Los trabajos del inspector: Parte I

Zona 4

27 de mayo

—Dice mi abuela que vio todo. Que cruce. Que pensó que no iban a venir más.

Egipto amontona a un lado pajonales anegados, en una especie de rambla sucia sobre la bahía, que, de este lado del Cerro, no es más que una cloaca donde solamente el frío de la mañana atenúa los vahos malolientes.

El inspector ha resuelto madrugar —como de costumbre, pero también para aprovechar el horario en que el barrio duerme— y recorrer las ruinas del galpón, los hierros retorcidos, las chapas tiznadas, la resaca que permanece al cabo del desguace del vecindario, que ha rescatado las sobras que a alguno servirán para armar otra pieza en el fondo.

Pero no logra pasar desapercibido y el niño que lo acompaña, que ahora camina a su lado, le muestra —«Allá, aquella celeste, la que tiene planchada, ¿ve las cortinas verdes?»— una casa que destaca de las restantes, que tienen bloques a la vista y techos de lata abollada.

Ha transcurrido casi un año de la explosión y el incendio, que se apagó sin ayuda y tras el cual emergió el Fusca donde descansaba el hombre sin cabeza y aún sin nombre. Ya estudió el expediente, que se reduce a un par de diligencias policiales en el cual no figura más que el nombre de Vittadini, que fue absuelto tras presentar la denuncia del robo del auto esa misma noche, propiedad de un tal Tabárez, abogado. El galpón, abandonado desde hacía años, formaba parte de los bienes embargados a una empresa pesquera que había dado quiebra y no hay datos de sus propietarios, que tampoco fueron citados. También se ocupó, esta vez revisando la prensa de esos días, de la acusación que Omar Malfatti le hizo a Vittadini por plagio. No tiene idea del vínculo entre estos hechos separados por escasos días. Menos aún qué tendría que ver Mallo con todas estas confusiones, pero ha decidido hacer su trabajo y desobedecer a Zapatero, que tampoco le aclaró —en tono airado, irritado y nervioso— cómo ni en qué grado estuvo a punto de ser involucrado en estos episodios.

Con Malfatti no tiene chance. Pocos días después del acuerdo judicial, se subió a un avión con destino a Nueva York y nada más se supo. Resolvió comenzar por el principio y visitar el área del desastre, acerca de la cual tampoco se realizó peritaje de ningún tipo.

—A ustedes se los ve de lejos. Y, cuando llegan, no es para ayudar. ¿A qué vino?

La vieja habla con el cigarro húmedo apretado en su boca, sin mirarlo, mientras riega los canteros del patio de portland —donde se amontonan tachos y tachitos ferrugientos que albergan plantas deslucidas— limitado por la valla de palos desparejos y el muro azulado, que de lejos parecía uniforme. Ahora lo atiende, aunque los zapatos de Quevedo, negros e inmaculados, siguen apoyados sobre el barro de una trocha con aspiraciones de vereda:

—Es usted la que me llamó.

—Yo esto ya lo conté. La misma noche. Y a los días, de vuelta. Me iban a citar… Yo pensé, quién me mandó. Al final, mejor. No iba a ganar nada.

No hay declaraciones de ningún vecino en el expediente que Quevedo ha revisado. La vieja ahora deja el balde en el piso y se aproxima, aunque sin trasponer el cerco, dejando —por ahora— a Quevedo por fuera:

—Se ve que no les interesa demasiado. Caminando por ese mugrero lo único que va a encontrar son ratas, o perros, o algún gurí chico, playeando.

—Su nieto dice que usted vio todo.

—Yo estaba sentada ahí mismo.

La brasa radiante, al cabo de la última chupada, señala un banco improvisado —cuatro bloques sueltos en donde apoya un tablón grasiento— con respaldo en la casa, donde ahora el inspector y la vieja comparten la platea con vista al culo de la ciudad.

—Yo vivo hace años acá, de antes que llegaran las pescaderías. No era tarde, pero claro, pleno invierno, ya era de noche, y, como estaba lindo, salí a fumarme un tabaco, tranquila, pa’ que no me jodan. Este, los hermanos, los padres, el viejo. Salgo siempre, después de terminar todo. A pensar… Pase, siéntese.

Quevedo y la vieja están frente a la pantalla que, a la derecha, a unos cincuenta metros, cruzando Egipto —bajo la única luz de la noche sin luna— presenta el galpón todavía enhiesto:

—Llegaron primero tres autos, el último parecido al suyo, así, grande, de vidrios oscuros, derecho para el galpón, que tenía el portón del otro lado. Venían despacio, tipo cortejo. Los de adelante eran igualitos, blancos. Los ubico porque son como los que vienen siempre a jodernos a ver si conocemos a fulano o mengano, se piensan que somos todos chorros… El primero iba solo con chofer, pero el segundo llevaba acompañante, en el asiento de atrás. En el último, ni idea. Enseguida, prendieron luces adentro y ahí nomás llega el autito, un escarabajo. Paró ahí, justo enfrente. Venía despacito, con las luces apagadas. A ese sí lo vi.

—¿Cómo era?

—Ah, yo qué sé, si acá de noche no hay una luz que ande. Lo que le aseguro es que ese no era milico. Por cómo caminan, así como usted. Usted es milico, ¿no?

—Inspector Gualberto Quevedo.

—Seguro que hay alguna cagada. Si no, para qué va a venir. Ustedes investigan cuando les conviene…Perdón, Azucena De Souza. Barba, saco…

—¿Lo reconocería?

—Yo no conozco a nadie. El hombre se baja y agarra para los pastos, medio agachado como escondiéndose, hasta que se arrima al galpón y ahí se queda un rato, se ve que mirando para adentro, a través de las chapas. Ahí, no me pregunte cómo, aparecen dos grandotes por atrás, le embolsan la cabeza y chau, para adentro. Lo mismo con el autito celeste, que les costó arrancar. Qué habrá pasado, media hora. Y ahí, de vuelta, el cortejo, se fueron como vinieron. Pero ni habían llegado a la calle cuando se sintió la explosión. Ellos como si nada, siguieron de largo. Ahí fue que llamé a los bomberos. Una hora y media demoraron. Raro, ¿no? Cuando llegaron no quedaba nada. Bueno, nada es un decir, abajo del techo, el autito. Y adentro… Yo pienso que debe de ser el dueño, el que llegó último. Pero nunca se aclaró.

—¿Y a quién le contó usted esta historia?

—Primero a los milicos, que llegaron al toque, pero miraban de lejos, que había que esperar a los bomberos. Y, al otro día, creo, a otro que llegó, así como usted, solo.

—¿Se acuerda del nombre?

—¿Cómo me dijo que se llamaba? Ya no me acuerdo ni del suyo. Era medio bajito, veterano, de bigotes. Ese tampoco era milico, pero medio que me habló mal. Que si era necesario me llamaba, hasta hoy…

—¿Nada más?

Azucena se recuesta en la pared —las dos manos afirmando el tablón, con la vista en la ciudad, más allá de los pastos y el agua negra— y duda:

—¿Hay algo?

—¿Qué?

—No sé. Algo, nada. Todo sirve. A los botones que vinieron primero no les importaba nada, no le digo que se quedaron quietitos viendo cómo todo se venía abajo. El veterano me prepoteó. Pero usted…

—Yo trabajo.

—Es que yo saqué unas fotos cuando se iban, con el teléfono.

—¿Y por qué no las mostró? ¿Las puedo ver?

—Si todavía no las borró… No se veía nada. Las puede tener mi nieta, que se llevó el teléfono. ¿Qué? ¿Se las voy a dar por nada? ¿Qué gano?

—¿La puede llamar?

—Se fue hace unos meses. Y sí, dieciséis años, bonita… Que Dios la ayude… Pero no llamó más. No atiende. Ya va a volver.

—¿Me avisa?

—Sí, pero traiga algo.

Quevedo no debió aclarar a sus superiores —seguía estrictas órdenes del subsecretario, que estaba apurado— que se tomaría un par de días para reunir información y que no contaran con él. Por la nieta de Azucena, a quien ni su familia buscaba, solo restaba esperar. Los autos blancos los conoce bien, de cuándo le tocó manejarlos. Del hombre que manejaba el autito, de saco y barba —y no era al que prendieron fuego— tiene la certeza, aunque no puede probarlo. El auto grande, de vidrios oscuros, lo inquieta. El otro, el que vino al día siguiente, que no era milico, veterano, petiso, de bigotes, prepotente, al que cree reconocer, le preocupa aún más. En cualquier caso, y pese a las turbiedades, nada indicaba que Gabriel Mallo se hubiese embarrado los pies en esos pastizales.

Había comenzado por Vittadini, para confirmar el descarte sin demasiado fundamento en que se había empeñado el subsecretario —su eventual jefe—, pero también porque le significaba apenas un desvío de su destino, el conjunto de bloques grises con ventanas pequeñas y oscuras, sobre la esquina de los dos ríos que, a lo lejos, desde la ruta, simulan silenciosos y vacíos, pero que, a medida que Quevedo traspone cercas y portones, permite oír y ver, tras cada agujero, el vómito de insultos que arrojan los rostros apretados contra los barrotes.

El inspector ya leyó detenidamente todas las declaraciones del caso. Ya leyó a la esposa, a los hijos, a los empleados del restorán, pero ha descartado continuar investigando el lado A de la vida de Gabriel Mallo, donde no había lugar para recorridas nocturnas con los primos de los que ahora, estrangulando las rejas, desde lo alto, le gritan «milico puto» a Gualberto Quevedo, que ingresa a una pequeña sala, donde aguarda al padre de Marilyn. Tampoco piensa ir a la otra cárcel disfrazada de hogar, donde Rodrigo, que vio a Mallo una sola vez y ni siquiera de frente, nada puede aportar.

Ya se lo advirtió el subsecretario, no será posible cargarle a ninguno de los dos el cuerpo del abusador, pero ha resuelto cruzar la ciudad, no por la certeza de la inocencia de un padre que no conoce la culpa, sino porque es hasta ahora el único que, sin nada ya para perder, ha insinuado una historia —que tiene cuatro décadas y cuatrocientos quilómetros— que quizá pueda completar el perfil que Mallo ocultó aun para sus más íntimos.

—Yo sé que hice una cagada, pero le aseguro que no la pasaba mal. Nunca la obligué. ¿Menor? La madre la tuvo a los trece y no era la primera vez. Ustedes hacen las leyes, pero no saben nada. ¿Qué quiere saber? ¿De hace cuarenta años? ¿Cómo? ¿Boletearon al viejo? Yo no tengo nada que ver. ¿A usted le parece? Ni sé más nada de lo que le dije al juez. El viejo nunca laburó, un vago, un aristócrata venido a menos. Sí, tenía campo. ¿Que qué tenía que ver con los milicos? Todos teníamos que ver con los milicos. Aquello, más que un departamento, era un gran cuartel. Yo era un guacho, les hacía los mandados y me ganaba algún peso. Pero mire que había un montón de alcahuetes, no solo Mallo. Jugaban con los caballos, comían asados, de noche la seguían. ¿Y yo qué gano hablando con usted? ¿Módulo 3? Está bien, ahora sí. Con el que tiene que hablar es con Perugorría, en Melo, si todavía no se le prendió fuego la cabeza de tanta ginebra. ¡Qué va a ser milico! No, ahora es bolichero. Pero en aquellas épocas era mozo y bien que oía todo. Lo conoció bien al viejo. Y a los amigotes, vaya y pregúntele. Él sí que conoce historias. No se olvide: módulo 3. No me cague, ¿eh?

Resta ahora recorrer medio país sin saber qué está buscando. Ha resuelto no manejar para poder descansar, pero también porque, en esa otra ciudad, que no es más que un pueblo, su nave no pasará desapercibida y todo forastero es sospechoso. Ha mudado también el traje que le incomoda y delata, y apenas carga en su bolso el escaso material que pudo reunir sobre Gabriel Mallo y una novela policial que habla de la prehistoria, pero que se obligará a leer.