Los trabajos del inspector: Parte III

El vasco rojo

Melo

27 de mayo

—Los estaba esperando. Algún día iban a venir.

Quevedo no comprende el plural de este casi anciano que lo sorprende hablando desde la sombra, escondido tras el mostrador, sin que él lo alcance todavía a ver, apenas un paso antes de apoyar su pie en el umbral de mármol tallado con suavidad y lentitud por las pisadas de todos los que han entrado antes que él.

Banderines presuntamente sedosos; almanaques con paisajes desconocidos que el sol de Melo ha vuelto en tinieblas; copas de plata falsa, descascaradas; la camiseta a bastones azules y blancos con el cinco bordado en lana roja, en relieve; afiches de jugadores, hincados, de pie, con los brazos en alto; medallas doradas que cuelgan de cintas rojas, azules, verdes, brillantes y fotos, muchas fotos, enmarcadas o simplemente pinchadas, todo, absolutamente todo, patinado por sucesivas capas de historia y pringue, ambientan las paredes de este relicario abandonado que se ha abierto al inspector.

Camina con dificultad, mientras enciende las luces que lo descubren y relucen apenas algo más que la esquina, tan lejana del centro, a pocas cuadras. Pasa a su lado y trapea desprolijamente otro mármol, más pequeño, de la mesa más alejada, donde está la silla que Quevedo acepta, mientras atiende la ceremonia que inaugura otra noche, idéntica a todas, del boliche del vasco rojo que no se llama Perugorría.

Despliega las celosías, que como alas sucias y quebradizas chirrían sobre los pernos oxidados, acomoda las sillas que faltan y lanza, al aire, medido y exacto, el trapo sucio, que no precisa mirar para saber que ha caído al centro de la pileta.

Ahora se sienta y abre sus brazos, con las palmas a la vista:

—No pienso abrir la boca, menos con un milico. Haga lo que tenga que hacer. Después de todo, duré cincuenta años más de lo que debía.

—Con Arrarte habla… O al menos él lo escuchó. Ya sabe quién soy y por qué vengo.

—Eso es otra cosa. Está esa niña, Marilyn, por medio. Y eso que le advertimos.

—¿Quiénes? ¿Usted y Arrarte?

El vasco rojo levanta los hombros y alza su brazo izquierdo haciendo girar su mano sobre sí misma, aceleradamente, para espantar a la vez las moscas y las sospechas infundadas del inspector, con desdén:

—Nada. Olvídese, ya no hay nada para hacer, esa es otra historia. Ahora, si se vino hasta acá, será porque tiene algo más que curiosidad.

—No tenía más que una sugerencia, del padre de Marilyn, hasta hace un rato. Ahora creo que tengo mucho más, aunque no sé cuánto.

—Lo escucho.

—A ver, me parece que no entendió.

—Es usted el que debería poner más atención. Ya vengo.

El viejo se levanta y se dirige hacia la puerta, que ha conservado bajo su vista, para despachar, sin permitirle el ingreso, a su primer cliente, y ahora la entorna y vuelve a apagar la única lámpara que ilumina el acceso, haciendo espacio para que Quevedo acomode las fichas.

—Es temprano, pero en un rato esto comienza a poblarse. Vamos.

—No se preocupe, me voy en el de las ocho y media.

No prosperará la rutina, piensa el inspector, que decide cambiar el libreto y desplegará las piezas de un juego incompleto, del que supone que el viejo mudo, que ahora lo enfrenta, puede apuntar algún tanto.

—1974. Gabriel Mallo, al que usted conoce y que quizá estuvo en esos días sentado en esta misma mesa, compra cuatro mil cuadras de campo. Nadie sabe cómo hizo para conseguir esa fortuna.

Fiel a su promesa, el vasco rojo, con la vista fija en el milico, no mueve un músculo y Quevedo, al que le queda menos de una hora para la partida, decide saltar al vacío, con su mano apenas sujeta a la débil cuerda de la ficción que, por motivos que todavía no descubre, tantos contratiempos le han costado a su autor. Supone que, si toca la nota necesaria, el hombre cansado, que lo escucha con atención, arrimará el cabo que le falta para revelar esa historia confusa —en que nadie parece decir la verdad— a la que se agregan los chismes que esparció Arrarte, que abren un camino posible.

—1974. Un español, que llegó nueve años antes, el mismo año que usted, ¿no?, que se hace llamar Saavedra.

El viejo apoya su mano derecha sobre la mesa y la izquierda en su pantorrilla para impulsarse. Recorre una vez más el camino hacia la puerta, ahora algo encorvado, sus zapatos raspando los arabescos descoloridos y borrosos, coloca un cartelito en el exterior y clausura definitivamente el ingreso. Vuelve, a la vez que acomoda su camisa arrugada en la bombacha, enciende el tabaco pardo, que al menos logra atenuar los alientos del encierro, y se sienta, o más bien se echa, para seguir escuchando lo que ya conoce:

—Saavedra, que en realidad no es otro que el Turco, Samuel Fasara, su viejo compañero, con el que huyó después del secuestro y los asesinatos. Claro, la plata quedó con él, y varios problemas le trajo. Usted, en cambio, prefirió el retiro en un pueblo, a dos cuadras del culo del mundo. ¿Perugorría? No me interesa su verdadero nombre. Tampoco me interesa su historia y no vine aquí a buscarlo por lo que haya hecho hace cincuenta años. No me meto en guerras ajenas, mi misión es aclarar el asesinato de Mallo, en el que, está claro, la pobre desgraciada nada tiene que ver. Lo que ocurre es que, inesperadamente y al cabo de un café y alguna lectura, encuentro algunas coincidencias. Y ahí es donde aparece usted.

La nada que le devuelve el viejo, para Quevedo, se convierte por defecto en signo de asentimiento para continuar:

—Entonces, ya que ambos sabemos que ni el padre ni el noviecito tienen nada que ver, ¿por qué lo mataron?

—Por desgraciado.

—No puedo volver con esa respuesta. Pero hay más. Resulta que el famoso Turco no tiene mejor idea que continuar acá, hay que joderse, lo que venía haciendo allá, sabe bien de lo que le hablo: secuestros, bombas, tiros. Y todos sabemos cómo terminó. Salió en todos los diarios: acribillado luego de liquidar a tres milicos, cuando iba a la caza del cuarto, el más pesado.

—Todo historia vieja.

—A Mallo lo ejecutaron hace menos de diez días. Y la historia del Turco, aunque añeja, nunca se aclaró.

—¿Y?

Ha pulido, durante años de preguntas sin respuestas, nada más que observando el tic involuntario, el sudor de la ansiedad o más profundo, la elusión de la mirada que simula el desinterés, su capacidad para discernir el momento de la estocada:

—No tengo mucho tiempo y usted me lo está haciendo perder, porque lo que voy a contarle, usted ya lo sabe, pero lo hago solamente para darle una oportunidad.

—O sea que se vino hasta acá a hacerme un favor, no me joda.

—No, pero puede aprovecharla.

Quevedo abre una carpeta llena de papeles que no necesita y los despliega sobre la mesa, colocando como tapa, para que no se le vuelen y tampoco resulten legibles, la novela de la que el Turco es uno de los protagonistas. Debe actuar con convicción que, al tono de voz, ahora enérgico, acusatorio, de milico, suma su dedo que golpetea rítmicamente sobre el material que ha tendido bajo los ojos del viejo para amedrentarlo:

—Usted, Fasara y otros tantos secuestraron, ese mismo año en España, a no sé qué obispo, amigote nada más ni nada menos que de Franco. Todo se fue a la mierda, policías y delincuentes muertos, menos la bolsa de guita del rescate que lograron sacar no sé cómo, con plata todo se arregla, ¿no?, y con la que llegaron al país. Tampoco me interesa por qué, ya le advertí que no estoy aquí por usted, es Fasara quien se queda con la guita. De usted no se sabe más nada, se convierte en Perugorría, el mozo del boliche de Santos. ¿Miedo?, ¿arrepentimiento? No me interesa, problema suyo. Pero Fasara decide continuar con la causa y colocar toda esa plata en una especie de plazo fijo en el banco de la revolución. Persistente el hombre, todo va viento en popa, era muy guapo y tenía billetes, con los que, entre otras cosas, compra campos en Cerro Largo. No para él, por supuesto, para la causa, como inversiones, aunque también, a veces, como escondites. Pero, como ya sabemos, nuestros guerrilleros comienzan a hacer macanas, los milicos toman las riendas y, en poco tiempo, todo se va al carajo y Fasara con ellos. El Turco era duro, pero para rescatar lo que quedaba e intentar la fuga no tuvo más remedio que transar con los campos de Cerro Largo. No le dieron tiempo para leer nada, solo para firmar una venta trucha sin llegar a saber quién era el apropiador. Luego, con los campos ya entregados, intentó un triple salto mortal, con el que casi cae parado, pero terminó en medio de la calle con el cuerpo lleno de plomo, lo que leyó en los diarios, hace cuarenta años. Es de lo que habla este libro. Puede parecer el fin, aunque para mí es un comienzo. En resumen: Que fue Mallo quien puso la otra firma en la transacción con Fasara, aunque queda claro que para pagar algún favor.

—Usted es un imbécil. Viene acá con sus libritos, por favor.

Está acostumbrado al insulto, que, en otras circunstancias, precedería al sopapo o a la patada que voltea la silla, aunque, en este caso, advierte, no hay ofensa, sino una forma de la advertencia y el signo de que ha dado en el clavo.

—Y usted, un cobarde, oculto en este boliche mugriento, haciendo carrera para quedarse al final con una barra desde donde sirve un vino suelto que seguro ni se anima a probar. Y ahora, que le llega la chance de hacer algo, se disfraza no sé de qué. Resultó un gallego como tantos, la vida entera encerrado en el bar.

—Vasco.

—Es lo mismo.

—Otro burro, como todos los milicos.

No aguanta la quietud y otra vez se alza, aunque esta vez con ímpetu, casi con la misma fuerza, si fuese posible, que la que desplegó para meter en la camioneta al cura fascista. La que tuvo que contener durante años, sirviendo copas, oyendo conversaciones infames, en silencio, sumiso y dócil. La misma fuerza que debió resignar al leer el diario que el inspector le recuerda, cuando otros milicos festejaban que cayó el Turco, y le pidieron otra para festejar. Acaba de escuchar lo que con esa misma fuerza se ha esforzado por ocultar y ocultarse, aturdido de tanto silencio.

—Sabía que algún día iban a venir, aunque antes esperaba a los otros, por la plata, los que lo dejaron tirado. No a un miliquito joven, que habla muy lindo, pero no sabe nada.

Ha regresado con la botella y dos vasos sin hielo, que luego de servir, deja sobre la mesa, porque la va a precisar.

—Este es del bueno.

Para el inspector no hay pasión, pero ha apretado la palanca hasta el punto exacto y deberá aguantar, casi por clemencia ante el vencido.

A los dos hombres, enfrentados y en penumbra, tan solo los ilumina el reflejo de la única lámpara —débil, la que alumbra la caja— sobre la botella amarillenta y opaca por tanto manoseo.

—Mantuvimos contacto un buen tiempo. Él también era mozo, qué destino luego de tantas vueltas. La plata no me interesaba, siempre trae problemas. Que hiciera lo que quisiera, nos habían traicionado, nos dejaron solos, y no me pareció mal que él reivindicara su uso cuando empezaron a reclamarle que la devolviese, desde allá. Sí, empezó a mostrar los cojones que lo adornaban, hasta cierta fama tenía. Por eso, cuando lo agarraron, la saña fue tremenda. Eso no se le hace a un hombre. Los que hacen eso no son hombres. Lo puedo oír.

Tiene los ojos casi cerrados, porque precisa revivir y también porque precisa oírse, de una vez por todas. Quevedo debería interrumpirlo, ha venido por Mallo —pero ahora también por su vínculo con Fasara y la posibilidad de que esa ficción no sea un cuento—, no por una confesión, pero no se anima a faltarle el respeto y decide continuar en silencio.

—Porque los pude oír… Ellos pidiendo una y después otra, hasta ablandarse, despreocupados, sin el menor cuidado del gallego que les servía y no entendía nada. Mallo se casaba en esos días. A Fasara lo tenían en el cuartel. Lo tuve a tres cuadras. No pude dormir esas noches. Y, como si fuera poco, tener que bancar a ese miserable de Mallo, sus confesiones, arrepentido, saturado de alcohol y vaya a saber qué más. Y yo en silencio.

Ha vaciado de una vez su vaso y vuelve a servir. Quevedo aguarda callado y, más por conveniencia —no confíes en el que no toma, le dijeron hace mucho, en otro boliche— que por solidaridad o placer, bebe despacio, aunque no impide que complete su copa.

—¿Qué iba a hacer? Acá yo trataba con muchos milicos. Pero estos no eran de acá, eran distintos, unas bestias. Cualquier intento hubiese sido inútil y me hubiese descubierto. Me arruiné la vida, abandoné a un hermano. ¿Me entiende?

Quevedo balancea varias veces su cabeza, complaciente, aunque hasta ahora no sabe más que lo que él mismo ha contado. Pero el corte dramático del viejo, que utiliza para volver a cargar, le da la oportunidad de reencausar esta catarsis inesperada:

—Mallo se casaba, me dijo…

—Lo conocía muy bien de las jaranas que armaban después de retirarse de aquí, todos en pedo, directo al quilombo. Mallo tenía algunas costumbres, de maricón, que acá son normales todavía. Pero él se cagó, lo chantajearon, que le iban a contar a su novia qué era lo que hacía cuando decía que venía a trabajar al campo. Y él les firmó, es cierto, la apropiación de los campos del Turco. En esa mesa. Al Turco, a los pocos días, se lo llevaron a la capital y luego pasó lo que pasó.

—A ver…

—Perugorría.

—Está bien, Mallo, en toda esta historia, es un personaje menor.

—Un colaborador.

—Y usted una especie de espía solitario.

—No se crea.

—¿Quién más sabe esto? Aparte de todos los que armaron esta jugada de los cuáles hasta ahora no ha mencionado a ninguno.

—Usted no sabe dónde se está metiendo. ¿Dice que lo envió su jefe, el subsecretario? No le creo.

—Mire, Perugorría, está frente a la única oportunidad de reparar y morirse tranquilo.

Zapatero efectivamente lo comisionó, aunque la sospecha que levanta el viejo lo inquieta, porque está al borde de ingresar —en solitario y con absoluta reserva, eso también se lo dijo el subsecretario— ahora en tierra desconocida.

—Tranquilos morirán los que creen que los están esperando, a los demás nos queda el vacío. Ya hablé demasiado.

—De dos muertos.

—El resto están todos vivos. Y sueltos. Y no eran solamente milicos.

El viejo se levanta por última vez, enciende la luz del salón, abre nuevamente la puerta, descuelga el cartelito y ocupa su posición, segura, detrás del mostrador, ya desinteresado de Quevedo, que en algún momento de la reunión estuvo dispuesto a postergar el regreso y ahora recoge sus papeles con urgencia, con la certeza de que su insistencia no será suficiente para levantar esa lápida. No se saludaron en el encuentro y no lo harán al despedirse, aunque Quevedo, que se avergüenza en el mismo momento en que lo dice, casi de espaldas, ya con sus pies en la vereda, le lanza:

—Me habían dicho que los vascos decían la verdad.

Perugorría, que seguramente demoraría más que un instante en reaccionar, aun si lo llamaran por su verdadero nombre, no se molesta en responder y aguarda de pie, sus manos aferradas al mármol, el tiempo necesario para evitar todo riesgo y borrar, por si acaso, la imagen que lo flagela y que nunca descolgó para obligarse a no olvidar.

Camina con pesadez hacia la trastienda, desde donde arrastra una escalera de dos hojas que coloca junto a la pared —a espaldas de la silla que ocupaba hace minutos el inspector—, y comienza a ascender, lento y cuidadoso, apoyando ambos pies sobre cada uno de los escalones antes de avanzar al siguiente, y bajar la foto que colgó Santos cuarenta años atrás, donde luce el joven Mallo, sonriendo y abrazado junto a otros tres, también alegres, despreocupados, sobre los que no ha mentido pero no se animó a nombrar.