —y me oigo callado, recordándome—, aunque no tengo el derecho ni el brío para anticiparles, bajo la presunción del resentimiento, que ya vi unos cuantos finales donde la comedia fue mudando y el brillo culminó en pátina irregular, con destellos esporádicos, fundido a gris.
Hago que no escucho, también porque es el boliche que frecuenta Agustina, que se incomoda —y es comprensible— con mi presencia. Pero suena nuevamente la voz casi sobre mi oído, que ahora reconozco, y se suma un instante después a su brazo que enrolla mi cintura y los senos, que apoya en mi espalda y electrizan mi cuerpo:
—¿Lo tomo como un sí?
Julieta recién arranca la noche que pensé que ya se había cerrado. De Susana ya tuve despedida y Julieta desea la suya, que no me demanda más que placer, sin explicaciones:
—¿Estás con Agus? —contesto.
—Ya se fue. ¿Y?
—Mañana madrugo. Tengo que hacer la valija.
—Cruzo en un rato.
Bastaron un par de secas para alterar el tiempo y aumentar el goce de la improvisada ceremonia que a mí me deja exhausto mientras ella recoge desde el suelo la única prenda que fue necesaria retirar para el encuentro.
—Algún día me podrías llevar.
Asiento, aunque le miento —echado en el sofá, sin mirarla—, para evitar la crueldad, con la única convicción de que no habrá más que conocimiento carnal. Porque Julieta —y nuestros esporádicos encuentros— me coloca en un limbo donde los caminos son múltiples y cabalgo sin pertenencias entre dos épocas que no se conectan. No acierto el instante donde la historia se ha quebrado y yo penetro en su hendidura sin encontrar ningún refugio.
Aunque estoy cansado, intento postergar el sueño —para acortar el viaje— acomodando la escasa ropa para la primavera que me aguarda. No es tan tarde, pero la campana del teléfono que proviene de un número desconocido me sobresalta y el reflejo se antepone a toda reflexión:
—Disculpe la hora, es que sé que mañana se va.
—Usted siempre sabe todo.
—Es usted el que publica sus intimidades.
—¿Así que tengo otro lector? ¿Quizá otro admirador?
—Trabajo, nada más.
Todo hubiese sido más fácil si fuese yo el que lo llamaba, aún a esta hora. Pero Quevedo, una vez más, se había adelantado y, ante la sorpresa, apremiado, concluí que resultaría sospechoso que no le hubiese dado cuenta de los contactos del anónimo seguidor que pueden ser una pista. Tampoco conocía el contenido del sobre de Alfredo, que postergué para revisar durante el viaje.
—Trabajo y placer. Linda combinación.
—Me gustaría conversar personalmente con usted, pero los tiempos no me cierran, recién llego a Melo y hay un detalle…
—Melo… Estuve una vez hace muchos años. El fin del mundo, casi una parábola de la desesperanza. Todavía no escribía en ese entonces, pero me pareció que, si algún día me animaba, podía ser el lugar perfecto para ambientar la historia de un suicida. Aunque, por las dudas, si no quedó claro, de Mallo nunca supe de su existencia hasta la semana pasada, y, ahora muerto, me interesa todavía menos, si es posible. Y lo que escribí sobre la mierda que anda suelta, lo volvería a firmar.
—No se trata de Mallo.
En qué andarás, Quevedo. Me pareció innecesario preguntar nada y decidí que el silencio en este caso era sinónimo de sabiduría:
—Yo sé que pasaron muchos meses, pero haga memoria. ¿Usted recuerda con precisión a qué hora de la noche del 19 de agosto le robaron el Volkswagen, el que le prestó su amigo, el abogado, y que apareció a las horas con un regalito adentro?
Presiento que toda exactitud me colocará en terreno resbaladizo y que, para la mentira, conviene siempre la vaguedad que abre espacios, aunque no acierto a interpretar qué vínculos intenta establecer:
—Me extraña, Quevedo, una pregunta que no tiene respuesta. ¿Qué pensaría usted si yo le dijera que estuve vigilando el coche —como si hubiera sabido que lo iban a robar— para registrar la hora exacta en que se lo llevaron?
—Buena respuesta, aunque hay más detalles.
—En toda esa historia yo tampoco tengo nada que ver, también ya se lo aclaré. Y, si tiene algo más que vaguedades, nos vemos la semana que viene.
—Está bien. Una más. Acabo de leer su novela en el ómnibus, la del Turco y los famosos papeles. Siempre hay alguna parte que es verdad, ¿no?
Lo que me faltaba. Con la mayor sencillez, con una sola bala, Quevedo perforaba el blanco. Nobleza obliga, tuve que devolver la cortesía.
—Buena pregunta.
—Porque, si algo hacemos los milicos, es escribir. Mal, bien, pero todo, absolutamente todo. Y archivos tiene que haber. Y gente buscando, también.
—Yo ya no tengo nada. Y, de todo de lo que le he dicho, esto es lo más cierto. Búsquese el mejor hotel que pueda, en los pueblos del interior son todos una mierda, y descanse.
Hubiese preferido partir con el recuerdo de Julieta, pero más aun con la imagen de Susana, la que veo en el espejo del Cocktail, que me devuelve su partida a mis espaldas. El desazogado reflejo que la borronea descubre su despedida y los dos dedos sobre sus labios —apenas el rostro girado hacia mí— me contactan con una profundidad que resulta inalcanzable para mi joven amante.
Pero no deja de resonar la advertencia premonitoria de Alfredo que, luego de realizar el trabajo —otra vez no remunerado— que le pedí, me recordó:
—No te lo tomes a mal, pero la vez que te metiste con gente jodida… Mirá dónde estamos. En un subsuelo.
Lo leí una vuelta escrito por un yanqui que aliviaba con opio la alternancia entre ansiedad y depresión. Decía, más o menos, que, al hombre, para alcanzar la felicidad genuina, debería alcanzarle con el minúsculo territorio —que para el caso resultaría ilimitado— comprendido por las cuatro paredes de su sala. Su obra más célebre, como confirmación, resuelve el misterio del cuarto cerrado en un departamento de la parisina rue Morgue. Al tiempo, otra lectura —esta vez de un francés, también depresivo, que recurrió al delirio místico luego de dedicarse a la física y la matemática, y escribió dos siglos antes que el yanqui— confirmó, por oposición, que las desgracias del hombre no son más que la consecuencia de no ser capaz de estar tranquilamente sentado y solo en una habitación.
—Todos se copian, José —dice Tabárez y agrega—: Y la presunción de que evolucionamos no es nada más que eso, una especie de gran mentira que el género humano ha creado para aliviarse. Estamos casi en el mismo lugar que cuando nos bajamos de los árboles.
Hablábamos esa noche de una novelita rusa, que él no había leído y que yo consideré menor. Su protagonista, un enano intelectual, si lo comparáramos con Raskólnikov, es un hombre malvado y desagradable que —con estas exactas palabras se describe—, a sus cuarenta años, se ha instalado definitivamente en un cuarto feo y destartalado de Petersburgo, y narra sus memorias desde su subsuelo moral.
—«El deseo y la voluntad, no la razón y el interés, sin importar el precio ni el resultado, eso es lo que mueve el hombre». Te leo más: «Pero el diablo sabe lo que cuesta ese deseo…». ¿Qué te parece, Tabárez?
—¡Qué hijo de puta!
—¿Compartís?
—¡No! ¡Sí!
—¿Qué?
—Es que este también es un copión. ¿De qué año es la novelita? —me pregunta.
—1864.
—El alemán, al que los burros acusan de pesimista, una injusticia, se murió cuatro años antes. Claro, el ruso esperó a que se muriera para levantarlo.
Nunca más volvimos sobre el tema. En mi caso, porque mi cultura es superficial, propia de un aficionado que no logra sobrepasar los límites de su propia haraganería. Confío, como en tantos casos, en Tabárez, que sacrifica el placer de la lectura por el estudio y, a la vez, desprecia la Academia.
Estoy nuevamente echado, en medio del sopor al cabo de la gimnasia con Julieta y la punta que acabo de liquidar, consintiendo que, paradójicamente, he alcanzado —siguiendo a los sabios, aunque en realidad por falsario—, al menos, las condiciones materiales para la felicidad. No me queda más que el subsuelo, que construí palada a palada, con desprecio a la razón, por simple vanidad. Si tanta lectura fuera de provecho, debería saber que la felicidad no me aguarda afuera.